Un peque?o milagro en la pandemia: el d¨ªa en que mi hija bail¨® en una fiesta en el parque
Unos polic¨ªas observaban nuestra reuni¨®n infantil al aire libre. Todas esas restricciones que no dejan de mutar han convertido el derecho a cualquier cosa en un campo de minas

Una vez estuve en una comisar¨ªa en Roma. Un tipo me rob¨® la cartera en el autob¨²s. Salimos corriendo tras ¨¦l, pero carg¨¢bamos con un ni?o de dos a?os con fiebre ¡ªaquella misma ma?ana, delante del Pante¨®n, se hab¨ªa metido una diminuta piedra en la oreja, y hab¨ªamos acabado en el hospital¡ª y no logramos alcanzarlo. La comisar¨ªa estaba vac¨ªa. Hab¨ªa un agente en recepci¨®n, un apuesto carabiniere, que quiso que le pas¨¢semos al cr¨ªo por la ventanilla para jugar con ¨¦l. El ni?o estaba encantado. Yo tambi¨¦n. Aquello era mejor que cualquier cosa. El ladr¨®n se llev¨® tres euros y una cartera de felpa vieja y nuestros documentos de identidad, pero yo consegu¨ª colarme en una novela de Ed McBain.
Es probable que no hayan o¨ªdo hablar de las novelas de Ed McBain. Les dir¨¦ que son en extremo divertidas. Que su humor es tan exquisitamente absurdo que no tiene nada que envidiarle a, qu¨¦ demonios, el de Kurt Vonnegut. Cre¨® una comisar¨ªa, la comisar¨ªa del distrito 87, con personajes encantadoramente ilusos, como Meyer Meyer, o Steve Carella, el jefe de detectives, el tipo cuyas discusiones de pareja no existen porque su mujer no habla. Tambi¨¦n cre¨® un villano maravilloso. Un tipo sordo que llama para avisar de cada fechor¨ªa que piensa hacer. Pero claro, ¨¦l la suelta y luego no escucha lo que Carella o Meyer Meyer le dicen. Porque no escucha nada. As¨ª que todo son gritos y casos delirantes.
Me atendi¨® el comisario. Sub¨ª con ¨¦l a un primer piso. Hab¨ªa un mont¨®n de puertas viejas y una peque?a estancia. Intent¨® abrirlas todas. Solo pudo abrir una. Me pidi¨® que pasara. El lugar ten¨ªa aspecto de despacho que hubiese sobrevivido a un cicl¨®n. Uno de esos ciclones que permitieron a Michael Crichton y su entonces casi exmujer, la genia Anne-Marie Martin, firmar el guion, pu?etazo va, pu?etazo viene, de Twister, ese imprescindible del cine de divorcios que pas¨® como pel¨ªcula de amantes de las cat¨¢strofes. El tipo, el comisario, un se?or orondo con un frondoso bigote que nada hubiera desentonado en una novela de Ed McBain, trat¨® de encender el ordenador. Neg¨® con la cabeza. Hab¨ªa un tubo enorme saliendo por un agujero hecho en la ventana. Dijo: ¡°? bloccato, caff¨¨?¡±
Estuvimos sentados uno frente al otro durante puede que tres siglos. Sirvi¨® caf¨¦. Lo bebimos en silencio. La mesa que nos separaba solo era una mesa, no era una frontera. ?ramos un par de iguales a merced de qui¨¦n sabe qu¨¦. Aquel tipo parec¨ªa estar dici¨¦ndome: ¡°No s¨¦ qu¨¦ hago aqu¨ª, sospecho que usted tampoco, el mundo es un lugar rid¨ªculo y misterioso¡±.
Luego pas¨® el tiempo. Lleg¨® la pandemia. Nos metimos en casa. Salimos de casa. Los ni?os fueron al colegio. Acabaron un curso, y los padres quisieron montar una peque?a fiesta en un parque el ¨²ltimo d¨ªa de clase. No ¨¦ramos m¨¢s que un mont¨®n de adultos con un peque?o mont¨®n de ni?os en un parque. Y el esp¨ªritu confuso de aquel comisario italiano que parec¨ªa un personaje de Ed McBain.
El parque era un parque suburbano, cercano a una rotonda, en mitad de una de esas nadas que se dan en las fronteras entre un pueblo y el siguiente. Hab¨ªa una pista de baloncesto, algunos columpios, pinos. Nos hab¨ªamos organizado para llevar un par de mesas, bebida, tartas caseras, globos de agua, y hasta cartones con puntuaciones para un peque?o concurso de baile. Mi hija no se atrev¨ªa a bailar. Ni siquiera se atrev¨ªa a estar cerca de los ni?os. Pero hab¨ªa querido ir a la fiesta. Su hermano se hab¨ªa llevado un libro y estaba leyendo en un banco. Oh, bueno, cuando tienes hijos dentro del espectro autista las fiestas son siempre complicadas. Por fortuna, el resto de padres estaba al tanto y no hab¨ªa nadie pidi¨¦ndoles que hiciesen lo que hac¨ªan los dem¨¢s.
