?D¨®nde podemos llevarle flores?
Las condenas por los delitos cometidos en Campo de Mayo, el mayor centro clandestino del Ej¨¦rcito en la dictadura argentina, aliviaron a las familias, pero estas siguen sin saber d¨®nde est¨¢n los suyos
¡°Voy a dar mi testimonio en representaci¨®n de mi esposo recientemente fallecido, hermano del desaparecido Alberto Luis Bedia¡±. As¨ª empezaba la declaraci¨®n de mi mam¨¢ en el juicio conocido como megacausa por los cr¨ªmenes de lesa humanidad cometidos en la Zona de Defensa IV, a cargo del Comando de Institutos Militares de Campo de Mayo.
Estaba sentada frente a tres jueces que la escucharon narrar el secuestro de su cu?ado en septiembre de 1976. Yo ve¨ªa c¨®mo jugaba con su alianza, la giraba para un lado y para el otro. Por momentos se le entrecortaba la voz: ¡°se lo llevaron en pijama¡±, cont¨®. Le ofrecieron un vaso de agua y sigui¨® adelante con el relato de aquella noche y de los a?os que siguieron. Se pod¨ªa ver el dolor en el movimiento de sus manos.
Con mi hermana, est¨¢bamos sentadas en la fila de atr¨¢s, junto a muchas otras personas que, como nosotras, acompa?aban a sus familiares para abrazarlos y aplaudirlos despu¨¦s de que testimoniaran, fuera de la sala de audiencias. Los abrazos, por el amor, y los aplausos, por haber dado un paso m¨¢s, despu¨¦s de tantos a?os. No deber¨ªa ser mi mam¨¢ la que declarara, pero mi pap¨¢ falleci¨® antes de que empezase el juicio, despu¨¦s de muchos a?os de esperarlo. Ella ten¨ªa miedo de hacerlo mal, de olvidarse nombres, fechas, detalles importantes. Le dije que no se preocupara, que para eso estaban los abogados y abogadas que conoc¨ªan bien los casos, para preguntarle cualquier cosa que ella no recordase. Este juicio tendr¨ªa que haber empezado muchos a?os antes.
Mi mam¨¢ se qued¨® tranquila, porque sabe que, adem¨¢s de ser su hija, hace m¨¢s de 13 a?os que trabajo como abogada en juicios de lesa humanidad. Desde la reapertura de los juicios en Argentina, gracias a la anulaci¨®n de las leyes de obediencia debida y punto final, muchas veces me toc¨® hacer preguntas a v¨ªctimas y a imputados. Muchas veces prepar¨¦ alegatos y festej¨¦ sentencias como la del juicio por el Plan Sistem¨¢tico de apropiaci¨®n de ni?os, en el que trabaj¨¦ junto a la querella del equipo jur¨ªdico de Abuelas de Plaza de Mayo y logramos que se condenara a Jorge Rafael Videla y a las altas c¨²pulas de la dictadura c¨ªvico militar por su responsabilidad en la apropiaci¨®n de los ni?os. Pero esta vez es distinto. Por primera vez me toc¨® estar sentada en el p¨²blico como familiar. No sab¨ªa c¨®mo sentarme ni qu¨¦ hacer con los brazos. Ten¨ªa un cuaderno, estoy acostumbrada a tomar notas. Escrib¨ª: declara mam¨¢. Escrib¨ª el apellido de mi pap¨¢, que es el de mi t¨ªo desaparecido y el de mi hermana. Y el m¨ªo.
Cuando era chica, mi abuela me mostraba el cuarto de mi t¨ªo y yo le ped¨ªa que jug¨¢ramos ah¨ª. Me contaron la historia muchas veces, pero yo siempre preguntaba lo mismo, lo que m¨¢s me costaba entender: ?d¨®nde est¨¢ ahora? ?D¨®nde podemos llevarle flores?
Nunca pudieron decirme.
Para el aniversario de los 40 a?os de su secuestro y del de otros tres trabajadores de la empresa D¨¢lmine-Siderca ¡ªhoy grupo Techint¡ª, c¨®mplice de la dictadura; colocamos una baldosa por la memoria en la puerta de la casa de mis abuelos, desde donde se lo llevaron, a la fuerza y en pijama. Mi pap¨¢ se confund¨ªa y a la baldosa le dec¨ªa l¨¢pida.
Nunca tuvimos noticias despu¨¦s de ese 22 de septiembre de 1976. S¨®lo algunas versiones que hoy, y a¨²n despu¨¦s del juicio, no pudimos corroborar: ¡°No resisti¨® a la tortura y le pegaron un tiro en el Tolueno (f¨¢brica militar con asiento en la Ciudad de Campana, en la que operaba el ?rea conjunta 400). Lo vieron en Campo de Mayo y en unos d¨ªas lo van a largar¡±, dijo un llamado an¨®nimo en la noche de Navidad de 1976.
