La litera de un albergue, la opci¨®n m¨¢s precaria para vivir bajo techo
Cientos de inmigrantes principalmente latinoamericanos en Madrid se instalan en estos hospedajes al no cumplir los requisitos para alquilar un piso
Lo ¨²nico que separa a Yesid Hern¨¢ndez, colombiano de 25 a?os, de las otras 20 personas con las que comparte la habitaci¨®n es una manta y una toalla que le sirven de cortinas. Desde hace tres meses vive en un colch¨®n hinchable instalado en la parte de abajo de una litera, en el cuarto m¨¢s grande del albergue Thirty One, en el distrito madrile?o de Chamart¨ªn. Costearse una habitaci¨®n en un piso est¨¢ fuera de su alcance: ¡°Alquilar, sin papeles, es un problema; a uno le piden n¨®mina, pero uno trabaja en negro. Y adem¨¢s le piden dos o tres meses de adelanto de fianza, ?Qui¨¦n va a pagar eso?¡±. Un albergue le da otro margen. Un buen mes, al final, le saldr¨¢ por menos de 300 euros, cerca de la mitad del precio medio de una habitaci¨®n dentro de la M-30.
El Thirty One funciona en las dos primeras plantas del n¨²mero 31 de la calle de Juan Bautista. Hay siete habitaciones, que pueden alojar a cerca de 80 personas. Algunas son mixtas, otras separadas por sexo y caben entre 6 y 22 personas por pieza. Albergues como este, que tradicionalmente dan cama y techo a viajeros de paso, son la ¨²ltima oportunidad para decenas de migrantes, principalmente latinoamericanos que viven en Madrid, pero a los que el mercado de la vivienda ha dejado fuera. Solo en Madrid funciona al menos una decena de ellos. Son el escal¨®n final: la ¨²ltima posibilidad de vivir bajo un techo y rodeado de cuatro paredes.
A las seis de la ma?ana resuenan algunas literas y se escucha correr el agua por las tuber¨ªas. Los clientes que trabajan m¨¢s temprano madrugan para evitar las filas en los dos ba?os y duchas que hay por piso. El ba?o del albergue no es muy distinto al de una casa, una ducha al lado del sanitario, pero por el que pueden pasar al menos 60 personas al d¨ªa. Denise Bastille, italiana de 29 a?os, lo agradece. En otros hostales en los que ha vivido, los ba?os eran salones amplios con varias duchas y sin privacidad.
Est¨¢ alojada en este desde marzo. Ella es musulmana, lleva manga larga y usa el velo isl¨¢mico, que ¨²nicamente se quita detr¨¢s de las mantas que cuelgan de la litera. Por eso, comparte la habitaci¨®n y el ba?o solo con mujeres. Guarda sus pertenencias en una taquilla, pero como estos no siempre est¨¢n disponibles, a veces las deja en un garaje que sirve como despensa y al que solo tiene acceso la recepci¨®n. Bastile asegura que est¨¢ acostumbrada a la convivencia, pero reconoce que vivir en un albergue es m¨¢s dif¨ªcil para una mujer. ¡°Una no sabe qu¨¦ tipo de chico se puede encontrar¡±, dice. Hace dos meses, un hu¨¦sped en estado de ebriedad se le acerc¨® con la excusa de pedirle un cigarro y luego le pidi¨® tener sexo. Hizo lo mismo con tres chicas m¨¢s hasta que llamaron a la polic¨ªa y lo detuvieron.
A este hospedaje nunca le faltan clientes, pese a las implacables rese?as que cientos de usuarios han dejado en internet: ¡°El peor hostel en el que he estado¡±, ¡°Parec¨ªa una entrada al inframundo¡±, ¡°Pongo una estrella porque no me deja poner menos¡±. Al final de la tarde en la sala comedor, una decena de inquilinos se agolpa y espera su turno para usar la cocina. ¡°Aqu¨ª usted llega despu¨¦s de las 20.30 y es la muerte¡±, bromea un hombre con otro que pregunta por el ¨²ltimo en la fila. Una repisa llena de provisiones, botellas de aceite, sal y otros alimentos, as¨ª como un refrigerador abarrotado de comida en tuppers para varios d¨ªas, dan cuenta de que hay hu¨¦spedes que no est¨¢n de paso.
En una acera tranquila de la calle del Padre Rubio, en Tetu¨¢n, se levanta la fachada de un edificio de tres plantas que pasa completamente desapercibida. Es Casa Sof¨ªa, otro de los albergues m¨¢s conocidos entre quienes viven de uno en otro. Hernandez vivi¨® dos meses ah¨ª antes de pasarse al Thirty One. No hay se?as que indiquen que se trata de un hospedaje. Solo un timbre junto a la puerta para anunciarse. Un escritorio desvencijado y una silla de pl¨¢stico funcionan como recepci¨®n. En la tercera planta ya no ubican a ning¨²n cliente que se vaya a hospedar por pocos d¨ªas: a ese piso solo tienen acceso un grupo de inmigrantes africanos que, seg¨²n varios hu¨¦spedes, llevan ya meses all¨ª instalados. Son ellos quienes principalmente utilizan la cocina, un cuarto de dos por dos en la segunda planta que desprende un olor potente a comida reposada.
