Recuerdos de Charles Simic
Lo que impulsaba a escribir al autor estadounidense de origen serbio, fallecido el d¨ªa 9, era la confluencia de la banalidad y el espanto, tal vez la lecci¨®n principal que hab¨ªa aprendido de todos los avatares de su vida

Alguna utilidad pr¨¢ctica tiene la literatura: Charles Simic ha muerto, en estado de demencia, en un asilo de ancianos, pero el fulgor y la negrura de sus recuerdos se preservan intactos en los poemas que escribi¨®, en sus cuadernos de apuntes, en sus libros de memorias, en los que no hay ni rastro de languidez o de complacencia en el pasado, sino una voluntad testimonial concentrada en la observaci¨®n de los detalles que revelan las tragedias del mundo, algunas de las cuales ¨¦l presenci¨® con sus ojos de ni?o. Hombre ir¨®nico y amante de los placeres de la vida, Simic detestaba todas las generalizaciones y las grandes palabras, todas las teor¨ªas, todas las utop¨ªas, todas las obsesiones de pureza. La risa, la comida, la pasi¨®n er¨®tica, eran para ¨¦l afirmaciones de la vida tan sustanciales como la poes¨ªa, e inseparables de ella. En uno de sus poemas m¨¢s conocidos, Dos perros, Simic rememora la entrada de los soldados alemanes en Belgrado, en 1944, cuando ¨¦l ten¨ªa seis a?os. Jordi Doce, que ha hecho m¨¢s que nadie por difundir la obra de Simic en espa?ol, traduce as¨ª: ¡°El modo en que todos nos quedamos en la acera / mir¨¢ndolos con el rabillo del ojo, / el temblor de la tierra, / el paso de la muerte¡¡±. Entonces un perrillo blanco aturdido se enreda entre las botas negras que desfilan: ¡°Una patada lo hizo volar como si hubiera / tenido alas. Eso es lo que ahora veo¡±.
Lo que Simic hab¨ªa visto en los a?os de la guerra y en los del destierro que vinieron despu¨¦s parec¨ªa que siguiera vi¨¦ndolo cuando lo rememoraba en voz alta, sonriendo, sin drama, incluso al contar hechos atroces, en un almuerzo que compart¨ª con ¨¦l y con una querida amiga editora, Drenka Willem, en Nueva York, hace m¨¢s de diez a?os. Drenka era de origen serbio, como ¨¦l, y ven¨ªa de una historia personal todav¨ªa m¨¢s tr¨¢gica. Simic pas¨® la guerra en Belgrado, bajo el terror doble de los ocupantes alemanes y de los bombardeos de los presuntos liberadores aliados. Drenka, que viv¨ªa en Croacia, vio c¨®mo los fascistas croatas apoyados por los alemanes persegu¨ªan a las personas de la minor¨ªa serbia con la que hasta entonces hab¨ªan convivido. En aquel restaurante, festivo y ruidoso en el mediod¨ªa de Manhattan, las voces de Charles Simic y de Drenka Willem reviv¨ªan para m¨ª hechos espantosos que por mucho tiempo que hubiera transcurrido no se desdibujaban piadosamente en el pasado. Una noche, recordaba Drenka, a la hora de la cena, llamaron con urgencia a la puerta de su casa. Sentados a la mesa junto a ella estaban sus padres y su hermano mayor. Quienes llamaban eran unos vecinos croatas a los que conoc¨ªan de toda la vida, y con los que hab¨ªan tenido siempre un trato cordial. Ahora ven¨ªan con uniformes, y armados. Se llevaron al padre y al hermano y Drenka no volvi¨® a verlos vivos.
