Pestilencia del crimen
Defender¨¦ siempre el derecho de Jordi ?vole a mostrar su pel¨ªcula. Con la misma vehemencia animar¨¦ a cualquier persona con sensibilidad y decencia a que no la vea

Un d¨ªa, este verano, en un restaurante de Mallorca, ped¨ª el pescado del d¨ªa y cuando me lo pusieron delante el olor a podrido me revolvi¨® el est¨®mago. Lo apart¨¦ a un lado, y cuando logr¨¦ llamar la atenci¨®n de un camarero agitado y sudoroso, visiblemente desbordado por sus obligaciones, me mir¨® con aire de sospecha, y al o¨ªr mi observaci¨®n sobre el plato que ¨¦l mismo me hab¨ªa servido puso cara de contrariado, casi ofendido. ¡°Para gustos, colores¡±, dijo al retirarlo. Quise puntualizar que no se trataba de gustos ni de colores, sino de una evidencia olfativa que hab¨ªa provocado la respuesta tajante de la n¨¢usea, pero el camarero ya se alejaba para atender otras urgencias, con el sudor brill¨¢ndole en la cara y oscureci¨¦ndole la camisa negra y ce?ida, como de restaurante de cierta pretensi¨®n. El ruido de la m¨²sica y el de la gente tampoco facilitaban que nos entendi¨¦ramos, en ese d¨ªa desdichado en que la ola de calor extremo y la inundaci¨®n innumerable del turismo nos hac¨ªan comprender, junto al olor a podrido del pescado, que a todo crecimiento desmedido le llega un l¨ªmite de calamidad y derrumbe, y que quiz¨¢s deber¨ªamos marcharnos cuanto antes de esa bella isla a la que tantas veces nos hab¨ªa gustado regresar. Muy cerca, en la orilla del mar, el agua era caliente y espesa como una sopa y reinaba un hedor a algas muertas. No sab¨ªa si me encontraba en una novela de Michel Houellebecq o en una pesadilla futurista de J. G. Ballard.
El olor a podrido es una alarma biol¨®gica que la evoluci¨®n incrust¨® hace muchos millones de a?os en el cerebro primitivo de nuestros antecesores. El olfato percibe lo que no llega a advertir la mirada, y no precisa la lejan¨ªa del tacto, y previene de un peligro que captar¨ªa demasiado tarde el paladar.
He tenido un reflejo semejante al de mi pescado de Mallorca leyendo las cosas que se publican estos d¨ªas sobre un documental que el periodista televisivo Jordi ?vole le ha dedicado a uno de los m¨¢s turbios asesinos de las ¨²ltimas d¨¦cadas en Espa?a, Jos¨¦ Antonio Urrutikoetxea Bengoetxea, al que me resisto a nombrar con su apodo oficial de verdugo, para evitar cualquier indicio de familiaridad, igual que me he negado siempre a decir o escribir Fidel cuando ten¨ªa que aludir al tirano Fidel Castro. La cantidad de sangre que ha derramado personalmente este individuo todav¨ªa no ha podido calcularse. El rastro de muerte, de sufrimiento, de terror que ¨¦l y sus secuaces y sicarios y colaboradores y chivatos han dejado en nuestro pa¨ªs no llegar¨¢ a extinguirse en varias generaciones. Cada muerto, cada herido, cada superviviente, ha tenido una vida, un nombre, una historia, un porvenir amputado o da?ado para siempre. El que no ha sufrido en carne propia se puede permitir el lujo y hasta la jactancia de la ecuanimidad. Los que durante tantos a?os sacaron provecho pol¨ªtico y econ¨®mico de los cr¨ªmenes terroristas y de la atm¨®sfera de sometimiento que alentaban aprovechan ahora sus posiciones de privilegio para borrar la historia, para blanquear o justificar el espanto, incluso para volver invisibles y hasta culpables a las v¨ªctimas y convertir en h¨¦roes a los asesinos, gudaris de la patria, veteranos de lo que llamaban ¡°lucha armada¡±. Lucha armada era poner una bomba en El Corte Ingl¨¦s y matar a 21 personas que hac¨ªan la compra o pegarle un tiro en la cabeza a un hombre inerme que iba por la calle con su hijo de la mano, o a un columnista que volv¨ªa perezosamente de desayunar un domingo, con una brazada de peri¨®dicos. En otro momento glorioso de esa lucha, una bomba de 250 kilos activada a distancia provoc¨® 11 muertos (entre ellos seis menores) y 88 heridos en el cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza, el 11 de diciembre de 1987.
