El momento de paz que no llega: nuestra dif¨ªcil relaci¨®n con el verano
Las vacaciones muy pocas veces cumplen lo que prometen. S¨®lo los muy sabios o los muy imprudentes se abandonan a la corriente sin pensar. El resto flotamos hasta la orilla
Acabo de llegar a mi sitio habitual de vacaciones tras una ¨¦poca ajetreada durante la cual he tenido que hacer largos trayectos diarios en metro y autob¨²s. Por raro que resulte, lo he disfrutado. Tomaba las excursiones como breves islas de tiempo en las que se me permit¨ªa solo estar, y las aprovech¨¦ para viajar por la vida de quienes se sentaban enfrente. He visto mucho. Vidas heroicas de gente sencilla y buena; vidas ¨ªntegras, prometedoras, luminosas, atravesadas, alienadas, engre¨ªdas, melifluas, anodinas¡ En ocasiones me ha incomodado mi condici¨®n privilegiada, pero tambi¨¦n he descubierto ¨¢ngulos imprevistos de mi ciudad que me han gustado. La mezcla, la constataci¨®n de que por las venas de Madrid corren imparables sangres y culturas diversas. Si esta ciudad tiene futuro vendr¨¢ de ah¨ª.
No conozco escritores para quienes las vacaciones no supongan un problema. El verano, cuando todo se para y disminuyen los encargos que nos facilitan el sustento, constituye un tiempo id¨®neo para la escritura. Si se imponen otros planes y nos enrolamos en devoradoras vacaciones de pareja o en viajes formativos para nuestros hijos, no podemos evitar que una parte de nosotros, la m¨¢s ¨ªntima, la m¨¢s secreta, la m¨¢s enferma, a?ore el momento en que todo acabe. Nuestro ideal no es el viaje sino la quietud propensa al disfrute, aunque sea robado a la noche, de intensos momentos de soledad; una casa en un entorno agradable, de la que la familia desparezca a ratos. En puridad, quitando las convalecencias y otros momentos de espera forzosa, las ¨²nicas vacaciones conocidas por el escritor son las de la infancia; raz¨®n, imagino, por la que se les han dedicado tantos libros.
Los m¨ªos fueron veraneos de hijo ¨²nico en una familia monoparental ¡ªmi madre y yo¡ª a la que a menudo se adher¨ªan personas de nuestro entorno: mi padre a rega?adientes, alguna t¨ªa, amigos y pretendientes de mi madre¡ Carg¨¢bamos con perro y gato y a veces con otras mascotas y no sol¨ªamos repetir lugar, lo cual significa que a?o tras a?o part¨ªa de cero, sin amigos y vigilado con encono por los otros ni?os. Quebrar su desconfianza exig¨ªa superar todas las etapas del cortejo infantil, que en mi ¨¦poca ¡ªy creo que en todas¡ª conten¨ªa enojosas dosis de violencia. Recib¨ª collejas y pedradas, las devolv¨ª y me enzarc¨¦ en peleas desiguales que a menudo terminaban con una persecuci¨®n hasta casa. Y casi siempre, cuando quedaba poco para la vuelta, de las refriegas nac¨ªan amigos a los que hac¨ªa la promesa vana de regresar al a?o siguiente. M¨¢s tarde, el esfuerzo no me mereci¨® la pena y sin darme cuenta me convert¨ª en un adolescente l¨¢nguido que observaba de lejos la fiesta de la que otros participaban. Las verbenas, los escarceos amorosos. Hab¨ªa comenzado a leer, a escuchar m¨²sica, a ver cine; el af¨¢n de diferenciaci¨®n hab¨ªa sustituido al de asimilaci¨®n y la realidad no era ya un imponderable con el que aspiraba a amalgamarme, sino algo de lo que pod¨ªa salir y juzgar desde fuera. La distancia resultante, el titubeante desd¨¦n, s¨®lo se quebraba ante ocasionales miradas femeninas. Una italiana en Ibiza; una barcelonesa en una academia de idiomas inglesa¡ M¨¢s tarde a¨²n, llegar¨ªan las b¨²squedas, las rebeld¨ªas, la infatuaci¨®n de creerte ya adulto cuando apenas has echado a andar, los amor¨ªos, los descubrimientos, el despertar de las convicciones, las amistades, las drogas, el idealismo, el miedo.
