Como el que oye llover
No s¨¦ si es la paciencia, la curiosidad o la falta de car¨¢cter, pero soy incapaz de interrumpir a quien me est¨¢ hablando
Estoy sentado en un banco en la calle, o en una estaci¨®n, o una sala de espera, y alguien se sienta a mi lado y me cuenta lo que se le pasa por la cabeza. Estaba pasando el rato, en el Paseo de Recoletos, haciendo hora para ir a una comida, y un hombre que llevaba varias bolsas de pl¨¢stico llenas de cosas en las manos y una mochila a la espalda se par¨® delante de m¨ª y se qued¨® mir¨¢ndome fijo con los ojos empeque?ecidos por unas gafas antiguas de culo de vaso. Me cont¨® que ten¨ªa una enfermedad con un nombre t¨¦cnico del que ahora no me acuerdo, pero que los m¨¦dicos se negaban a reconocerla, ¡°por intereses oscuros¡±. An¨¢lisis reveladores se hab¨ªan extraviado sin rastro. Hab¨ªa viajado a Londres con la esperanza de que los m¨¦dicos de all¨ª no formaran parte de aquella evidente conjura, y al principio todo hab¨ªa ido bien, pero poco a poco se dio cuenta de lo que estaban tramando, y pudo escapar a tiempo. ¡°Escriba sobre eso¡±, me dijo, siempre de pie, sin dejar las bolsas en el suelo, con una vehemencia que llamaba la atenci¨®n de algunas personas que pasaban. ¡°Usted que puede, cuente lo que me est¨¢ pasando¡±. Los periodistas a los que se hab¨ªa dirigido eran tan cobardes como los m¨¦dicos. El lobby de las vacunas lo controlaba todo. Un abogado al que quiso contratar se ech¨® atr¨¢s en el ¨²ltimo momento.
Soy incapaz de interrumpir a quien me est¨¢ hablando. Aquel hombre no paraba, por momentos afable, luego receloso, mirando a un lado y a otro, con sus ojos diminutos y miopes tras las gafas. El restaurante de mi cita no quedaba lejos, pero ya empezaba a hac¨¦rseme tarde. Aquel hombre estaba solo contra el mundo y empezaba a sospechar tambi¨¦n de m¨ª. Pero ni ¨¦l dejaba de hablar con sus gesticulaciones nerviosas ni yo dejaba de prestarle atenci¨®n ni me levantaba del banco. Cuando iba a hacerlo ¨¦l se me adelant¨® porque el sem¨¢foro cercano se hab¨ªa puesto en verde y sin decirme adi¨®s se alej¨® entre la gente que cruzaba la calle.
Estaba sentado un d¨ªa, en Nueva York, esperando turno en una tienda de m¨®viles, y un hombre grande y calvo, muy p¨¢lido, con barba de varios d¨ªas, aunque no con aire de indigente, se fij¨® en el libro que estaba leyendo, una antolog¨ªa de poemas de William Carlos Willams que hab¨ªa comprado un rato antes en uno de los puestos de segunda mano que hab¨ªa en las aceras de la parte alta de Broadway. Me pregunt¨® si me gustaba mucho la poes¨ªa. Me dijo que ¨¦l tambi¨¦n era poeta. Debi¨® de ver en m¨ª un gesto involuntario de incredulidad y me dijo que le gustar¨ªa mucho regalarme un libro suyo. Absurdamente, le dije que pod¨ªa mand¨¢rmelo a mi casa por correo, incluso dej¨¢rmelo en aquella misma tienda del vecindario. Mejor a¨²n, me dijo, me lo pod¨ªa regalar de inmediato. No era que anduviese por ah¨ª cargado de libros suyos para regal¨¢rselos a la gente. Viv¨ªa a un paso de all¨ª, a la vuelta de la esquina, en uno de aquellos edificios severos del Upper West Side. ?Por qu¨¦ no sub¨ªa yo con ¨¦l a su apartamento, y as¨ª pod¨ªa darme el libro dedicado? ?No me gustaba tanto la poes¨ªa?
