Guapo, cat¨®lico y atormentado: Luis II de Baviera, un monarca entre ¨®peras y armi?os
Al protector de Wagner le pidieron regir un imperio, pero ¨¦l prefiri¨® construir los monumentos m¨¢s locos del sur de Alemania
El d¨ªa que cumpl¨ª 29 a?os me levant¨¦ a las cinco de la ma?ana en un hostal panelado hasta el techo, cruc¨¦ el centro de M¨²nich sorteando borrachos somnolientos, me sub¨ª a un tren, luego a otro, luego a un autob¨²s y, para cuando me hizo efecto el caf¨¦, me encontr¨¦ ascendiendo una monta?ita rodeado de gente y escuchando a todo volumen en el mp3 la obertura de Tannh?user. No me culpen. Hab¨ªa llegado all¨ª siguiendo los pasos de Luis Cernuda (¡°Esa es su vida, y trata fielmente de vivirla¡±), de Klaus Mann (La ventana enrejada) y, sobre todo, del Ludwig de Visconti.
En esta miniserie de cuatro horas y pico (mi versi¨®n en DVD inclu¨ªa extras, as¨ª que duraba como una ¨®pera de Wagner), Helmut Berger, pr¨ªncipe de todas las decadencias (y fallecido el pasado mayo), interpretaba a Luis II de Baviera, el rey adolescente. La historia era fiel a la leyenda: un hombre siempre afligido y atormentado por su sexualidad, guapo y melanc¨®lico como un Timoth¨¦e Chalamet cat¨®lico y cubierto de encajes, medallas, galones y armi?os, con un peinado cuya complejidad hac¨ªa la competencia al de Sissi, interpretada en la pel¨ªcula por Romy Schneider, a la que no le hizo mucha gracia volver al personaje que detestaba. Visconti ten¨ªa algo de psicoanalista y de arque¨®logo: Ludwig se peinaba as¨ª y, cuando su mayordomo abr¨ªa un armario del palacio, las s¨¢banas que aparec¨ªan en la pantalla eran de la misma calidad que las de ¨¦poca, as¨ª que me enamor¨¦ un poco de aquel personaje que quer¨ªa que los pol¨ªticos le dejasen en paz (la guerra francoprusiana, quel ennui!) para construir sus palacios y pagarle ¨®peras a Wagner.
Por eso, cuando tuve la ocasi¨®n de visitar Neuschwanstein, el castillo rom¨¢ntico que construy¨® y apenas lleg¨® a disfrutar (muri¨® a los 41 a?os, cuando acababa de mudarse), organic¨¦ una excursi¨®n de fin de semana. Y all¨ª me encontr¨¦ el d¨ªa de mi cumplea?os, perplejo ante un paisaje sobrecogedor y un castillo que parec¨ªa de cart¨®n piedra, porque se convirti¨® en monumento poco despu¨¦s de la muerte de Ludwig. La visita, forzosamente guiada, fue r¨¢pida y atropellada. Recuerdo poco. Me acuerdo mejor de Hohenschwangau, el castillo de enfrente, donde s¨ª lleg¨® a residir la familia real b¨¢vara y el pr¨ªncipe pas¨® sus veranos. Era un edificio m¨¢s real y m¨¢s kitsch, con esa p¨¢tina un poco repelente que tienen los sitios vividos y preservados en formol. Entre murales mitol¨®gicos y fotos casi borradas, los dos objetos m¨¢s peculiares eran una hogaza de pan en una vitrina, conservada intacta desde hace 120 a?os (viva la masa madre) y el telescopio desde el que Ludwig supervis¨® las obras de Neuschwanstein y, posiblemente, pens¨® que sobre el papel pintaba mejor.
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