El mal del siglo
La gran novedad del siglo XXI respecto a las cosas de anteayer es la pol¨ªtica incendiaria. La pol¨ªtica como f¨¢brica de conflictos
A ratos parece que nos hayamos vuelto locos. Parece como si fu¨¦ramos m¨¢s racistas, xen¨®fobos, sectarios, extremistas, intolerantes y, en general, m¨¢s est¨²pidos que hace alg¨²n tiempo. Lo parece, pero no. Dudo que las sociedades europeas hayan cambiado mucho.
?Hacemos un poco de memoria? Las jerarqu¨ªas nazis (las de verdad, las de los campos de exterminio) permanecieron incrustadas en la Administraci¨®n alemana hasta bien entrados los a?os setenta del siglo pasado. Los trabajadores magreb¨ªes que inmigraban a Francia, durante los ¡°30 a?os gloriosos¡± que siguieron a la guerra, llevaban los datos personales tatuados en un brazo y dorm¨ªan en barracones inmundos. Los emigrantes espa?oles en Francia, Alemania o Suiza soportaron humillaciones y marginaci¨®n. Las legalizaciones del divorcio o el aborto son relativamente recientes, especialmente en Espa?a, y conllevaron un intenso malestar en determinados sectores. Las turbulencias y los enfrentamientos siempre han estado ah¨ª.
Lo que ha cambiado de forma evidente es la pol¨ªtica. Hoy puede resultar inveros¨ªmil, pero hasta hace bastante poco los pol¨ªticos asum¨ªan como misi¨®n fundamental (adem¨¢s de alcanzar el poder y de llenarse el bolsillo a ser posible) la preservaci¨®n de la paz social y se dedicaban, en general con escaso acierto, a resolver problemas. No hablo de la famosa transici¨®n espa?ola, sino del ejercicio del poder en el conjunto del continente. Las dificultades eran considerables: la descolonizaci¨®n, la crisis econ¨®mica de los a?os setenta, la Guerra Fr¨ªa hasta 1989, la creaci¨®n de la Uni¨®n Europea. Las diferencias ideol¨®gicas eran en realidad mucho m¨¢s amplias y feroces que las de hoy. Nada resultaba f¨¢cil.
La gran novedad del siglo XXI respecto a las cosas de anteayer es la pol¨ªtica incendiaria. La pol¨ªtica como f¨¢brica de conflictos. El primer pol¨ªtico de la era contempor¨¢nea, Silvio Berlusconi, hizo cosas que hasta entonces se consideraban indecentes (como la integraci¨®n en el gobierno de los residuos fascistas) y recurri¨® al embuste con una fruici¨®n hasta entonces reservada a las dictaduras comunistas o militares, pero, con su tono de feriante achispado en un concurso de Miss Viterbo, apenas se not¨® que estaba destruyendo el precario entramado institucional italiano. Hoy Berlusconi casi suscita una sonrisa. Cualquier politiquillo pedestre de nuestros d¨ªas miente con m¨¢s entusiasmo que el viejo Cavaliere y, sobre todo, destila m¨¢s odio. Los problemas, que siempre est¨¢n ah¨ª, ya no son algo que de una forma u otra, un d¨ªa u otro, habr¨¢ que solucionar: ahora hay que agravarlos y convertirlos en tragedias existenciales, igual que hay que convertir en enemigo mortal a quien piensa distinto, porque se ha descubierto (oh, gran novedad patentada hace exactamente un siglo) que el miedo y el odio proporcionan votos. Hablo de votos por costumbre. Como se est¨¢ poniendo de moda no reconocer los resultados electorales adversos y, simult¨¢neamente, se propaga la idea de que una victoria electoral da derecho a absolutamente todo, la mism¨ªsima base de la democracia representativa sufre una erosi¨®n de mal pron¨®stico.
Las sociedades son fr¨¢giles. El incontenible flujo de informaci¨®n (verdadera o falsa) estimula nuestras tendencias paranoides. Convendr¨ªan pol¨ªticos que apagaran fuegos. Cada vez m¨¢s, sin embargo, quien deber¨ªa ejercer de bombero ejerce de pir¨®mano. ?Tan atractivo es el poder como para justificar tanto destrozo?
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