Ahora este as¨ª llamado documental va a presentarse con las galas propias del Festival de San Sebasti¨¢n, y mucha gente, sobre todo asociaciones de v¨ªctimas, ha expresado su protesta, y ha llegado a pedir que se cancele ese estreno. Jordi ?vole apela a la libertad de expresi¨®n, y argumenta que quienes rechazan de antemano su documental debieran esperar a verlo para dar su opini¨®n. Defender¨¦ siempre el derecho de ?vole a mostrar su pel¨ªcula: con la misma vehemencia animar¨¦ a cualquier persona con sensibilidad y decencia a negarse a verla. ?Aplaudir¨¢ el p¨²blico al final de la proyecci¨®n, movido quiz¨¢s, disculpablemente, por sus cualidades est¨¦ticas, el sonido, la fotograf¨ªa, el lado humano del personaje? Precisamente en el Festival de San Sebasti¨¢n, hace bastantes a?os, cuando Urrutikoetxea Bengoetxea y su cuadrilla de asesinos aceleraban la crecida de sangre, se estren¨® una pel¨ªcula basada en una novela m¨ªa, en la que hab¨ªa una escena, cerca del final, en la que un terrorista dispara a un polic¨ªa, y no se sabe si lo ha matado. Justo en ese momento, durante una proyecci¨®n de prensa, hubo un aplauso, sin duda no motivado por el fervor cin¨¦filo.
Ese era el ambiente. Por esos d¨ªas, aquel mismo septiembre, una manifestaci¨®n inmensa llen¨® las calles de San Sebasti¨¢n con un grito expl¨ªcito y un¨¢nime de sublevaci¨®n contra el terrorismo. No ¡°contra la violencia¡± como dec¨ªan sanitariamente algunos: contra ETA, contra los asesinos, contra la cofrad¨ªa inmunda de este individuo al que Jordi ?vole ha considerado oportuno dedicarle todo un documental. Yo no voy a verlo, por la misma raz¨®n por la que no prob¨¦ y apart¨¦ cuanto antes aquel plato de pescado en Mallorca. Conociendo trabajos anteriores de su director, ya puedo saber que una parte no escasa del documental tratar¨¢ del propio Jordi ?vole, en primeros planos en los que tendr¨¢ cara de interesado, de preocupado, de pensativo, de agudo observador, de interrogador incisivo, de adversario, de confesor, seg¨²n. La cara de su invitado ya la he visto muchas veces en las fotos, con la misma repugnancia instintiva con la que se aspira un olor t¨®xico. Es una cara que pertenece a las fichas policiales de frente y de perfil; la cara que tal vez vieron por primera y ¨²ltima vez algunas de las personas a las que iba a asesinar, la que tuvieron muy cerca los polic¨ªas y jueces en sus interrogatorios, la que provocar¨ªa y tal vez provoque a¨²n espasmos de emoci¨®n entre los s¨®rdidos admiradores del crimen. A las preguntas a las que tiene que responder Urrutikoetxea Bengoetxea no es a las de un periodista con vanidades de estrellato televisivo, sino a las de los fiscales y los jueces que siguen investigando muchos de sus cr¨ªmenes todav¨ªa no esclarecidos. Baltasar Garz¨®n mir¨® a los ojos a este hombre desde el otro lado de la mesa, en un juzgado franc¨¦s, y dijo que en ellos no hab¨ªa nada. Solo frialdad y sarcasmo. ?scar L¨®pez-Fonseca cont¨® hace unos d¨ªas ese interrogatorio que tuvo lugar en Par¨ªs, en 1989, cuando por fin el Gobierno franc¨¦s empezaba a corregir su pol¨ªtica vergonzosa de amparo a los terroristas. A la fiscal adjunta que acompa?aba a Garz¨®n en aquel viaje, Carmen Tagle, Urrutikoetxea Bengoetxea la mir¨® en silencio y la escuch¨® llamarle ¡°valiente hijo de puta¡± en voz baja. Unos meses despu¨¦s Tagle fue asesinada.
Yo no me acordaba ya del nombre de aquella mujer valerosa. Gente como ella, insobornable y cumplidora, jueces, polic¨ªas, guardias civiles, ciudadanos comunes que alzaban la voz y daban la cara cuando casi todos callaban y se escond¨ªan, nos salvaron del vendaval de crimen y del chantaje pol¨ªtico de Urrutikoetxea y sus c¨®mplices. Sobre esas personas es preciso que se hagan documentales, y que se estrenen con todos los honores en San Sebasti¨¢n.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.