En esas lleg¨® un coche patrulla. Aparc¨® junto al parque. Los padres y la madres nos miramos. Bajamos la m¨²sica. ?Pod¨ªamos estar all¨ª? No hab¨ªa nada alrededor excepto aquella rotonda. Ni siquiera edificios. No pod¨ªamos molestar a nadie. Y llev¨¢bamos mascarillas. Fue entonces cuando reapareci¨® el menudo comisario romano y aquella mesa que nos separaba como nos separar¨ªa una mesa, dej¨¢ndonos a merced de qui¨¦n sab¨ªa qu¨¦. La pareja de agentes sali¨® del coche. Se nos qued¨® mirando. No dijo nada. Solo nos mir¨®. Les imagin¨¦ pensando algo parecido a: ¡°No s¨¦ qu¨¦ hacemos aqu¨ª, pero algo debemos hacer, el mundo es un lugar rid¨ªculo y misterioso. Y a¨²n m¨¢s desde que pas¨® lo que pas¨®¡±.
El mareante, el err¨¢tico orden de cosas que la pandemia ha impuesto ha convertido el derecho a cualquier cosa en un campo de minas. Uno en el que todos estamos del mismo lado, y que por momentos se vuelve tan absurdo como cualquiera de los casos de la comisar¨ªa 87. ?Qu¨¦ pod¨ªa hacer aquella pareja de agentes con nosotros? ?Pedirnos la documentaci¨®n? ?Desalojarnos? ?Por qu¨¦ exactamente? ?Por dejar que los ni?os jugasen juntos y organizar un peque?o concurso de baile? ?Iban a arriesgarse a asustar a ni?os de siete a?os que ¡ªcomo en el caso de los m¨ªos, que se lo toman todo de forma literal¡ª tal vez no se atreviesen a pisar otro parque? (No es broma, lo primero que hizo mi hijo fue venir a decirme que nos iban a arrestar).
¡°Estamos haciendo algo mal¡±, me dijo mi hijo. ¡°No creo¡±, le dije yo. Le record¨¦ que ¨¦l hab¨ªa estado en infinidad de fiestas como aquella cuando ten¨ªa la edad de Sof¨ªa. Le record¨¦ una en la que una madre incluso hab¨ªa contratado a un payaso que hab¨ªa llegado con una maleta m¨¢s grande que ¨¦l. ¡°Ya, pero eso era antes¡±, me dijo ¨¦l. La pareja de polic¨ªas segu¨ªa all¨ª. Nos miraba pero no interven¨ªa. La realidad se hab¨ªa, de alguna forma, desdoblado. Exist¨ªa un mundo en el que algo as¨ª no ten¨ªa nada de malo, y luego exist¨ªa un mundo en el que s¨ª, porque deb¨ªa existir una restricci¨®n al respecto. En aquel momento no hab¨ªa l¨ªmites para las reuniones en exteriores. Pero ?y si acababan de volver a imponerlos? Una sensaci¨®n de extra?eza casi lynchiana acababa de tragarse la escena al completo.
Poco antes de marcharnos, Sof¨ªa se atrevi¨® a acercarse al concurso de baile. Por entonces ya apenas hab¨ªa ni?os bailando y ella era la ¨²nica que levantaba los cartones con puntuaciones. Eleg¨ªa todo el rato la puntuaci¨®n m¨¢s alta, feliz, porque, de alguna forma, estaba participando. En un momento dado, se levant¨® y se puso a bailar, sola, dando vueltas sin parar. Era un peque?o milagro. ¡°Tu hermana est¨¢ bailando¡±, le dije a mi hijo, ¡°ve a ponerle una nota alta, la m¨¢s alta¡±. ¡°Pero ?y la polic¨ªa?¡±, me dijo ¨¦l. ¡°Creo que est¨¢n haciendo como si no estuvi¨¦ramos aqu¨ª, o a lo mejor es que estamos en otro tiempo. Solo por un rato. El rato en que tu hermana baila. Vamos a aprovecharlo¡±, quise decirle, pero sab¨ªa que me dir¨ªa que algo as¨ª no era posible. Aunque a veces lo parezca.
Laura Fern¨¢ndez es periodista y escritora. Su ¨²ltimo libro es ¡®Connerland¡¯ (Random House).
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