Mis amigas y yo seremos viejas exc¨¦ntricas que insisten en visitarse
Si las relaciones sociales son c¨ªrculos conc¨¦ntricos como los que dibuja una piedra en el agua, los m¨ªos est¨¢n a punto de desaparecer en la superficie
Mi madre y mi padre trabajaban mucho. Por eso, de ni?a, pasaba el verano entre abuelas y vecinas. Eran unos d¨ªas perezosos, como los gatos que se acostaban bajo la parra del patio de mi abuela Luz. En aquellas tardes, nuestro mundo era peque?o, unos pocos metros alrededor de la casa. A veces, mi abuela llamaba a alguna prima para que jug¨¢semos. Otras, me llevaba de visita a casa de su amiga Esther, que vend¨ªa productos de Avon. Me gustaba porque siempre acababa compr¨¢ndome algo: un gel rosa que hac¨ªa mucha espuma, una toalla con un parch¨ªs. Esas cosas. Antes de salir, me adoctrinaba en los modales que yo deb¨ªa respetar. En resumen, el mensaje principal de aquel discurso era: ¡°Si te ofrecen algo de comer, no digas que s¨ª¡±.
Era una regla que me costaba aceptar porque no la entend¨ªa. Adem¨¢s, era una ni?a golosa. Pero decir que s¨ª a unas galletas o a un bocadillo de Nocilla parec¨ªa ser la mayor verg¨¹enza que se pod¨ªa traer a una familia. En una de aquellas visitas, antes de cruzar la verja roja del jard¨ªn, pregunt¨¦ por qu¨¦ no pod¨ªa aceptar las meriendas que aquella se?ora sonriente me ofrec¨ªa una y otra vez. ¡°Porque si dices que s¨ª, pensar¨¢n que en nuestra casa no tenemos. Pensar¨¢n que pasamos hambre¡±.
Mi abuela Luz crey¨® que con aquella explicaci¨®n estaba todo arreglado. Pero cuando entramos y Esther insisti¨®, ¡°galletas, Nocilla, pastel¡±, me vi tentada y, en vez de decir ¡°s¨ª¡± ¡ªque era la palabra prohibida¡ª dije: ¡°bueeeenooo¡±. Y merend¨¦. Al llegar a casa mi abuela llor¨® avergonzada en el sof¨¢.
Ella hab¨ªa nacido en la guerra. El hambre era un fantasma omnipresente al que hab¨ªa vencido. Por eso su mayor riqueza era la comida. Cuando la visitabas, abr¨ªa la despensa y enumeraba todo lo que ten¨ªa para ofrecerte. Aquel miedo al hambre se le hab¨ªa quedado grabado m¨¢s profundo que cualquier memoria, hab¨ªa condicionado su manera de ser. Era insistente hasta el desespero con que comieras algo. Desde mis 40 a?os, en pleno verano pospand¨¦mico, por fin la entiendo. Cada tiempo tiene sus fantasmas.
Ha tenido que pasar un a?o de ¡°la nueva normalidad¡± para que empiece a verle la patita por debajo de la puerta a mis fantasmas. Mis h¨¢bitos han cambiado, este no es un verano como ¡°los de antes¡±. Me fuerzo a m¨ª misma a salir y cuando lo hago es fruto de un plan largamente preparado. No hay improvisaci¨®n. Y si las relaciones sociales son c¨ªrculos conc¨¦ntricos como los que dibuja el impacto de una piedra en el agua, los m¨ªos est¨¢n ya a punto de desaparecer en la superficie.
