En contra de la ¡®industria cultural¡¯
No soy usuaria ni compradora cuando entro en un museo: soy una ciudadana m¨¢s que disfruta de un patrimonio heredado. Los pol¨ªticos que hablan de las instituciones culturales p¨²blicas en esos t¨¦rminos deber¨ªan reconsiderarlos
No quiero ser la clienta de un museo. Si asisto a una conferencia organizada institucionalmente en la que un autor literario me explica su obra, no me siento consumidora de cultura. Si entro a visitar el yacimiento romano de It¨¢lica, no me siento otra cosa que una afortunada sevillana que puede volver a pisar la cuna del emperador Trajano. No soy parroquiana ni feligresa cuando visito un bien cultural de titularidad p¨²blica, no soy usuaria ni compradora cuando entro en un museo: soy una ciudadana m¨¢s que disfruta de un patrimonio heredado. Soy la misma que se siente consumidora cuando compra libros o entradas de cine, pero veo clar¨ªsima la l¨ªnea que debe existir entre la cultura producida por los organismos p¨²blicos y por las empresas privadas. La ley de mecenazgo (cuya revisi¨®n por fin se empieza a poner en marcha) deber¨ªa definir los l¨ªmites entre ambos dominios.
S¨¦ que cuando disfruto de cultura de iniciativa p¨²blica estoy participando de un hecho donde intervienen profesionales, quiz¨¢ m¨¢s de los que imagino y peor pagados de lo que pienso. Soy consciente de que en las administraciones hay conservadores, archiveros y t¨¦cnicos que deciden, por ejemplo, qu¨¦ ruta se asigna a la visita de un yacimiento o qu¨¦ se explica en una cartela informativa. No es mi profesi¨®n, pero s¨¦ que hay tambi¨¦n una gesti¨®n del gasto cultural p¨²blico supervisada por profesionales: interventores que est¨¢n al corriente de cu¨¢nto y cu¨¢ndo se puede desembolsar del dinero com¨²n para proyectar una exposici¨®n, un ciclo de conferencias o un programa de residencias art¨ªsticas. Me tranquiliza saber que la mayor parte de ellos pertenece al sector de los funcionarios y que, aunque los cambios gubernamentales puedan variar la orientaci¨®n de la pol¨ªtica cultural, hay un grupo estable de especialistas en la materia que cuidan de los bienes culturales, personas que han pasado por un proceso selectivo: t¨¦cnicos que saben programar una actividad creativa pero que tambi¨¦n conocen los mecanismos de gesti¨®n y control que garantizan, por ejemplo, el mantenimiento de las infraestructuras, la prevenci¨®n de riesgos, los permisos, las licencias y los convenios que correspondan. Los funcionarios de Cultura, de competencia estatal, auton¨®mica o local, cuidan de ese bien que los ciudadanos heredamos, con la misi¨®n de que, mantenido y protegido, pase a la siguiente generaci¨®n.
Los archivos, los museos, los conjuntos monumentales no constituyen una industria, no son productos comerciales ni mercantiles; disfrutar de ellos no es consumirlos. Muchos pol¨ªticos hablan en esos t¨¦rminos, pero creo que deber¨ªan reconsiderarlos. La expresi¨®n ¡°industria cultural¡± es peliaguda, tiene su historia; se pone en circulaci¨®n en los a?os cuarenta por Theodor Adorno y Max Horkheimer con un sentido negativo, que se?alaba a la serializaci¨®n y estandarizaci¨®n del arte, contrario al valor que se le da ahora. La idea de fondo, con la que sus autores eran bien cr¨ªticos, era que los nuevos contenidos generados desde la industria cultural estar¨ªan hechos a la medida de los mercados y podr¨ªan sostenerse exclusivamente con la ganancia que estos mismos produjesen. La revisi¨®n posterior del t¨¦rmino hacia el plural ¡°industrias culturales¡± (que, por ejemplo, adopt¨® la Unesco para hablar de la producci¨®n y el comercio de contenidos creativos) ha ido generaliz¨¢ndose, pero me parece igualmente digna de revisi¨®n. Cuando se habla de industria, se legitima que se trate al bien cultural como un elemento explotable en t¨¦rminos econ¨®micos capitalistas; se habla de usuario o cliente porque solo se ve en el ciudadano que visita el museo o que asiste a una conferencia a un potencial consumidor. En tales t¨¦rminos, los bienes culturales son almacenes o, a¨²n peor, grandes almacenes, tanto m¨¢s atractivos si los convertimos en sedes de entretenimiento (otra industria, por cierto, como la de la animaci¨®n). Mala cosa.
Por supuesto, la cultura es un factor fundamental en la econom¨ªa, y no menor: en Espa?a no podemos olvidar cu¨¢nto turismo nos visita por esa cultura, y cu¨¢nto de nuestra marca internacional debemos precisamente a esos bienes que llevan d¨¦cadas gestion¨¢ndose, con errores o aciertos, desde las administraciones, pero que no son en s¨ª mismos una industria y no deben tratarse como tal.
Habr¨¢ lectores que relativicen y piensen que no debo tomarme tan en serio esta expresi¨®n, que lo de ¡°industria cultural¡± puesto en boca del gestor de turno es simplemente una locuci¨®n de moda. Ojal¨¢ tengan raz¨®n. Ojal¨¢ quienes nos hablan de la industria cultural y de los clientes que la consumimos solo est¨¦n queriendo decir lo de siempre. Si es as¨ª, respirar¨¦ aliviada pensando que por debajo de la mercadotecnia se est¨¢ dejando trabajar a las personas competentes que preservan nuestro patrimonio de titularidad p¨²blica para que los ciudadanos (no clientes, s¨ª votantes) podamos seguir disfrut¨¢ndolo.
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