Mi hijo a¨²n est¨¢ en la etapa de las verbenas. A diferencia de m¨ª, disfruta de un lugar estable de veraneo y ha podido hacerse con una pandilla. Pasa 12 horas al d¨ªa fuera de casa, apenas viene a dormir y a ingerir alimento. Tiene 14 a?os. En los escasos momentos de que disponemos, evito preguntarle qu¨¦ hace; me conf¨ªo a lo que cuenta y trato de descifrar lo que calla. No necesito saber mucho. He estado donde est¨¢. S¨¦ que aprender¨¢ mal algunas cosas, que dudar¨¢ y que se expondr¨¢ a peligros. Oigo vestigios, runrunes sobre la actualidad en los que percibo el eco de lo que se dice en otras casas, preguntas a su madre o a m¨ª con las que procura cargarse de argumentos para las discusiones con sus amigos. ?Ha visto porno? Seguramente. A fin de evitar que su primer contacto con el sexo lo sesgaran im¨¢genes repugnantes de internet, durante un tiempo proyect¨¦ ponerle a la vista, donde pudiera encontrarla, una pel¨ªcula expl¨ªcita, pero no groseramente pornogr¨¢fica, en la que el sexo se retratara con naturalidad conforme a un prop¨®sito art¨ªstico; pens¨¦ en 9 Songs, de Winterbottom y, pensado, el tiempo se me escap¨®. ?Le han pasado su primer porro? No creo. Eso llegar¨¢ el pr¨®ximo verano y, con suerte, el siguiente. Sabe que fumo marihuana y no me va a resultar f¨¢cil combatirlo.
?Nos apeamos alguna vez de nosotros? ?Dejamos en vacaciones de ser padres, maridos, hijos? ?Acaso no medimos el dinero al pedir la carta en un chiringuito? ?Olvidamos los agravios, las penurias, las cuentas pendientes? No nos enga?emos: salvando epifan¨ªas pasadas magnificadas por el recuerdo, las vacaciones muy pocas veces cumplen lo que prometen.
Hay fulgores, claro; es probable que abunden los momentos felices, los instantes prologados en los que nos confiamos sin pensar a la corriente. Sin embargo, s¨®lo los muy sabios y los imprudentes se abandonan. El resto, tarde o temprano, flotamos hasta la orilla.
Hace cuatro d¨ªas, viniendo a mi pueblo gallego desde Madrid, viv¨ª algo que me removi¨®. Me confi¨¦, y, en la fecha en que me conven¨ªa viajar, los billetes a Santiago estaban agotados. De milagro encontr¨¦ plaza en un autob¨²s nocturno a Ourense, donde esperaba enlazar con un regional. Llegu¨¦ de madrugada, hora y media antes del primero. En el vest¨ªbulo de la estaci¨®n, caras ya conocidas: un padre, asaetado de tics nerviosos, junto a su hija de nueve o diez a?os; dos j¨®venes marroqu¨ªes con chilabas y chanclas; un peruano, pegado a su m¨®vil, en el que visionaba v¨ªdeos televisivos de sucesos¡ Tard¨¦ en ubicarme y, mientras lo hac¨ªa, me fij¨¦ en una pareja que discut¨ªa desganada en uno de los bancos m¨¢s alejados, y, enseguida, en alguien arrodillado frente a la puerta principal. Ten¨ªa los brazos extendidos hasta tocar el suelo con la frente y gem¨ªa. Me acerqu¨¦ y, cuando le pregunt¨¦ qu¨¦ le pasaba, alz¨® la palma de la mano y me dijo que le hab¨ªan pegado unos chicos. Efectivamente, ten¨ªa un ojo magullado. Era subsahariano, casi un muchacho de mirada atemorizada. Lo que hice a¨²n me averg¨¹enza: llevaba 70 euros amarrados en dos billetes; ¨¦l los vio cuando abr¨ª la cartera. Deb¨ª hab¨¦rselos dado ¡ª?ese pobre chico necesitaba, mucho m¨¢s, un abrazo, que alguien lo adoptara¡ª, pero me limit¨¦ a vaciar el monedero y me desentend¨ª. Eran las cinco de la madrugada, empezaban mis vacaciones.
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