Lo que s¨ª supimos, gracias al trabajo de reconstrucci¨®n de datos que hicimos junto a muchas otras v¨ªctimas y familiares de desaparecidos, fue que mi t¨ªo le cont¨® a un compa?ero de la f¨¢brica que, gracias a su trabajo en el ¨¢rea administrativa, se hab¨ªa enterado de que en la empresa circulaba una lista con ¡°personas que molestaban¡± y que ten¨ªa miedo de integrarla, porque se dec¨ªa que varios de los secuestrados hab¨ªan formado parte de esa lista.
A los pocos d¨ªas del secuestro, mi pap¨¢ se entrevist¨® con uno de los directivos de la f¨¢brica, para pedirle que le conservaran el puesto de trabajo, ya que su ausencia se deb¨ªa a que hab¨ªa sido secuestrado. La semana siguiente lleg¨® a su domicilio el telegrama de despido, que fue integrado al expediente junto a todos los telegramas de despido que durante esos a?os la empresa enviaba a los domicilios de los desaparecidos.
El d¨ªa que me avisaron que arrancaba el juicio estaba con mi hija, que en ese momento ten¨ªa siete a?os y me acompa?aba a hacerme unos an¨¢lisis de sangre y orina relacionados con mi segundo embarazo. Despu¨¦s de leer el mensaje que indicaba la fecha de inicio, le cont¨¦ que finalmente arrancar¨ªa el juicio que tanto esper¨¢bamos. Ella me abraz¨® y dijo: ¡°Ahora s¨ª vamos a saber d¨®nde lo llevaron a tu t¨ªo¡±. Cuando me llamaron desde el consultorio volqu¨¦ el frasco de pis y tuve que repetir los estudios al d¨ªa siguiente.
Al poco tiempo de haberse iniciado, el juicio fue suspendido porque se anunci¨® la cuarentena por la covid-19. Tuvimos miedo de que peligrara su continuaci¨®n, pero las audiencias se reanudaron de manera virtual y escuchamos a centenares de testigos narrar los secuestros de sus familiares o el propio, escuchamos los vej¨¢menes que padecieron las v¨ªctimas que fueron llevadas a Campo de Mayo, el mayor centro clandestino que mont¨® el Ej¨¦rcito durante la ¨²ltima dictadura. Escuchamos a amigos llorar, a amigas contar con la voz quebrada que todav¨ªa siguen buscando a su hermana o hermano, porque a su madre se la llevaron embarazada. Nos conmovimos con cada relato y nos abrazamos en cada cuarto intermedio.
Hac¨ªa fr¨ªo y el cielo estaba espeso. En la sala de audiencias se respiraba tensi¨®n. Mi mam¨¢ ten¨ªa un cartel con la foto de mi t¨ªo, que puso entre ella y yo, como si estuviera sentado entre nosotras, a punto de escuchar que algo se empezaba a reparar. La sala estaba llena. De familiares, v¨ªctimas y carteles con fotos de los y las compa?eros y compa?eras desaparecidos/as. El cuerpo me pesaba, como si tuviera la ropa mojada o cargara una mochila llena de piedras. Empez¨® la lectura del veredicto. Me dol¨ªa la panza y no pod¨ªa parar de pensar que mi pap¨¢ no estaba ah¨ª.
Cuando escuchamos la sentencia algo pas¨®. Algo en el aire vari¨®. Cont¨¦ con los dedos: diez cadenas perpetuas, entre ellas la de Santiago Omar Riveros quien, al momento de los hechos, era comandante del Comando de Institutos Militares, y como tal, pose¨ªa el control absoluto sobre el territorio que conformaba la llamada Zona de Defensa IV en la denominada ¡°lucha contra la subversi¨®n¡±. Afuera se escuchaban bombos y tambi¨¦n se celebraba que 12 de los 19 imputados no ten¨ªan condenas previas y que el tribunal orden¨® la reparaci¨®n de los legajos laborales y estudiantiles de las v¨ªctimas, porque algo que tambi¨¦n demostr¨® este juicio es que las v¨ªctimas eran, en su gran mayor¨ªa, trabajadores.
En la sala de audiencias todo era un gran abrazo. Abrazos de a dos, de a tres que se multiplicaban y formaban uno solo. Tambi¨¦n hab¨ªa l¨¢grimas y una sensaci¨®n de alivio. El cuerpo me pesaba menos. Nos abrazamos con mi mam¨¢ y mi hermana y sent¨ª que le faltaba una pata a la mesa familiar. Los condenaron a perpetua, pap¨¢, pero todav¨ªa no sabemos d¨®nde llevarle flores.
Salimos y siguieron los abrazos, los bombos, las l¨¢grimas y la mezcla de sensaciones. Saquemos una foto, dijo mi mam¨¢. Nos paramos las tres con el cartel de mi t¨ªo entre nosotras. Alguien del otro lado de la c¨¢mara dijo: sonr¨ªan. Hoy sonr¨ªan.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.