La desaparici¨®n de lo cutre: cuando las franquicias de dise?o se comen a las tascas
Nuevas cadenas intentan ennoblecer platos sencillos y populares present¨¢ndolos como exclusivos y dot¨¢ndolos de nombres bomb¨¢sticos. Cada vez es m¨¢s dif¨ªcil comerse un bocadillo de calamares y punto
Cuando encadenas varios d¨ªas fuera de casa, en esa vida semin¨®mada que algunos llevamos por trabajo, hay noches en que te apetece huir de la desolaci¨®n del servicio de habitaciones del hotel, pero tampoco tienes ¨¢nimo de restaurante. El cuerpo te pide un plato casero, un bocadillo cl¨¢sico, algo parecido a lo que cenar¨ªas en casa. Buscas entonces un bar, una tasca, un tugurio, un sitio como el que hab¨ªa en la esquina de tu calle hace 20 a?os: barra de esta?o, bote, hoy no se f¨ªa, hay chorizo de mi pueblo, bander¨ªn del equipo de f¨²tbol del que son forofos los due?os y, si el ambiente era taurino, un cartel deste?ido de la Feria de San Isidro de 1932. Si uno no se encuentra en la periferia de una gran ciudad o en los bordes de un pol¨ªgono industrial, buscar¨¢ en vano un escenario parecido. Todo lo que le ofrecer¨¢ el paseo ser¨¢n marcas de franquicia, hamburgueser¨ªas de iluminaci¨®n tenue, nombres en ingl¨¦s o en italiano y un abuso de gourmet y gastro como afijos (gastrotaberna, gastrobar, gastroteca¡).
No pretendo hacer la competencia desleal a los compa?eros de la secci¨®n Gastro. Tampoco me voy a arrancar por nostalgias: no esperen de m¨ª una eleg¨ªa al bar espa?ol de siempre. Si hablo de ellos es porque su desaparici¨®n y sustituci¨®n por esa marabunta de franquicias dise?adas en estudios internacionales es la nota dominante del cambio de paisaje que se ha dado en los centros de las grandes ciudades espa?olas. Aquellos sitios normales, cuyo negocio consist¨ªa en ofrecer algo casero y barato a una clientela que ped¨ªa un vino sin distinguir denominaciones de origen, se han vuelto tan ex¨®ticos que en algunos barrios de moda incluso los recrean: ya hay cadenas de falsas tascas-madrile?as-de-toda-la-vida que exaltan un casticismo tan rampl¨®n que no convence ni al camarero que interpretaba Mario Vaquerizo en aquel v¨ªdeo de promoci¨®n tur¨ªstica de Madrid.
En esas noches tristes en las que no me resigno al servicio de habitaciones no a?oro el bar de siempre ni las fritangas de nuestras abuelas, sino la vida sin pose: un espacio y un tiempo sin liturgias, donde no se exija nada de nadie y las cosas no tengan la menor importancia porque se sienten coyunturales y utilitarias. Eso que hacemos sin pensar ni fijarnos demasiado.
Ya no quedan sitios as¨ª. Todos ofrecen experiencias, atosigan a los clientes con encuestas y saturan las frases con adjetivos y jerga de relaciones p¨²blicas. Subir a un taxi para ir del punto A al B se ha convertido tambi¨¦n en un momento significativo que tanto el viajero como el taxista eval¨²an (es decir, est¨¢n obligados a meditar sobre el trayecto). Coger un tren, echar gasolina, comprar un libro en una librer¨ªa refinada o enchufarse una lista de canciones en streaming requieren una gran autoconciencia y reflexi¨®n. Hasta los controles de aeropuerto terminan con una encuesta de satisfacci¨®n: ?hemos sido simp¨¢ticos al obligarlo a descalzarse? Eval¨²e del uno al cinco el grado de humillaci¨®n que ha sentido en el cacheo. Estamos comprometidos con la calidad: la pr¨®xima vez lo humillaremos mejor.
