Huellas de cobalto y de sangre
Un reportero valeroso, Siddharth Kara, narra el sufrimiento de las personas que extraen este mineral de la tierra y la destrucci¨®n de su mundo, sobre el que se sostiene el progreso tecnol¨®gico y el bienestar del nuestro
Hasta hace no mucho el cobalto era un mineral que interesaba casi exclusivamente a los pintores: de ¨¦l se extrae ese pigmento luminoso que se llama azul cobalto. Ahora es una de las materias primas m¨¢s valiosas que existen. El cobalto est¨¢ en las bater¨ªas recargables de los aparatos que usamos a diario, en el tel¨¦fono m¨®vil, en la tableta, en el libro electr¨®nico, el patinete, la bici el¨¦ctrica, el coche el¨¦ctrico. Una gran parte de la urgente transici¨®n a energ¨ªas renovables y limpias depender¨¢ del uso del cobalto. Cambiar por el¨¦ctricos los miles de millones de coches de gasolina que ahora mismo envenenan la atm¨®sfera del planeta ser¨ªa un desatino, porque tan destructivo como las emisiones de gases t¨®xicos es la proliferaci¨®n ilimitada del veh¨ªculo privado, y su primac¨ªa sobre cualquier otro medio de transporte. Pero lo cierto es que en el futuro cercano la demanda de cobalto va a seguir creciendo, dictada por la necesidad pero tambi¨¦n por el capricho, por una econom¨ªa que exige para sostenerse la fabricaci¨®n y el consumo de productos caros, innumerables y fugaces, para que as¨ª se renueve cuanto antes el impulso de sustituir lo desechado, lo que sea, una pieza de ropa, un par de zapatillas, un rutilante aparato electr¨®nico, un mechero de pl¨¢stico que acabar¨¢ tal vez en el est¨®mago de una tortuga marina o de un hermoso albatros.
Hace falta una ¨¦tica del origen y el destino de las cosas cotidianas que usamos: qui¨¦n las ha hecho y en qu¨¦ condiciones y qu¨¦ camino han seguido hasta llegar a nosotros; a d¨®nde van cuando ya han dejado de importarnos y parece que de manera discreta y misteriosa han desaparecido de nuestra vista. Todo va a alguna parte. Sabemos de los r¨ªos te?idos de colorantes qu¨ªmicos que discurren por las regiones de Banglad¨¦s en las que se fabrica nuestra ropa barata. Y bastar¨¢ una breve b¨²squeda en YouTube para contemplar las cordilleras de chatarra electr¨®nica que dibujan el horizonte de la ciudad de Accra, la capital de Ghana, por las que trepan nubes de mujeres y ni?os recolectando el cobre y otros metales que pueden extraerse de esos millones de aparatos en desuso exportados o m¨¢s bien arrojados desde Europa. De las laderas de basura tecnol¨®gica ascienden columnas de humo, como fumarolas de volcanes: es el humo t¨®xico de los cables de pl¨¢stico quemados para rescatar m¨¢s f¨¢cilmente el cobre.
La ligereza, la lisura, la forma simple de un tel¨¦fono o una tableta est¨¢n calculadas para sugerir a la mirada y al tacto una perfecci¨®n plat¨®nica, una asepsia inmune a la mugre, a lo ¨¢spero, a lo pegajoso. Una forma tan pura como un prisma de alabastro, transl¨²cido y sin peso. El cobalto va por dentro: tres gramos en un smartphone, 30 en una tableta. Y junto a ¨¦l, la esclavitud, el sufrimiento, la miseria de la gente que ara?a y cava la tierra en el Congo y abre t¨²neles en ella buscando las manchas azules reveladoras del mineral. Los gigantes mundiales de la tecnolog¨ªa afirman en sus p¨¢ginas web, en sus proclamas angelicales de bondad corporativa, que se han asegurado de la limpieza del origen de los materiales que usan, la sostenibilidad de su miner¨ªa, el respeto a los derechos humanos, la ausencia de trabajo infantil. Todo es mentira. La mayor parte del cobalto que se produce en el mundo viene de regiones del Congo que tambi¨¦n son prodigiosamente ricas en otros metales y materias primas que desde hace m¨¢s de un siglo vienen sosteniendo el desarrollo y la prosperidad de los pa¨ªses occidentales, pero que para la gente del pa¨ªs no han dejado m¨¢s que miseria y terror.
