Una tristeza sin desgarros ni tragedias
Cuesta encontrar un brit¨¢nico que no sienta que ha perdido un fragmento de su propia vida con la muerte de Isabel II, pero tambi¨¦n hallar un dolor como el que gener¨® la muerte de Lady Di
Una tragedia, en el sentido cl¨¢sico, requiere un conflicto y un error fatal que lleva a la destrucci¨®n del h¨¦roe. Lo que ocurri¨® hace casi exactamente 25 a?os, la muerte de Diana de Gales, fue una tragedia. Y el Reino Unido pareci¨® enloquecer durante aquel septiembre de histeria, cuando hubo quien llam¨® ¡°asesina¡± a Isabel II. Lo de ahora no es tr¨¢gico ni cat¨¢rtico: es triste, m¨¢s ¨ªntimo, mucho m¨¢s digno. M¨¢s ingl¨¦s, puestos en estereotipos. Cuesta encontrar un brit¨¢nico que no sienta que ha perdido un fragmento de su propia vida. Tambi¨¦n cuesta encontrar a alguien que muestre un dolor desgarrado.
La muerte de Isabel II no solo constituye una despedida penosa, el adi¨®s a una mujer que siempre estuvo ah¨ª, s¨®lida, disciplinada y ejemplar. Con ella se cierra un largu¨ªsimo cap¨ªtulo de la historia brit¨¢nica, dentro del cual nunca dejaron de brillar la resistencia frente a los ej¨¦rcitos nazis y la victoria del 8 de mayo de 1945, la ¨²ltima gran victoria de lo que fue el mayor imperio del mundo. Y tambi¨¦n el ¨²nico d¨ªa, el ¨²nico en 96 a?os de vida, en que la joven Lilibet pudo mezclarse con las multitudes entusiastas.
Y, sin embargo, la vida sigue. Las cosas son como de costumbre en cuanto uno se aleja de la peque?a multitud de Buckingham. No se percibe ning¨²n tsunami emocional. Tal vez est¨¦ form¨¢ndose una ola larga que romper¨¢ dentro de un tiempo. Qui¨¦n sabe. Los d¨ªas en que el cuerpo de quien fue Isabel II permanecer¨¢ expuesto para recibir la despedida de sus s¨²bditos ser¨¢n, con toda probabilidad, la ocasi¨®n para constatar la importancia (pol¨ªtica, social, incluso psicol¨®gica) de la reina desaparecida.
?Qu¨¦ har¨ªa usted si estuviera ahora en Londres? Seguramente se acercar¨ªa al Palacio de Buckingham, un caser¨®n tan feo como impresionante, como pensaba hacer el viernes una pareja estadounidense reci¨¦n llegada desde San Francisco. ¡°Es una gran casualidad¡±, dice ¨¦l, Frank, ¡°y una oportunidad de vivir un momento hist¨®rico, de poder decir durante el resto de nuestras vidas (ambos est¨¢n jubilados y rondan la setentena) que estuvimos ah¨ª y nos despedimos personalmente de una gran figura mundial¡±.
Puestos en oportunidades, es muy raro observar sobre Buckingham la bandera brit¨¢nica a media asta. Se vio por primera vez d¨ªas despu¨¦s de la muerte de Diana. Se vio brevemente tras la muerte de Isabel II, hasta ser sustituida por la insignia real cuando Carlos III lleg¨® este viernes al palacio desde Escocia. Salvo en estas circunstancias excepcionales, sobre Buckingham solo ondea la insignia real, con leones y un arpa, si el monarca est¨¢ en casa, y queda un m¨¢stil desnudo si no est¨¢. La insignia real jam¨¢s se ve a media asta, porque el trono nunca queda vac¨ªo.
Retrocedamos de nuevo 25 a?os atr¨¢s. Cuando Diana muri¨®, su imagen se multiplicaba en los escaparates de las librer¨ªas: todo lo que se refer¨ªa a ella se exhib¨ªa y se vend¨ªa. En la Waterstones de Trafalgar Square, a 10 minutos a pie de Buckingham, hay dos libros sobre Isabel II en un peque?o estante alejado de la puerta, rodeados por un cuento de Peppa Pig y un almanaque de dibujos de puentes londinenses. En el escaparate de la m¨ªtica Foyles de Charing Cross no hay expuesto ning¨²n libro sobre la reina difunta.
Acaso el secreto consista en que lo fue todo y no fue nada. Mejor dicho: era el espejo en que los brit¨¢nicos (y no solo los brit¨¢nicos, recordemos que reinaba sobre 15 pa¨ªses y, de alguna forma, sobre los 54 de la Commonwealth) se miraban para verse m¨¢s dignos, m¨¢s firmes, m¨¢s estoicos. Desde un cierto punto de vista, m¨¢s brit¨¢nicos.
Otra cosa que podr¨ªa hacer usted en Londres es tomar una pinta en un pub. La gente suele hablar m¨¢s relajada con un vaso en la mano. Uno visita algunos pubs que frecuent¨® en otra ¨¦poca, lugares como el Coach and Horses o el Bunch of Grapes, y escucha risas, voces altas. Como si no pasara nada. Pero pasa.
¡°Yo la cre¨ªa inmortal, en serio¡±, dice medio en broma un parroquiano treinta?ero. ¡°Ahora tenemos un rey nuevo, un se?or mayor un poco rarito¡± (¡°Pondr¨¢n su cara en los billetes y las monedas, ?te imaginas?, ser¨¢ como pagar en divisa falsa¡±, le interrumpe, ri¨¦ndose, un compa?ero de barra), ¡°y una nueva primera ministra y, no s¨¦, todo pinta mal¡±. R¨¢pidamente, se forma un consenso: el rostro de Isabel II deber¨ªa seguir ilustrando la libra esterlina ¡°como toda la vida¡±. Como desde hace 70 a?os, para ser precisos.
Las frases cabalgan unas sobre otras. ¡°?Te das cuenta? A principios de semana despide a Boris [Johnson] y nombra otra primera ministra, luego se pone mal, nos enteramos, nos hacemos a la idea durante unas horas y el jueves se muere, sin sorpresa, pero sin agon¨ªa larga, ?hasta su muerte est¨¢ bien hecha!¡±. ¡°La mejor, t¨ªo, la mejor¡±, dice uno alzando la pinta. ¡°Que dios la bendiga y que nos proteja a nosotros, porque esta inflaci¨®n va a matarnos¡±, dice otro. ¡°Este pa¨ªs se va al garete desde hace tiempo, la miseria se ve en la calle¡±, redunda una joven.
Los reyes brit¨¢nicos que llegaron muy mayores al trono no funcionaron. Guillermo IV, coronado a los 64 a?os en 1830, fue activo y bienintencionado, pero tuvo un reinado impopular. Eduardo VII recibi¨® la corona en 1901 con 59 a?os y rein¨® en permanente crisis constitucional. Jorge IV, rey a los 57 a?os (1820), fue sistem¨¢ticamente desastroso. El gran patriarca constitucional brit¨¢nico, Walter Bagehot (1826-1877), dijo que para llegar a ser un buen rey conven¨ªa ce?irse joven la corona. Carlos III es rey con casi 74 a?os.
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