El menosprecio del pueblo
La profunda desconfianza de las ¨¦lites pol¨ªticas hacia las opiniones de los ciudadanos se ha mantenido a lo largo de amplios periodos de la historia de Espa?a. Su alcance se aprecia a veces en los rasgos m¨¢s superficiales
Hay un rasgo distintivo de la pol¨ªtica espa?ola que, con las modulaciones propias de cada ¨¦poca, se mantiene a lo largo de amplios periodos hist¨®ricos. Me refiero a la profunda desconfianza de las ¨¦lites pol¨ªticas hacia el pueblo llano, como si este fuera fuente de peligros constantes para la estabilidad del sistema. El supuesto siempre es el mismo: si no se encauzan y filtran las demandas populares, la pol¨ªtica se vuelve inestable e impredecible. Los pol¨ªticos deben encargarse de vigilar y contener las presiones que vienen de abajo.
En los casos m¨¢s extremos, las ¨¦lites han considerado que la ciudadan¨ªa no deber¨ªa tener voz en los asuntos p¨²blicos y, en consecuencia, hemos experimentado extensos periodos autoritarios; en los casos m¨¢s benignos, con reg¨ªmenes liberales o democr¨¢ticos, el protagonismo del pueblo ha estado siempre sometido a limitaciones de muy diverso tipo, fruto de la desconfianza a la que he hecho referencia.
Los historiadores que estudian el siglo XIX han insistido en el miedo al pueblo de los liberales espa?oles, especialmente de los moderados, pero tambi¨¦n de los progresistas. En los momentos en que se produc¨ªa un vac¨ªo de poder como consecuencia de levantamientos o pronunciamientos, se formaban juntas revolucionarias en las ciudades y las provincias (as¨ª sucedi¨® en 1808, 1820, 1836, 1840, 1854 y 1868). De forma sistem¨¢tica, se colocaban al frente de tales juntas los notables locales, con la indisimulada intenci¨®n de frenar las demandas populares y salvaguardar el sistema ante la posibilidad de cambios radicales. El objetivo era controlar a unas masas que las ¨¦lites siempre percib¨ªan enfurecidas, incontroladas y peligrosas. Aunque en ausencia de presi¨®n popular los pronunciamientos habr¨ªan quedado sin efecto, tan pronto como se produc¨ªa el cambio en el poder, las masas volv¨ªan a un papel secundario y subalterno.
Jos¨¦ Luis Villaca?as ha elevado este argumento a categor¨ªa general. En su opini¨®n, el sesgo elitista se remonta a muchos siglos atr¨¢s: dicho sesgo se traduce en ¡°la desconfianza respecto del propio pueblo, una que presenta la clase pol¨ªtica espa?ola a lo largo de toda su historia, lastrando su sentido de la democracia¡±.
Con la llegada de la democracia en 1977, se dio un salto definitivo hacia adelante en cuanto a participaci¨®n popular, pero a¨²n pueden advertirse tics de desconfianza o menosprecio al pueblo. Por ejemplo, en el debate constituyente, se form¨® un frente com¨²n entre UCD, PSOE y PCE para reforzar cuanto fuera posible el papel de los partidos pol¨ªticos, en muchas ocasiones en detrimento de la ciudadan¨ªa. Curiosamente, fue la Alianza Popular de Manuel Fraga, que en aquella ¨¦poca se defin¨ªa como un partido populista, quien defendi¨® mecanismos institucionales que permitieran intervenir a la ciudadan¨ªa en el proceso pol¨ªtico. Por ejemplo, Fraga abog¨® por que cualquier reforma constitucional, por nimia que fuera, tuviera que ser sometida a refer¨¦ndum, algo que no acept¨® el resto de los partidos y que hizo posible que, en 2011, la reforma del art¨ªculo 135, sobre los l¨ªmites de d¨¦ficit y la prioridad del pago de la deuda p¨²blica, pudiera ser aprobada mediante un pacto entre los dos grandes partidos, PSOE y PP, sin contar con la ratificaci¨®n ciudadana. Asimismo, Fraga intent¨®, tambi¨¦n sin ¨¦xito, introducir una iniciativa popular de reforma constitucional e incluso el refer¨¦ndum abrogativo (a semejanza de Italia).
