La ciudad que vive en el infierno canta a dios
La capital de Hait¨ª se llena los domingos de pastores cristianos que imitan a los predicadores estadounidenses
Puerto Pr¨ªncipe se colma los domingos de c¨¢nticos y palabras vociferadas por pastores cristianos que imitan a los predicadores estadounidenses. Unos fueron a cursillos de declamaci¨®n y miedo; otros, aprendieron con la televisi¨®n. Aqu¨ª no hay tanto negocio como all¨¢ aunque sean muchos los fieles pues las colectas son m¨ªseras donde abunda la miseria. Tampoco ayudan en exceso las circunstancias ambientales, que a nadie le asusta la amenaza del infierno cuando ya vive en ¨¦l.
Pese a estas limitaciones dogm¨¢ticas y cremat¨ªsticas de fondo, la est¨¦tica y las canciones resultan emocionantes. Lo es, y mucho, escuchar esas voces c¨¢lidas y siempre armoniosas que parecen depositar en las notas su ¨²ltima confianza de redenci¨®n de los pecados. Los servicios religiosos se celebran en callejones, calles cortadas por los escombros y bajo lonas improvisadas que protegen de la solana pues el se¨ªsmo no distingui¨® las casas de los hombres de las de dios.
Cerca del cine Capitol, el pastor Yves Saint Fard se desga?ita micr¨®fono en mano en convencer a sus feligreses que todo lo ocurrido es una prueba que les env¨ªa el cielo y que los vivos tienen el deber de levantar de nuevo la ciudad en homenaje a los muertos y por respeto a la divinidad. Los fieles escuchan medio adormilados por la humedad y de vez en cuando parecen despertar y gritan "Aleluya" y aplauden. No s¨®lo es una catarsis colectiva, un exorcismo de miedos y penas, es tambi¨¦n una forma de sentirse unidos, acompa?ados, en una ciudad zarandeada en la que los muertos a¨²n andan perdidos en ese espacio que los africanos creen que existe entre la vida y la no vida.
Ana Korkette levanta las manos y cierra los ojos. Viste de blanco y lleva la cabeza cubierta por un pa?uelo blanco. No busca dentro de s¨ª ni fuera respuestas o culpables. S¨®lo reza en para obtener un poco de paz. "Tengo tres hijos y est¨¢n vivos. El terremoto destruy¨® mi casa. S¨¦ que ha sido la voluntad de dios y no puedo hacer otra cosa que acatarla". Mujeres y hombres se acercan a contar su historia, es lo ¨²nico que les qued¨®.
Al t¨¦rmino del servicio pentecostista, muchos abandonan el callej¨®n con su Biblia en la mano y la camisa m¨¢s limpia puesta. No importa qu¨¦ pobreza azote lo importante es la dignidad. El porte, los detalles, la corbata o en pa?uelo sobre el cabello. Han recargado energ¨ªa para una semana. Hace varios a?os, un ni?o congole?o respondi¨® a un periodista est¨²pido que preguntaba c¨®mo se pod¨ªa creer en dios si s¨®lo le hab¨ªa regalado miseria y muerte: "Es que es lo ¨²nico que tengo".
En Cit¨¦ Soleil, otro arrabal de Puerto Pr¨ªncipe con fama de violento y cuna de bandas de gatillo f¨¢cil en el negocio de la droga, los habitantes se dividen entre la fe en el mercado, el de comida, que del otro no se tienen ni noticias, y en la iglesia. Ambos est¨¢n a rebosar.
En el templo baptista que dirige un pastor llamado Le¨®n se canta y tambi¨¦n se baila, sin exagerar. Fluye una extra?a alegr¨ªa sin sonrisas. La familia Denizie est¨¢ compuesta por una madre y tres hijas de 11, siete y seis a?os llamadas Djennulove, Esmeralda y Fanaral. El terremoto no mat¨® a nadie en su casa. Alguna ventaja ten¨ªa que tener malvivir en una chabola de hojalata. Son tres ni?as simp¨¢ticas que aspiran a ser enfermera, inform¨¢tica y m¨¦dica. No cayeron en el lugar adecuado para cumplir sus sue?os.
A la puerta de la iglesia unos blancos vestidos de cazadores de leones se dan la mano. Son misioneros baptistas que han venido a ayudar a Hait¨ª a su manera: adem¨¢s de comida y techo de lona ofrecen a los m¨¢s pobres unos metros cuadrados de para¨ªso. De momento pocos compran. A pesar de la superpoblaci¨®n de Puerto Pr¨ªncipe y su ruina palpable a¨²n queda un hilo de esperanza en la capacidad de superaci¨®n de los hombres y un poco menos en las promesas de la llamada comunidad internacional. El m¨¢s all¨¢, de momento, tendr¨¢ que esperar.
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