Digresiones sobre la muerte de Daniel Ellsberg
Las vidas como la del filtrador de los papeles del Pent¨¢gono suelen marcar un momento hist¨®rico, y sus hechos tienen influencias ocultas, que van mucho m¨¢s all¨¢ de su radio de acci¨®n
La noticia de la muerte de Daniel Ellsberg me sorprendi¨® en Par¨ªs, y en esa casualidad hubo para m¨ª una suerte de simetr¨ªa privada. Ellsberg, como lo sabr¨¢n sin duda quienes hayan seguido la prensa de estos d¨ªas, se hizo c¨¦lebre para siempre en 1971, cuando decidi¨® filtrar a los grandes diarios de Estados Unidos 7.000 p¨¢ginas de documentos clasificados. Para ser precisos, se trataba de 3.000 p¨¢ginas de an¨¢lisis hist¨®rico y 4.000 de documentos del gobierno, todos organizados en 47 vol¨²menes. Y lo que hab¨ªa en ellos era un estudio secreto de la historia norteamericana en Vietnam: un encargo del secretario de Estado, Robert McNamara, que no se hizo con la intenci¨®n de que viera la luz, a pesar de lo que se aleg¨® m¨¢s tarde. Hoy conocemos esos documentos filtrados con palabras que forman parte de nuestra mitolog¨ªa, los Papeles del Pent¨¢gono, pero su t¨ªtulo oficial era m¨¢s largo: Informe del Grupo de Trabajo sobre Vietnam de la Oficina del Secretario de Defensa. Uno de esos t¨ªtulos que consiguen ser, extra?amente, banales y ominosos al mismo tiempo.
Pues bien, uno de los primeros asuntos de los que se ocupaba el estudio, cronol¨®gicamente hablando, era la intervenci¨®n norteamericana en la guerra de Indochina, que en el informe se llama guerra franco-viet-minh y que los vietnamitas llaman guerra de resistencia contra Francia. Para los franceses del presente, los Papeles del Pent¨¢gono son tambi¨¦n eso: la memoria dif¨ªcil de esos a?os de colonialismo que dejaron bellas novelas de Marguerite Duras, un pu?ado de art¨ªculos de Albert Camus, una escena extraordinaria de Apocalipsis ahora (pero solo en la versi¨®n restaurada) y un pa¨ªs que no se pone de acuerdo sobre la interpretaci¨®n de lo sucedido. Ni siquiera Camus se escapa de la incomodidad de las revisiones. Y se entiende. En 1945 escribi¨®: ¡°Si no queremos perder nuestro imperio, hay que dar a nuestras colonias la democracia que reclamamos para nosotros mismos¡±. Las palabras de Camus, que fue siempre de una lucidez sobrenatural, no suelen envejecer de mala manera; pero hay que reconocer que a estas, o por lo menos a esos posesivos, les ha pasado el tiempo con menos impunidad que a otras.
Sea como sea: los Papeles del Pent¨¢gono revelaron, entre otras cosas, que Truman le hab¨ªa prestado ayuda militar a Francia. Y de esto se habl¨® en Par¨ªs este fin de semana, cuando nos enteramos de la muerte de Ellsberg, y por eso digo que hay una cierta simetr¨ªa privada en el hecho banal de que la noticia de su muerte me haya llegado impresa en peri¨®dicos franceses. En los medios de otros pa¨ªses, por lo que he podido ver, no se habla del cap¨ªtulo franc¨¦s de los Papeles del Pent¨¢gono; y no es para sorprenderse, por supuesto, porque ese aspecto apenas ocupa una peque?a secci¨®n del terremoto que causaron las filtraciones. Pero he estado pensando que la de Ellsberg es una de esas vidas que parecen hablar de muchas cosas muy diversas al mismo tiempo, o que lanzan canales de comunicaci¨®n hacia muchas de las cosas que nos conciernen en determinado momento, aunque no guarden una conexi¨®n aparente. Estas vidas suelen marcar un momento hist¨®rico, y sus hechos tienen influencias ocultas: mucho m¨¢s all¨¢ de su radio de acci¨®n.