Esta sublimaci¨®n de la experiencia ha ido de la mano de una tendencia a ennoblecer lo cutre. Si toda experiencia es significativa, cualquier cosa es susceptible de nobleza. De nuevo, es el culinario el ¨¢mbito donde m¨¢s se aprecia, aunque sucede en cualquier compraventa: las 10 mejores hamburguesas o pinchos de tortilla, pizzas, patatas bravas, falafeles¡ Cualquier cosa sencilla y popular, de las que hay a cientos en todos los barrios, se presenta como exclusiva. Antiguamente, en Estados Unidos, la etiqueta ¡°best pizza in town¡± era un reclamo para ga?anes y zampabollos acostumbrados a comer con los dedos. Hoy acude a su llamada gente con ¨¢nimo respetable y pide, junto a la hamburguesa de nombre m¨¢s bomb¨¢stico posible, premiada en el Festival de Cannes de las hamburguesas, la carta de vinos. Se ha producido as¨ª una democratizaci¨®n del esnobismo, en la que se espera que nos comportemos en la pizzer¨ªa como el bar¨®n de Charlus en el sal¨®n de la duquesa de Guermantes.
En esta operaci¨®n, lo cutre ha desaparecido del paisaje. Hablo de lo cutre como categor¨ªa, no necesariamente despectiva. Lo cutre no solo como una expresi¨®n bastarda del gusto popular, sino como una resignaci¨®n orgullosa, si es que puede haber orgullo en tirar la toalla. Lo cutre como oposici¨®n a las convenciones de la etiqueta y como parte del desenfado de vivir.
Lo cutre solo existe, como tantas otras cosas de ayer mismo, como simulaci¨®n y autoparodia. Sigue vigente, pero en las periferias, all¨ª donde lo iban a buscar las c¨¢maras del programa Callejeros para ofrec¨¦rselo a una audiencia que lo percib¨ªa como ex¨®tico. Este fen¨®meno ha llamado la atenci¨®n a algunos ensayistas espa?oles.
Alberto Olmos, en Vidas baratas: elogio de lo cutre, reflexiona sobre el desprecio que sigue inspirando la cochambre de la que est¨¢ hecha buena parte del pa¨ªs, desprecio expresado en su recreaci¨®n posmoderna en el centro de las ciudades. El fil¨®sofo Jorge Freire, en Agitaci¨®n y Hazte quien eres, destaca el agotamiento hiperactivo de la pose, que satura la vida de experiencias significativas para ahogar cualquier conato de la serenidad que propicie el autoconocimiento y el goce de la vida tal y como se presenta. En clave m¨¢s generacional milenial, H¨¦ctor Garc¨ªa Barn¨¦s habla en Futurofobia del lujo asequible y falsario que domina el espacio p¨²blico privatizado, que oculta la desigualdad y consuela de la pobreza. Todos meditan sobre la impostura, el rid¨ªculo y la banalidad de un mundo incapaz de mirarse en un espejo y cada vez m¨¢s adicto a la m¨¢s adictiva de las drogas: el autoenga?o.
No siempre fue as¨ª. Lo cutre como aquel reducto de libertad que buscaban los esnobs cuando quer¨ªan atalayar al pueblo aut¨¦ntico lo retrat¨® magistralmente el comiquero Iv¨¤ en una tira de Makinavaja de El Jueves (la cito de memoria): un se?or calvo parecido a V¨¢zquez Montalb¨¢n entra en el bar del Pirata acompa?ado de dos se?oronas vestidas con pieles. Las se?oronas sienten asco y miedo, pero el cicerone las tranquiliza: est¨¢n en una tasca de la vieja Barcelona, ante el pueblo bueno y eterno que conserva los sabores que la burgues¨ªa ha destruido. Acodados en la barra, Maki y Popeye se preguntan qui¨¦nes son esos tipos tan estirados, y alguien les aclara que es un escritor ¡°mu famoso que est¨¢ haciendo un programa pa la televisi¨®n uton¨®mica¡±.
Hoy la escena ser¨ªa imposible: el bar del Pirata es el Gastropirata, y las se?oronas disfrutar¨ªan de una carta de c¨®cteles inspirada en la delincuencia del viejo Barrio Chino de Barcelona, en un ejercicio exquisito de iron¨ªa posmoderna que ser¨ªa comentado con cinco estrellas en la secci¨®n culinaria del diario local.
Y, mientras tanto, no hay forma de comerse unas lentejas sin adjetivos en el centro de Madrid.
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