Un toro en la loma
Descansa ya en leyenda Fernando Valenzuela, callado jugador de Sonora que pon¨ªa los ojos en blanco al enroscar su cuerpo para cada lanzamiento desde el mont¨ªculo
Para los lectores peninsulares de este diario, el t¨ªtulo de esta columna parece anunciar la melanc¨®lica evocaci¨®n de aquel inmenso toro negro que vigilaba acechante las carreteras de Espa?a anunciando brandy Osborne. Sucede que para millones de mexicanos, otros tantos norteamericanos o japoneses del mundo entero y diferentes generaciones no hay m¨¢s toro en una loma que la figura ya intemporal de un jugador de b¨¦isbol llamado Fernando Valenzuela, con la rodilla derecha izada a la altura del coraz¨®n, ambos brazos en alto sobre la gorra con visera enrosc¨¢ndose en el tornillo anat¨®mico con el que se adrenalinaba el mundo entero segundos antes de lanza como misil una pelota de cuero sobre hilos enredados, costuras perfectamente interminables desde el centro de un diamante de c¨¦sped donde se reserva un mont¨ªculo de gloria para quienes se atreven a enfrentar en fila a los contrarios armados con un bate de s¨®lida madera con el veloc¨ªsimo empe?o de enga?arlos, tentarlos a que le peguen a la pelota y sus costuras.
Dicen que el Toro Valenzuela ha muerto en v¨ªsperas de la so?ada repetici¨®n de una Serie Mundial de su equipo, los Dodgers de Los ?ngeles, contra los llamados Bombarderos del Bronx, oficialmente Yankees de New York. Para quien no entienda de estas matem¨¢ticas habr¨ªa que metaforizar el evento como la Champions del F¨²tbol Europeo, la Copa Am¨¦rica, el Super Bowl de quienes juegan con casco, Wimbledon y un mano a mano en la Monumental de Las Ventas todo junto. Es la leche, como dicen en Malasa?a o Lavapi¨¦s y para M¨¦xico se trata ya de una de las m¨¢s honrosas p¨¢ginas de la historia, pues un joven de 20 a?os nacido en Echohuaquila, Sonora lleg¨® hace casi medio siglo a conquistar los m¨¢ximos galardones del deporte inexplicable con s¨®lo la habil¨ªsima potencia con la que su brazo izquierdo lanzaba la entra?able pelota blanca de costuras en rojo como si le tirara piedras a los venados en el desierto de su cuna.
El Toro Valenzuela lleg¨® a Dodgers de Los ?ngeles sin hablar el otro idioma que se acostumbra en Gringolandia y con la ilusi¨®n tan psicod¨¦lica como si fuera el personaje de la gran novela El amante de Janis Joplin, de ?lmer Mendoza, donde la vida misma depende de la capacidad para lanzar curvas en vez de rectas contra quienes nos amenazan con un tolete o bien pegarle a una serpentina impredecible con el af¨¢n de hacerla volar por la estratosfera, lejos del diamante de pasto verde y tan cerca de las estrellas.
Valenzuela fue novato del a?o desde el d¨ªa que debut¨® y gan¨® el premio al mejor lanzador de esa m¨¢gica trigonometr¨ªa que llamamos beisbol, tan del alma gringa pero tambi¨¦n del Caribe entero y de M¨¦xico de p¨¦ a p¨¢ y de Venezuela y de cualquier lugar donde alg¨²n loco decide triangular un cuadrado de campo f¨¦rtil para trazar las pistas en cal que unen cuatro puntos cardinales con el af¨¢n de recorrerlas corriendo o bien andando seg¨²n el batazo que conecte o no con la pelotita. Seg¨²n Octavio Paz (en voz de David Huerta cuando lo imitaba) el llamado jonr¨®n ¡°representa el regreso a ?taca) y esa guinda que consiste en lograr con un batazo que la pelota vuele hasta las gradas tambi¨¦n lo lorg¨® en memorables ocasiones el Toro de M¨¦xico aunque su vocaci¨®n y maestr¨ªa consist¨ªa en lo defensivo: lanzar obuses con ingenio y enga?o, velocidad y destreza de manera que NADIE le pegara a sus pelotas.