Quienes han sido v¨ªctimas de verdad no incurren nunca en el victimismo. Drenka y Simic, los dos con aire joven y con el pelo blanco, los dos con un acento balc¨¢nico que embellec¨ªa su ingl¨¦s con un matiz de extranjer¨ªa incurable, compart¨ªan la a?oranza de una Yugoslavia que quiz¨¢s habr¨ªa sido posible, y hacia la que profesaban una especie de distante lealtad, hecha sobre todo del asco hacia los nacionalismos que hab¨ªan vuelto a despedazar el pa¨ªs en los primeros a?os noventa y a sembrarlo de nuevo de verdugos y v¨ªctimas. Haberse hecho vidas plenamente americanas nos los privaba a ninguno de los dos de un desapego ir¨®nico hacia Estados Unidos, lo cual no interfer¨ªa con una franca gratitud hacia el pa¨ªs que los hab¨ªa acogido cuando los dos formaban parte de la inmensidad de los desterrados que pululaban por Europa al final de la guerra. Simic, que no hablaba ingl¨¦s cuando lleg¨® a Chicago con 14 a?os, hab¨ªa sido Poeta Laureado y ganado el Pulitzer. Drenka era la gran editora de la literatura europea en Estados Unidos. Compart¨ªan el amor por la literatura y por la buena vida, el j¨²bilo tranquilo de sus almuerzos de viejos amigos, el aprecio a conciencia de un buen poema o una buena p¨¢gina de prosa y el de un vaso de vino tinto y una comida sabrosa: tambi¨¦n la burla balc¨¢nica de lo demasiado serio, y esa distancia ¨ªntima hacia la vida americana que va creciendo misteriosamente y no atenu¨¢ndose con el paso de los a?os para el europeo emigrado.
Drenka estaba orgullosa de haber hecho sitio en una buena editorial para los poemas de Simic. Fue a trav¨¦s de ella como yo pude conocerlo, aunque hab¨ªa asistido a algunas de sus lecturas, y observado de cerca su manera de decir los poemas, acentuando la simplicidad de la superficie, su aliento de misterio, sus quiebros de burla, su ir y volver permanente entre la belleza y la sordidez, entre la amnesia publicitaria y comercial del presente en Am¨¦rica y aquella oscuridad de una historia tr¨¢gica vivida en primera persona. La mirada de Simic es la del emigrante que hace suyo lo m¨¢s irreductible y lo m¨¢s peculiar del nuevo pa¨ªs y que por m¨¢s que lo conoce nunca deja de apreciar su rareza: los neones averiados de los hoteles de ¨²ltima categor¨ªa, las cucarachas en la cocina, los locos callejeros y los predicadores del Juicio Final, los barrios de casas bajas y jardines en los que no se ve a nadie de noche, los titulares en letras grandes de los tabloides de supermercado que anuncian el nacimiento de un ni?o con dos cabezas o el aterrizaje de una nave extraterrestre, los escaparates encortinados y con luces malva de las consultas de videntes. Su simpat¨ªa est¨¢ siempre con los in¨²tiles y los enajenados, los expulsados, los que no encajan, los que sobran.
La prosa memorial o reflexiva de Charles Simic es tan afilada y tan certera como su poes¨ªa. Habiendo sobrevivido a la marea totalitaria de Europa, las nuevas formas aguadas pero eficaces de dogmatismo y censura y tiran¨ªa identitaria que empezaban a emanar de las universidades americanas, como escapes de sustancias nocivas de una planta qu¨ªmica, desataban su instinto de rebeld¨ªa personal, de defensa irreductible de la libertad de esp¨ªritu y de la supremac¨ªa de la imaginaci¨®n. Toda forma de sumisi¨®n del individuo a una comunidad abstracta merec¨ªa su desprecio: ¡°Vinimos a este pa¨ªs huyendo de nuestras identidades colectivas y los multiculturalistas quieren volver a encerrarnos en ellas¡±. En la New York Review of Books escrib¨ªa de literatura y de pol¨ªtica con la misma vehemencia. La invasi¨®n de Afganist¨¢n y luego la de Irak, las torturas en Guant¨¢namo y en Abu Ghraib, lo escandalizaban todav¨ªa m¨¢s porque le hac¨ªan revivir los terrores de su infancia, la crueldad virtuosa de los que destruyen pa¨ªses y arrasan ciudades con la coartada de ideales nobles, con el auxilio desvergonzado de la mentira y el crimen. Adem¨¢s del absurdo y la belleza de lo inesperado, y lo irreductible de la alegr¨ªa, lo que impulsaba a escribir a Charles Simic era la confluencia de la banalidad y el espanto, tal vez la lecci¨®n principal que hab¨ªa aprendido de todos los avatares de su vida. Lo dice en un fragmento del que sin duda es uno de sus mejores libros, The Monster Loves His Labyrinth: ¡°Torturadores con caras de felicidad, hac¨¦is que un prisionero est¨¦ desnudo y de pie y atado con cables el¨¦ctricos como un ¨¢rbol de Navidad mientras nosotros nos bebemos una cerveza, con un ojo en el televisor, el otro en el camarero que nos sirve otra ronda¡±.
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