El frente formado por UCD, PSOE y PCE termin¨® configurando una democracia muy encorsetada en la que la ciudadan¨ªa vota en elecciones y disfruta de derechos y libertades, pero tiene poco margen para la iniciativa y la participaci¨®n en el proceso pol¨ªtico. Tras la aprobaci¨®n de la Constituci¨®n de 1978, hubo una fuerte desmovilizaci¨®n y el tejido asociativo, que hab¨ªa llegado a ser denso en el tardofranquismo y la Transici¨®n, se fue perdiendo (fueron los a?os del llamado desencanto). S¨²mese a todo lo anterior que el Estado espa?ol, a trav¨¦s de sus procedimientos administrativos, se dirige al ciudadano desde la desconfianza m¨¢s absoluta, casi con la presunci¨®n de que la persona, por el hecho de solicitar cualquier tr¨¢mite, tiene una intenci¨®n dolosa.
Con el paso del tiempo, los partidos de la democracia se fueron volviendo impermeables. Se blindaron frente a la ciudadan¨ªa y, tras la crisis de 2008, aprobaron ajustes y reformas altamente impopulares y con consecuencias sociales graves. En esos a?os, el establishment elogiaba al pol¨ªtico que, actuando como hombre de Estado, se desentend¨ªa de las preferencias ciudadanas y proced¨ªa con la determinaci¨®n que aconsejaban los t¨¦cnicos y expertos. Parec¨ªa suponerse que las reformas estructurales tendr¨ªan efectos m¨¢s profundos cuanto m¨¢s impopulares fueran. Pero todo aquello produjo un hartazgo generalizado de la ciudadan¨ªa que llev¨® a que tanto PP como PSOE perdieran en alg¨²n momento a uno de cada dos votantes con respecto a los tiempos dorados. No deja de ser ir¨®nico que el resultado ¨²ltimo haya sido opuesto al que quer¨ªan las ¨¦lites: el pa¨ªs se fragment¨® y bloque¨® y, de hecho, apenas ha habido reformas institucionales en la ¨²ltima d¨¦cada.
Por supuesto, encaja aqu¨ª el an¨¢lisis cr¨ªtico de la Transici¨®n que ha realizado Robert Fishman en su libro Pr¨¢ctica democr¨¢tica e inclusi¨®n: la construcci¨®n de la democracia mediante reformas lanzadas desde el propio Estado y mediante acuerdos entre ¨¦lites dio lugar a un sistema pol¨ªtico menos inclusivo de lo que podr¨ªa o deber¨ªa haber sido, como muestra, por lo dem¨¢s, la comparaci¨®n con la democratizaci¨®n portuguesa, que sale mejor parada. Fishman incide en la poca receptividad del poder pol¨ªtico hacia las reivindicaciones ciudadanas y la indiferencia, cuando no el menosprecio, hacia la protesta popular.
A veces conviene fijarse en rasgos m¨¢s superficiales para advertir el alcance de este menosprecio. A mi juicio, no resulta disparatado considerar que la raz¨®n ¨²ltima por la que en Espa?a se impuso un confinamiento especialmente severo en la primavera de 2020 (los ni?os encerrados, prohibici¨®n de salir a dar un paseo o hacer deporte al aire libre, cierre de parques, la imposibilidad de despedirse de los fallecidos) tuvo mucho que ver con el prejuicio de las ¨¦lites de que a los espa?oles hay que atarles corto porque tienden a la anarqu¨ªa y la desobediencia. En otros pa¨ªses europeos, tambi¨¦n fuertemente golpeados por la pandemia, las restricciones no fueron tan ¡°ciegas¡± y se permiti¨® una mayor autonom¨ªa ciudadana.
Entrados ya en terrenos menos enjundiosos, creo que la idea principal que he ido perfilando en este art¨ªculo nos permite entender mejor por qu¨¦ un incidente en apariencia banal como la decisi¨®n de elegir la canci¨®n que representa a Espa?a en Eurovisi¨®n se ha transformado en una pol¨¦mica may¨²scula. Un complej¨ªsimo y alambicado procedimiento de decisi¨®n ha propiciado un aparatoso choque de legitimidades entre las preferencias populares y las de un jurado formado por cinco profesionales. La opini¨®n de los cinco del jurado contaba un 50% de la decisi¨®n final, un 25% se reservaba al llamado televoto espont¨¢neo y un 25% era ¡°demosc¨®pico¡± (encuesta a una muestra de 350 espa?oles que siguieron las actuaciones). A pesar de que hab¨ªa un grupo preferido del p¨²blico, se acab¨® imponiendo el criterio del jurado, lo que ha provocado una oleada de indignaci¨®n y decepci¨®n de muchos ciudadanos, que han concluido que su opini¨®n no se ha respetado. ?No es acaso la ¨²ltima y en¨¦sima manifestaci¨®n del desprecio de la ¨¦lite a la ciudadan¨ªa?
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