Me da tristeza que una leyenda inaugura su eternidad casi a la misma edad con la que intento escribir este homenaje, aunque no es secreto que mi equipo es precisamente el rival eterno de los Dodgers de Los Angeles. Mi padre me llev¨® de la mano al estadio RFK de Washington, D. C. el d¨ªa que se ejecut¨® el ¨²ltimo partido de los Senadores de la capital americana y jam¨¢s olvidar¨¦ que el p¨²blicos enloquecido no permiti¨® que se jugara la totalidad del juego al saltarse a la cancha (como lo provoc¨® Belmonte en Madrid) y robarse literalmente las cuatro almohadillas que serv¨ªan como bases del tri¨¢ngulo m¨¢gico y hubo quienes arrancaron pedazos de c¨¦spedo o hilos de pasto y los jugadores donaron a la fuerza los guantes con los que se cubren las manos para poder atrapar la bola r¨¢pida y desaparecieron gorras y mucha historia¡ y desde esa noche pas¨¦ a las filas de los Yankees de New York por varias razones de peso: es el ¨²nico equipo que juega con uniforme a las finas rayas (lo cual provoca que m¨¢s de un madrile?o crea que juegan en pijama) para que se viera m¨¢s delgado el eterno Babe Ruth, regordete inmortal como un Bienvenida.
El beisbol es un juego que se tiene que explicar vivi¨¦ndolo. Comparte con el tennis en el detalle de que no hay tiempo l¨ªmite para su desarrollo. Aqu¨ª no hay pitazo final ni minutos de compensaci¨®n. Se juega hasta que uno de los dos equipos termina arriba en el marcador, habiendo desfilado todos al bate y altern¨¢ndose en llamadas entradas para cubrir el p¨¢ramo verde, el llano en llamas hacia donde se dirigen la mayor¨ªa de las bolas impactadas. El beisbol es Paul Auster y George Plimpton, Don Delillo y Gershwin en Azul, es la licuadora del siglo XX allende el Bronx y Brooklyn, coraz¨®n de La Habana y rugido en Caracas. Es el ¨²nico ritual a¨²n sin sangrar en Sinaloa por el respeto irrestricto a su equipo de Tomateros y el vac¨ªo que qued¨® en la Ciudad de M¨¦xico cuando cerraron el Parque Delta, pero es tambi¨¦n el viejo estadio de Detroit y la conquista del Oeste cuando los Dodgers se fueron de Brooklyn para Los Angeles y los Gigantes dejaron Polo Grounds para asentarse en San Francisco y es la pelota que curvea y el batazo que resue?a como quien abre una Coca Cola helada par acompa?ar el en¨¦simo Hot Dog de estadio, de los que miden medio metro y se combinan con un pretzel, cacahuates con palomitas de ma¨ªz y ya toda la fritanga del mundo como para justificar que el m¨¢ximo campeonato se llame Serie Mundial por la diversidad ¨¦tnica y cultural de los guerreros que se juegan el destino sobre el diamante.
Ayer por azar y sinton¨ªa con el fantasma de Fernando Valenzuela los Dodgers de su Los Angeles vencieron con un solo ramalazo a mis Yankees de New York en el primer juego de la serie que decidir¨¢ qui¨¦n reinar¨¢ durante un a?o. Sucede que la jugada milagrosa fue un batazo de un ¨ªdolo angelino tan gringo como rubio que logr¨® conectar una pelota lanzada por un lanzador (inexplicable sustituto de quien llevaba ganado el partido para mis Yankees) y su meteoro termin¨® en las gradas electrizadas de euforia, remolcando al regreso a ?taca (tambi¨¦n llamado Home en ingl¨¦s) a tres compa?eros que yo deseaba que se quedaran n¨¢ufragos en sus respectivas bases¡exactamente a las 8.47, hora local, finalizando el juego a la misma hora y segundos de un batazo id¨¦ntico hace casi medio siglo, cuando el Toro Valenzuela reci¨¦n llegaba a conquistar el mundo como pelota de costuras en hilo rojo.
Descansa ya en leyenda Fernando Valenzuela, callado jugador de Sonora que pon¨ªa los ojos en blanco al enroscar su cuerpo para cada lanzamiento desde el mont¨ªculo¡ como quien mira hacia las estrellas sabedor de que hay un campo de sue?os impalpable e intemporal donde juegan las leyendas sin horario, donde ahora lo reciben en ovaci¨®n interminable y donde imagino que mi padre me volver¨¢ a llevar de la mano para la maravillosa contemplaci¨®n de los m¨¢s preciadas ilusiones.
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