Por ejemplo: en este fin de semana he hablado mucho de Wikileaks, de Chelsea Manning, de Edward Snowden. Y m¨¢s de uno habr¨¢ revisado nuestra relaci¨®n, que nunca es f¨¢cil, con los hombres y mujeres que en ingl¨¦s se llaman whistleblowers: los denunciantes o informantes (esta palabra me gusta m¨¢s) que toman riesgos enormes por que se sepan verdades inc¨®modas. A veces se equivocan y a veces cometen excesos, pero suelen ser gente de un valor infrecuente, responsables de que no siempre se salgan con la suya los poderosos sin escr¨²pulos o los que abusan de su poder. Y suelen con frecuencia actuar con plena conciencia del da?o que se causar¨¢n al hacer sus denuncias, y eso es doblemente sorprendente por tratarse (tambi¨¦n con frecuencia) de hombres y mujeres que no estaban destinados a convertirse en denunciantes. As¨ª le ocurri¨® a Daniel Ellsberg. Nada, en principio, anunciaba que alguien como ¨¦l pudiera ser uno de estos individuos: un h¨¦roe de la contracultura y un traidor para el establecimiento.
Hab¨ªa nacido en una familia jud¨ªa y conservadora que se convirti¨® en alg¨²n momento a la ciencia cristiana. Se gradu¨® con honores de Harvard y fue un marine distinguido, un disciplinado funcionario del Estado y un defensor a ultranza de las pol¨ªticas norteamericanas de la Guerra fr¨ªa. A mediados de los sesenta, despu¨¦s de una temporada en el Pent¨¢gono, pas¨® dos a?os en Vietnam del Sur como miembro del Departamento de Estado, y fue al volver de ese viaje cuando recibi¨® el encargo del secretario McNamara. Para cuando termin¨® de compilar los documentos del esc¨¢ndalo futuro, ya hab¨ªa conocido a un pu?ado de pacifistas que daban conferencias y organizaban marchas contra la guerra, y empezaba a preguntarse ¡ªpodemos suponer¡ª lo mismo que se pregunt¨® Norman Mailer en el t¨ªtulo de un libro, ?Por qu¨¦ estamos en Vietnam? Tal vez ya hab¨ªa llegado a su ¨ªntima respuesta: por una mentira, elaborada desde las m¨¢s altas instancias de poder y mantenida a pesar de que todos los d¨ªas le costaba la vida a m¨¢s de un norteamericano. Por no hablar de los vietnamitas.
La epifan¨ªa definitiva vino en 1969. Ellsberg asisti¨® al discurso de un joven que se hab¨ªa negado a ser reclutado en el ej¨¦rcito y estaba a punto de ir a la c¨¢rcel por ello, y lo oy¨® aceptar su suerte con orgullo. Eran las palabras que necesitaba o¨ªr; y las oy¨®, aparentemente, en el momento en que necesitaba o¨ªrlas. Despu¨¦s del discurso, seg¨²n contar¨ªa a?os m¨¢s tarde, Ellsberg encontr¨® unos lavabos donde no hab¨ªa nadie, se sent¨® en el suelo y se puso a llorar. Cerca de un a?o m¨¢s tarde empez¨® a fotocopiar los papeles secretos y a distribuir los documentos entre senadores que hab¨ªan criticado la guerra, creyendo sin duda que todav¨ªa pod¨ªa hacer su denuncia dentro del sistema. No fue as¨ª. En 1971, ante la evidencia cada d¨ªa m¨¢s incontestable de que su actitud no ca¨ªa bien, de que se estaba granjeando enemistades peligrosas y de que adem¨¢s estaba cometiendo un delito, se puso en contacto con un periodista de The New York Times.
El resto ya se conoce de sobra: la demanda del Estado para que los documentos no se publicaran, el fallo que ha definido durante medio siglo la relaci¨®n de Estados Unidos con la libertad de prensa, y un ensayo de Hanna Arendt ¡ªLa mentira en pol¨ªtica¡ª que deber¨ªa leer todo el que aspire a ser un ciudadano consciente. El ensayo marc¨® un momento de la conversaci¨®n p¨²blica en Estados Unidos, y es elocuente que una editorial atenta lo haya reeditado hace unos pocos a?os: despu¨¦s de que las cat¨¢strofes electorales de 2016 nos pusieran colectivamente a pensar en la mentira como forma de hacer pol¨ªtica, en nuestra vulnerabilidad ante ella y en lo dif¨ªcil que es combatirla. Y ahora resulta, para m¨¢s conexiones, que el principal mentiroso de la historia norteamericana, el se?or Donald Trump, acaba de ser imputado por 37 delitos penales, todos relacionados con su manejo de documentos confidenciales o clasificados. Y la ley que se ha usado para imputarlo es la misma que se us¨® para acusar ¡ªsin ¨¦xito, por fortuna¡ª a Daniel Ellsberg: la ley de espionaje de 1917.
No se puede decir que la historia no tenga sentido del humor.
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