Fue Joseph Conrad quien primero denunci¨® la explotaci¨®n colonial impulsada por el rey Leopoldo II de B¨¦lgica. A finales del siglo XIX el caucho del Congo se volvi¨® imprescindible para la fabricaci¨®n masiva de neum¨¢ticos de coches y de bicicletas. Los hilos del tel¨¦grafo y del tel¨¦fono y las balas de los ej¨¦rcitos europeos que se armaban para la matanza de 1914 se fabricaban con cobre del Congo. La condici¨®n de esclavitud a la que fue sometida la gente del pa¨ªs y la codicia homicida de los colonizadores quedaron reflejados en El coraz¨®n de las tinieblas y en los informes del c¨®nsul brit¨¢nico Roger Casement. ¡°El horror, el horror¡±, exclama en el final de su vida el protagonista de Conrad. Son las mismas palabras que nos vienen a la imaginaci¨®n cuando leemos el relato definitivo sobre la colonizaci¨®n del Congo, El fantasma del rey Leopoldo, del insuperable historiador Adam Hochschild.
Pero el horror no se qued¨® en el pasado colonial. Lo que antes fue el caucho y el cobre ¡ªy tambi¨¦n el aceite de palma que enriqueci¨® a los primeros fabricantes del jab¨®n Palmolive¡ª ahora es el cobalto. Lo cuenta un reportero valeroso, Siddharth Kara, en un libro que hierve con la pasi¨®n doble del descubrimiento y de la denuncia, Cobalt Red, escrito a lo largo de los ¨²ltimos cuatro o cinco a?os, cuando la demanda de cobalto se ha disparado m¨¢s que nunca, y se han ido haciendo todav¨ªa peores las vidas de las personas que lo extraen de la tierra, y mayor la devastaci¨®n ambiental de las explotaciones, y los beneficios de las compa?¨ªas mineras, sobre todo chinas, y de las firmas globales que nos venden esos aparatos que se nos han vuelto imprescindibles para la vida.
Siddharth Kara escribe con la claridad alucinada de quien ha visto de cerca el infierno y ha vuelto luego a un mundo que est¨¢ muy pr¨®ximo a ¨¦l pero se las arregla interesadamente para ignorar su existencia. Ha visto una orograf¨ªa depravada de monta?as y acantilados de escoria y zanjas como abismos o cr¨¢teres escalonados por los que millares de seres humano se mueven como hormigas en una bruma rojiza de polvo venenoso. Ha visto a ni?os que cavan t¨²neles con herramientas primitivas en busca de vetas de cobalto y que mueren a veces sepultados cuando los t¨²neles sin apuntalar se derrumban, o pierden brazos o piernas, y quiz¨¢s ganan uno o dos d¨®lares al cabo de muchas horas de trabajo inhumano, respirando el polvo que lo envuelve todo, bebiendo el agua inmunda de las lagunas o charcos en los que se lava el mineral. Ni?as y mujeres trabajan en condiciones semejantes y adem¨¢s sufren el acoso sexual de capataces y soldados. Los dirigentes de un Gobierno corrupto se hacen ricos vendiendo concesiones de explotaci¨®n a compa?¨ªas chinas y tambi¨¦n occidentales que buscan el m¨¢ximo beneficio al precio m¨¢s bajo, sin miramiento hacia las vidas de los trabajadores ni hacia un medio natural de fertilidad lujuriante que est¨¢ siendo sometido a una devastaci¨®n tan irreparable como la de la Amazonia. Donde hab¨ªa paisajes inmemoriales de millones de ¨¢rboles habitados por toda clase de criaturas ahora hay desiertos de cr¨¢teres rojizos en los que nunca volver¨¢ a crecer nada, en los que no habr¨¢ sustento para nadie cuando se haya agotado el mineral. Sobre el sufrimiento de toda esa gente y la destrucci¨®n de su mundo se sostiene el progreso tecnol¨®gico y el bienestar del nuestro. Es una realidad tan cruel que no sabemos aceptarla. A cada uno nos corresponder¨ªa al menos una responsabilidad equivalente a la de los gramos de cobalto que hay en cada uno de nuestros aparatos electr¨®nicos. Jug¨¢ndose a veces la vida para averiguar y contar lo que ha visto en el Congo, Siddharth Kara es de los pocos que pueden decir que han cumplido su parte.
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