En Beirut cada uno se busca la energ¨ªa como puede
La empresa estatal libanesa solo proporciona una o dos horas de electricidad diarias. El resto depende de caros generadores privados o placas solares que no todos pueden pagar
Cada noche, en Beirut, Jos¨¦e-Kim Arbajian y Ahmed Assaf se aseguran de que tendr¨¢n luz al d¨ªa siguiente, cada uno en su casa. La primera est¨¢ en Ras Al Nabaa, un barrio de clase media que alberga la Embajada de Francia; la segunda, sin electricidad, en Shatila, el campamento de refugiados palestinos tristemente famoso por la matanza de 1982. Arbajian, de 28 a?os, lo comprueba a trav¨¦s del m¨®vil. Una aplicaci¨®n le indica que, en efecto, las placas solares que compr¨® su padre el pasado septiembre por 8.000 d¨®lares (7.520 euros) dan a¨²n para mucho. ¡°Ahora, durante el d¨ªa, puedo mantener todo encendido a la vez: la nevera, la televisi¨®n, el aire acondicionado¡ Solo cuando tienes las placas, piensas: ?c¨®mo he podido estar sin ellas tanto tiempo?¡±, asegura. Desciende de armenios que escaparon a principios del siglo pasado del genocidio del Imperio Otomano y acabaron teniendo en Beirut todo el edificio (de 13 apartamentos) y una empresa de piezas de maquinaria pesada.
Assaf, mientras, se encarga de que la bater¨ªa del coche de su socio le proporcione luz al d¨ªa siguiente cuando caiga el sol. Cuando acaba su jornada como instalador de ascensores, quita la bater¨ªa del veh¨ªculo, la sube a casa, la coloca en un alto y la conecta a una min¨²scula y tenue bombilla LED. ¡°Tengo dos bombillas, una en cada habitaci¨®n. Si engancho la bater¨ªa a una, me da para 48 horas; si la engancho a las dos a la vez, para 24¡å, explica. El tel¨¦fono m¨®vil lo carga en una cafeter¨ªa amiga.
Es uno de los miles de parias que absorbe desde hace a?os el campamento de Shatila, principalmente refugiados sirios como ¨¦l, pero tambi¨¦n iraqu¨ªes, ceilandeses, filipinos y mismos libaneses. Cuenta que tiene 41 a?os y que sali¨® de prisi¨®n el pasado mayo, tras cumplir cinco a?os de pena por una negligencia que conllev¨® a la muerte de su hijo. Alquila solo un apartamento sin luz ni gas. Su esposa seguir¨¢ entre rejas, hasta 2024. Tambi¨¦n su hijo de cuatro a?os, que naci¨® en la prisi¨®n y al que a¨²n no conoce, relata.
El derrumbe de L¨ªbano ha provocado un s¨¢lvese quien pueda que est¨¢ dejando a¨²n m¨¢s al descubierto qui¨¦nes pueden y qui¨¦nes no. El pa¨ªs (6,9 millones de habitantes) atraviesa desde 2019 una crisis econ¨®mica ¨Dpotenciada por la pandemia y la explosi¨®n en el puerto de Beirut¨D que el Banco Mundial incluye entre las tres peores del mundo desde mediados del siglo XIX. Un 80% de la poblaci¨®n est¨¢ por debajo del umbral de la pobreza, la moneda ha perdido el 95% de su valor y la deuda p¨²blica supone el 180% del PIB. Un corralito bancario impide a la poblaci¨®n retirar m¨¢s de 100 d¨®lares por semana de la propia cuenta.
En estos tres ¨²ltimos a?os, los libaneses no solo se han especializado en consultar las p¨¢ginas web que recogen el tipo de cambio real en el mercado de su moneda respecto al d¨®lar. Tambi¨¦n han hecho un cursillo acelerado sobre suministro el¨¦ctrico. T¨¦rminos t¨¦cnicos como amperios o inversor de corriente dominan hoy las conversaciones cotidianas.
Los cortes el¨¦ctricos no son nuevos en L¨ªbano. La red nunca se recuper¨® de la guerra civil (1975-1990) y es claramente disfuncional: en un pa¨ªs con 300 d¨ªas de sol al a?o, solo el 1% de la energ¨ªa estatal procede de placas. El 95%, de la quema de combustible. Pero ahora, con la desaparici¨®n del Estado (su el¨¦ctrica solo ofrece ya entre una y dos horas de luz al d¨ªa), los ciudadanos han quedado en manos de proveedores privados que venden amperios a un precio opaco y cambiante que var¨ªa en funci¨®n del barrio. Es el conocido como ishtirak (suscripci¨®n): grandes generadores que alimentan un edificio, o una manzana, y se pueden ver en las esquinas.