Me siento un lago sospechosamente calmo. Tengo la sensaci¨®n de dejar pasar las semanas sin hacer las grandes cosas que hab¨ªa imaginado. Tal vez se debe a que he estado haciendo demasiado. En este ¨²ltimo a?o, la reestructuraci¨®n de mi entorno y mi familia me han arrastrado a un exceso de trabajo, de responsabilidades, de distancia. Incluso un exceso de convivencia se ha comido mi espacio. Como madre, he sido maestra y compa?era de juegos a jornada completa. Lo he tenido dif¨ªcil para conciliar porque trabajo en casa, porque las abuelas pod¨ªan contagiarse, porque ya no se pod¨ªa tirar de las vecinas. Con una econom¨ªa inestable, he aceptado muchos encargos ante la sospecha de un futuro incierto. Y como todas las personas, he limitado mis relaciones hasta el punto de que me he acostumbrado, a rega?adientes, a no ver gente. Mi casa y mi familia se han convertido en el centro. Pero sobre todo, arrastro tanto cansancio del ¨²ltimo a?o que a veces no tengo fuerzas para todo lo que promet¨ªa este verano cuando lo imagin¨¢bamos desde el desconcierto del anterior. No es de extra?ar, seg¨²n la ONU las mujeres ya realiz¨¢bamos antes de la aparici¨®n del covid-19 casi el triple de trabajo dom¨¦stico y asistencial que los hombres. Soy de esas a las que la vivencia de la pandemia ha agotado. A las que solo volver a relacionarse con las otras puede salvar.
Hablo con un grupo de amigas. Necesito saber si tambi¨¦n han cambiado. Lo que saco en limpio es que percibimos mayor libertad y cierta ilusi¨®n por recuperar lo que hac¨ªamos antes del virus. El avance de la vacunaci¨®n nos hace sentir m¨¢s seguridad. Volvemos al ocio y los planes compartidos, que es lo que nos hace sentir que vivimos. Lo hacemos porque lo necesitamos, como quien reconstruye un edificio bombardeado. Para reconocernos en lo que ¨¦ramos, para recuperar nuestro sitio. A las m¨¢s optimistas incluso les parece que estamos cerca de eso que llaman ¡°el final¡±, como si fuese el ¨²ltimo cap¨ªtulo de una serie. Y hay quien alberga la esperanza de que un d¨ªa volver¨¢ ¡°la vieja normalidad¡±. No quiero ser yo quien les diga que es como esperar el regreso del rey Arturo.
Porque ha cambiado la manera en la que nos relacionamos. Desde c¨®mo nos saludamos hasta los lugares que visitamos. Hasta el l¨ªmite de lo que cedemos. La normalidad es ahora un juego cuyas reglas cambian continuamente. Ni nueva ni vieja. A medio hacer.
Pero si en algo coinciden es en que todo es m¨¢s ¨ªntimo. La vida tiene ahora aforo limitado como cualquier teatro. Nuestra red de interacciones se ha reducido. Esas redes individuales conforman el tejido social, y si la nuestra se debilita, lo com¨²n tambi¨¦n. Estamos hiperconectadas, pero la necesidad de lo f¨ªsico sigue ah¨ª. Tal vez porque fuimos criadas en ese rozarse y simplemente no entendemos existir de otra manera. Tenemos esa man¨ªa de vernos, como mi abuela la de dar de merendar a las visitas. Me pregunto si alg¨²n d¨ªa lo virtual ser¨¢ suficiente y las exc¨¦ntricas seremos nosotras, viejas vecinas que a¨²n insisten en visitarse.
?Ser¨¢ este mi fantasma? ?Ver¨¢n alg¨²n d¨ªa mis hijos como algo incomprensible este temor que asoma, este miedo a quedarnos atrapadas en lo individual? Tengo todo el verano para solucionar eso o acabar¨¦ siendo una se?ora obsesionada con salir de casa. Pero intuyo que el nuevo orden que nos acabar¨¢ dejando la pandemia tatuar¨¢ nuestras maneras de vieja. Y se comer¨¢ mucho de lo que las mujeres hab¨ªamos alcanzado.
He observado que acabamos por acostumbrarnos a todo. Las circunstancias nos han hecho ceder en libertades, derechos y relaciones en aras del bien com¨²n. Bajo amenaza literal de muerte. La normalidad que estamos construyendo no deber¨ªa olvidarse de recuperarlo. Me lo recuerdo cada vez que me proponen un plan y me esfuerzo por salir del pantano de la desgana: solo lo com¨²n nos salvar¨¢. No hay que acostumbrarse al hambre.
Suscr¨ªbete aqu¨ª a la newsletter semanal de Ideas.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.