No s¨¦ si es la paciencia o la curiosidad o tan solo la falta de car¨¢cter lo que me impide desembarazarme con soltura de estas situaciones. La casa del grandull¨®n no estaba tan cerca. Hab¨ªa que cruzar al otro lado de West End Avenue. Caminaba en¨¦rgicamente con unos zapatones negros y un deslavazado abrigo negro, habl¨¢ndome de los libros que llevaba publicados, sin que le hiciera caso nadie, sin que los cr¨ªticos mercenarios de The New York Times tomaran nota de su existencia. De pie a su lado en el enorme ascensor era bastante m¨¢s alto que yo. Abri¨® una puerta y me dej¨® pasar. Me encontr¨¦ en el apartamento m¨¢s desordenado y m¨¢s sucio en el que he estado nunca. Hab¨ªa pilas de libros y papeles arrumbados por todas partes, bolsas negras de basura, recipientes de comida para llevar sobre las mesas, en las estanter¨ªas, en el suelo, con grados diversos de deterioro y malos olores. Hab¨ªa desfiladeros estrechos entre las monta?as de libros y cosas. Emergi¨® de uno de ellos con su volumen de poemas como si hubiera encontrado un objeto de valor en un vertedero. Todo tardaba mucho, o as¨ª me parec¨ªa. Hab¨ªa tardado en encontrar el libro y ahora tardaba buscando por los m¨²ltiples bolsillos del abrigo y del pantal¨®n un bol¨ªgrafo con el que dedic¨¢rmelo. Cuando sal¨ª de all¨ª, con tanto alivio como irritaci¨®n conmigo mismo, subiendo por la ancha acera populosa de Broadway, mir¨¦ la dedicatoria, escrita en una letra err¨¢tica, tan ininteligible como los poemas verbosos y pobremente impresos, como los de un imitador de T.S. Eliot que hubiera perdido la raz¨®n.
Mi mujer dice que hay algo en m¨ª que les permite identificarme. Estaba en uno de los escasos asientos de la estaci¨®n de Chamart¨ªn, en medio del caos de los viajeros y los anuncios por megafon¨ªa de trenes retrasados, y un hombre de unos setenta y tantos a?os, empujando un carro con varias maletas, me pregunt¨® si estaba libre el asiento a mi lado. ¡°Es que me han operado y tengo que sentarme¡±. Sac¨® una cartera, y de ella una especie de carnet sanitario: ¡°Mire, no le miento, aqu¨ª viene explicada mi minusval¨ªa¡±. Le dije que no hac¨ªa falta, y hasta me hice a un lado para que tuviera m¨¢s sitio. ¡°Es para que no piense que soy un caprichoso¡±, me dijo, desplom¨¢ndose junto a m¨ª. Y entonces empez¨® su mon¨®logo, agravado porque se me acercaba mucho. ¡°No se?or. Yo no soy como esos caprichosos que votan a Perro S¨¢nchez. Caprichosos, caprichosas y caprichoses. Todos hijoputas y traidores. Ya lo dice Cervantes en su libro, y Cervantes no era tonto precisamente. A Sancho Panza lo llaman traidor y don Quijote saca la cara por ¨¦l y dice que los traidores son los otros. El Perro quiere ser un caudillo. En Espa?a los caudillos han tenido siempre muy mala leche, como don Paco. Si don Paco no me call¨®, tampoco me van a callar a m¨ª estos hijos de puta, con su memoria hist¨®rica, chupando huesos de muertos. El alcalde comunista de mi pueblo fusil¨® a doscientas personas en la guerra. ?Esos esqueletos no los buscan? Fusil¨® a doscientos y los llev¨® en camiones fuera del t¨¦rmino municipal para que los enterraran otros. ?Y qu¨¦ me dice usted de Garc¨ªa Lorca? ?No ha dicho ya la familia que ellos no quieren que sigan buscando los huesos? Por mil pesetas lo mataron. Mil pesetas cobr¨® el que lo mat¨®. ?Usted no sab¨ªa eso? Y el Perro buscando huesos de muertos y queriendo enga?ar a los votantes y a las votantas y los votantos, y la Bego?a robando lo suyo, otra hija de puta...¡±
Hubiera querido o¨ªrlo como quien oye llover, pero me perturbaba esa voz tan cercana, la boca movi¨¦ndose delante de m¨ª. Tuve la suerte de que anunciaron por los altavoces su tren y se march¨® tan aprisa como pudo, cojeando, empujando maletas, encorvado, murmurando sus interjecciones siempre repetidas, hijoputas, traidores, Perro S¨¢nchez, el Perro, caprichosos, votantas, solo y enconado entre el desorden de la gente, pose¨ªdo por un odio en el que hab¨ªa una intensidad f¨ªsica m¨¢s agresiva que las palabras mismas con que lo formulaba, palabras prestadas de la bronca pol¨ªtica, del zumbido de avispas de las feroces tertulias de la radio extremista y los sumideros de las redes sociales, con su claustrofobia de burbujas herm¨¦ticas tan enrarecidas como la mente de este hombre, en la que parec¨ªa confundirse el desvar¨ªo ideol¨®gico y el trastorno mental. Pens¨¦ en la responsabilidad de quien habla o escribe en p¨²blico: en la toxicidad de una atm¨®sfera en la que no hay tregua para la violencia verbal, la calumnia, la injuria, el sarcasmo hacia el que dej¨® de ser adversario y ahora es solo enemigo. Pens¨¦ tambi¨¦n que quiz¨¢s no debiera sentarme solo nunca m¨¢s en los bancos de la calle o las salas de espera.
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