En este contexto, los tejados de L¨ªbano se est¨¢n llenando de placas solares de particulares. El bum tiene poco que ver con el medioambiente y mucho con la autonom¨ªa que aportan frente a los elevados precios que imponen las ¡°mafias¡± de los generadores ¨Dcomo muchos las llaman¨D y con la sensaci¨®n de que la crisis va para largo y, por tanto, la inversi¨®n acabar¨¢ amortizada.
En la carrera por pasarse a la energ¨ªa solar, se han generalizado los enga?os y la venta como nuevas de placas de segunda mano. Por eso, los Arbajian se decidieron por ocho de calidad suministradas por un proveedor de confianza que les hab¨ªan recomendado. Las placas no cubren todas las necesidades energ¨¦ticas de los 250 metros cuadrados que Jos¨¦e-Kim comparte con su hermano y que suele tener para ella sola y su perro Izzy. Por eso, sigue necesitando el generador privado. Comparte con su padre 22 amperios, m¨¢s de lo que pueden pagar bastantes familias con hijos. En este barrio, cinco amperios cuestan 100 d¨®lares.
¡°Si en el futuro aumenta la electricidad que ofrece el Gobierno, si Dios quiere, ahorraremos mucho de lo que pagamos al generador. Pero la asunci¨®n al comprar las placas ha sido que esto solo va a ir a peor, que el combustible se va a encarecer. Qui¨¦n sabe si un d¨ªa nos dicen de repente que cinco amperios valen 200 d¨®lares. O, no s¨¦, que el generador solo da para cinco horas al d¨ªa¡±, explica. Su mano como arquitecta y dise?adora de interiores y de producto se intuye en los peque?os y elegantes detalles de la decoraci¨®n, con muebles y colores cl¨¢sicos.
Su padre Joseph, viudo y de 67 a?os, vive en el otro apartamento de la misma planta. Hubo una ¨¦poca en la que, tras ser hospitalizado, pagaba dos suscripciones a generadores privados, para asegurarse de que no fallar¨ªa la bombona de ox¨ªgeno. ¡°Mi vida es mejor ahora, pero no podemos ser ego¨ªstas y pensar solo en nosotros. El pa¨ªs se est¨¢ asfixiando¡±, se lamenta.
Pagar el generador (2,5 amperios a 80 d¨®lares en Shatila) ni siquiera pasa por la mente de Ahmed Assaf. Su casa directamente est¨¢ desconectada de la red de nudos imposibles de cables que cruzan las estrechas calles de esta zona entre j¨®venes consumiendo droga.
Assaf asegura que la mitad de los 260 d¨®lares que cobra al mes van a su primera esposa, porque fue condenado ¨Djunto con su actual pareja¨D por provocar con su negligencia la muerte del hijo que ten¨ªan. Solo paga, como favor, 40 d¨®lares de alquiler por un apartamento en un callej¨®n en absoluta oscuridad al que llega ayudado por la linterna del m¨®vil.
Mont¨®, con tablones abandonados, los dos ¨²nicos muebles de madera del apartamento: un armario de contrachapado y unas baldas. Para cocinar, utiliza un viejo gas de camping. ¡°Preparo cosas muy simples para que no consuma¡±, aclara. Como tampoco puede tener nevera, tira m¨¢s de productos baratos que aguantan bastante sin fr¨ªo, como tomates, ajos, encurtidos t¨ªpicos de Oriente Pr¨®ximo y samne, una mantequilla clarificada. ¡°Antes de entrar en prisi¨®n alquilaba una casa. Tambi¨¦n aqu¨ª, pero estaba bien, ten¨ªa de todo. Ya no queda nada de eso. Todo ha sido robado o revendido¡±, asegura con lentitud y la mirada perdida.
Assaf cuenta que huy¨® de su ciudad en Siria, la castigada Hama, en 2015, uno de los peores a?os de la guerra que estall¨® cuatro a?os antes. ¡°Al principio, iba y ven¨ªa, hasta que destruyeron mi casa. Me qued¨¦ sin nada¡±, cuenta. Sabe que el Gobierno liban¨¦s retom¨® el pasado octubre un plan ¨Ddetenido por la pandemia y criticado por ONG de derechos humanos¨D para promover el regreso voluntario a Siria de los refugiados (1,5 millones, seg¨²n la cifra oficial). Solo unos pocos miles se han sumado. La mayor¨ªa, como Assaf, no quiere: ¡°Tengo hermanas y hermanos all¨ª, y a veces me dicen que vaya. Pero s¨¦ que no tienen sitio para m¨ª¡ En realidad, no tengo nada a lo que volver¡±.
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