La estancia est¨¢ hoy abierta para reservas, aunque en septiembre de 2021 fue desalojada por la Polic¨ªa Municipal y las autoridades sanitarias de Madrid por una plaga de chinches. Adem¨¢s, descubrieron que no contaba con licencia para esa actividad.
Hay otro pu?ado m¨¢s de albergues como ese repartidos por Madrid. H8, Oasis, Casa 18 y el m¨¢s conocido por todos: el N¨¢poles, en el distrito de Hortaleza, al que el Ayuntamiento le inici¨® expediente de cese y clausura porque no ten¨ªa la licencia de funcionamiento al d¨ªa. Tras incumplir la orden de cierre, la Agencia de Actividades lo sell¨® el pasado 26 de junio, pese al recurso de reposici¨®n que present¨® la propietaria. Todos estos hostales tienen algo en com¨²n: la figura de Liu Dongfei, a quien llaman ¡°la china¡± o ¡°Sof¨ªa¡±, que regenta la mayor¨ªa de ellos y quien est¨¢ en contacto permanente con las recepciones. La Escuela de Periodismo UAM-EL PA?S la contact¨®, pero la mujer rechaz¨® dar declaraciones, neg¨® que todos los hostales fueran de su propiedad y orden¨® a los encargados en esos hospedajes no dar m¨¢s informaci¨®n.
Varios de estos albergues los conoce bien Keyner Celis, colombiano de 30 a?os. Estuvo unos meses en Malta estudiando ingl¨¦s, pero como no consigui¨® el permiso de trabajo para quedarse all¨ª, tom¨® un vuelo de regreso a su pa¨ªs con escala en Madrid. A ¨²ltima hora, ya en Barajas, decidi¨® perderlo y buscarse la suerte en la capital espa?ola. Desde enero de este a?o vive en el Thirty One y es ahora uno de los que lleva m¨¢s tiempo ah¨ª. Se ha vuelto un cazador de tarifas en buscadores como Booking o Expedia. D¨ªas antes de que se le agote el tiempo que ya ha reservado entra con insistencia en esas plataformas: sabe que hay que navegar en ellas de madrugada, de lunes a jueves, y cuando encuentra noches hasta por nueve euros aprovecha para pagar un par de semanas del tir¨®n.
Celis ha acudido a algunas citas para ver habitaciones en pisos, pero, adem¨¢s de los requisitos para alquilar, siempre se enfrentaba al mismo escenario: ¡°Solamente encontraba cuatro paredes y la puerta; entraba y sab¨ªa enseguida que iba a ser un lugar donde uno iba a sufrir, donde no iba a compartir con nadie¡±. El hostel, en cambio, le ofrece otra cosa: una vida comunitaria. Para un inmigrante en un pa¨ªs ajeno eso puede valer m¨¢s que una habitaci¨®n propia.
La misma escena se repite cada noche en cualquiera de los albergues. Hoy, en la cocina del Thirty One, Hern¨¢ndez corta un pu?ado de cebollas, Celis lava unas alubias y una compa?era cocina un lomo de cerdo en una sart¨¦n. Hacer la despensa y preparar la cena juntos les ayuda a ahorrarse unos euros. Al guardar la comida en un mismo sitio corren menos riesgo de que alguien se la lleve sin permiso, algo que sucede com¨²nmente. Sobre todo con los huevos y la leche. Ella desata una bolsa que les hered¨® Ram¨®n, un antiguo hu¨¦sped, y encuentra un frasco nuevo de comino. Ram¨®n tambi¨¦n ayud¨® a Denise Bastile la primera noche en el albergue, le ense?¨® a usar la aplicaci¨®n de Milanuncios para encontrar ofertas laborales. Hern¨¢ndez confirma que en estos hospedajes se tejen las redes de trabajo, se hacen contactos. ¡°Aqu¨ª el trabajo que se consigue es voz a voz¡±, se?ala.
Bastile considera que las personas que llevan m¨¢s o menos el mismo tiempo que ella en el hospedaje son como una familia. ¡°Nos ayudamos; ahora pas¨® una chica, me pregunt¨® si hab¨ªa comido y me ofreci¨® algo para cenar¡±, relata. Celis conoci¨® ah¨ª a Andrea, una mujer colombiana que hoy es su pareja y con la que ahora duerme cada noche sobre el mismo colch¨®n hinchable dise?ado para una sola persona.
A la una de la madrugada, en una de las habitaciones del Casa Sof¨ªa, un colombiano y un peruano hacen lo imposible para inflar juntos un colch¨®n que parece tener una fuga. La luz blanca, penetrante, est¨¢ encendida y los dem¨¢s hu¨¦spedes se cubren la cabeza con la almohada para dormir. Hablan fuerte, uno de ellos lleva un par de semanas en Madrid y le aconseja al otro ir a buscar trabajo a la plaza El¨ªptica, donde suelen ubicarse latinos en busca de empleo. Quedan para ir al d¨ªa siguiente, juntos. Aunque se han conocido apenas hace un par de horas, no descartan seguir siendo vecinos de litera, y familia, por el tiempo que haga falta.
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