V¨ªsperas de una despedida
Un bodeg¨®n de Zurbar¨¢n como el que el Prado exhibe hasta fin de mes puede servir de refugio en una ciudad a veces tan inh¨®spita como Madrid
En esta ma?ana de final de primavera el sonido que predomina en el parque del Retiro no es el canto de los p¨¢jaros, sino el de las cortadoras de c¨¦sped, consagradas a decapitar millones de flores silvestres justo cuando m¨¢s nutritivas son para los insectos y m¨¢s animan con su variedad las praderas, tan verdes este a?o gracias a las lluvias recientes. Madrid es una ciudad acogedora para los millonarios, para los coches gigantescos, los especuladores urbanos y los demagogos populistas ¡ªno s¨¦ si hay otra capital del mundo en la que sea posible que se condecore a Javier Milei¡ª, pero muy inh¨®spita para casi todas las formas de vida, desde los insectos y las aves hasta la inmensa mayor¨ªa de los seres humanos no protegidos por la c¨¢psula del dinero. En Madrid se espera para podar los ¨¢rboles a que se encuentren en la plenitud de su savia, y se rotulan con l¨ªneas blancas en medio del tr¨¢fico carriles bici con el prop¨®sito de disuadir a los usuarios que no quieran jugarse la vida. Quiz¨¢s animados por la condici¨®n de motero del alcalde, los motoristas invaden con sus m¨¢quinas ingentes las aceras para tomar atajos, y se enfadan agresivamente con el peat¨®n inoportuno que les hace un gesto de protesta o no les deja paso con la debida rapidez. En Madrid, los d¨ªas de calor, los colegios p¨²blicos tienen de media 10 grados m¨¢s de temperatura que los colegios privados, y cuando en un espacio de naturaleza recobrada en el pobre Manzanares se desata la feracidad de la vida animal y vegetal, inmediatamente las autoridades municipales se lanzan a planear un espect¨¢culo de luz y sonido que aniquilar¨¢ el silencio y la oscuridad nocturna en las orillas del r¨ªo, si bien dar¨¢ ocasi¨®n a los turistas de hacerse fotos multicolores, y ¡°oportunidades de negocio¡± ¡ªsacar tajada, en espa?ol antiguo¡ª a alg¨²n contratista o pariente. Hay viviendas en Madrid cercanas al monstruoso estadio Santiago Bernab¨¦u donde en las noches de concierto el suelo vibra y tiembla como en un s¨®tano berlin¨¦s de m¨²sica electr¨®nica.
Que el gran parque en el coraz¨®n de la ciudad se llame el Retiro es una promesa no siempre colmada. Uno va al Retiro queriendo retirarse temporalmente de una atm¨®sfera de agresividad a la que se vuelve m¨¢s sensible, y tambi¨¦n m¨¢s vulnerable, seg¨²n pasan los a?os, o seg¨²n las variaciones en su estado de esp¨ªritu, tan influidas por los azares de la qu¨ªmica cerebral como por las evidencias objetivas de la calamidad del mundo, la inmensidad del sufrimiento humano. La pesadumbre personal es un encierro no buscado en lo oscuro de uno mismo, pero el esfuerzo o la disciplina de asomarse afuera puede ofrecer un espect¨¢culo m¨¢s tenebroso todav¨ªa. Conozco a personas, en otras ¨¦pocas muy interesadas en las agitaciones del momento, que ahora dicen no leer nunca el peri¨®dico, o solo de vez en cuando y por encima, y no seguir las noticias en la televisi¨®n o en la radio. ¡°El mundo est¨¢ demasiado encima de nosotros¡±, se quejaba de viejo Saul Bellow. Uno siente la necesidad de retirarse a ese espacio protegido que Montaigne llamaba su arri¨¨re-boutique, su trastienda privada, pero tambi¨¦n conoce mejor de lo que quisiera sus peligros, y sabe que para bien y para mal las cosas est¨¢n siempre muy mezcladas, y que cerrar los ojos a lo amenazante o lo desagradable es tambi¨¦n muchas veces cerrarlos a lo valioso, lo que requiere atenci¨®n y merece ser observado, a la bondad y la decencia que no son menos admirables porque tantas veces queden ocultadas por la espectacularidad de lo peor.
Dice Simone Weil que no observar la belleza del mundo es un pecado que tiene por castigo perderla. Esta ma?ana en el Retiro me perturban el ruido y la masacre bot¨¢nica en miniatura de los cortac¨¦spedes municipales, pero el olor a savia de la hierba reci¨¦n cortada me inunda los pulmones con un golpe inesperado de j¨²bilo que alivia el alma, y que se confunde con el olor todav¨ªa m¨¢s poderoso de un eucalipto, su tronco gigante rodeado de una alfombra de hojas ca¨ªdas, largas como cintas. En este momento no hay m¨¢s presencia a mi alrededor que un mirlo reci¨¦n aterrizado que explora sin reparar en m¨ª, con su pico amarillo, la hierba corta y muy verde entre las hojas secas del eucalipto.
Pero ahora mis pasos cobran una direcci¨®n. Me he acordado, no s¨¦ si por la efusi¨®n de los olores en la sombra fresca, de que ya faltan pocos d¨ªas para que se lleven del Prado un cuadro que pertenece al Museo de la Fundaci¨®n Norton Simon de Pasadena, en California, el Bodeg¨®n con cidras, naranjas y rosa que pint¨® y firm¨® Francisco de Zurbar¨¢n en 1633, y que ha estado en Madrid desde marzo. He ido a verlo de vez en cuando a lo largo de estos meses, pero esta ma?ana se me ocurre la idea insidiosa de que puede que no vuelva a verlo nunca. Nadie ve un cuadro de verdad si no lo tiene delante de los ojos. Y no solo por la inexactitud de las reproducciones, sino por la cualidad de presencia que imponen su tama?o y su escala, el espacio f¨ªsico en el que el espectador se encuentra con ¨¦l, como bajo el influjo de su campo magn¨¦tico, la materialidad de la tela, los pigmentos, la madera del marco, la luz de la sala, el ¨¢nimo de quien mira, desde qu¨¦ mundo secreto.
Lo primero que sorprende de este bodeg¨®n es su tama?o: es bastante m¨¢s grande de lo normal en el g¨¦nero, tan menor en las dimensiones como en la consideraci¨®n de su valor en la jerarqu¨ªa de la pintura. No es un cuadro ¡°de historia¡±, con personajes heroicos o religiosos de cuerpo entero, ni un retrato de un noble o un santo o de un dignatario eclesi¨¢stico. Sobre una mesa bien pulida hay dos platos de metal a los lados de una cesta de mimbres muy entrelazados. En el plato de la izquierda hay unas cidras o limones grandes; en el de la derecha, una rosa apoyada en el filo y una taza de porcelana blanca con agua. En el centro, la cesta de mimbre colmada de naranjas, y sobre ellas unos tallos de naranjo con flores de azahar. Una luz suave que viene de la izquierda alumbra y moldea las formas de las cosas, pero se detiene en el l¨ªmite posterior de la mesa, delante de un fondo negro, de una negrura de noche cerrada, de alquitr¨¢n o antracita. No hay nada m¨¢s, solo la firma apenas visible.
He llegado al cuadro por el camino m¨¢s corto, atravesando las salas sin detenerme a mirar ninguna otra pintura, abri¨¦ndome paso entre la multitud de turistas ya con uniforme de verano, algo aturdido por el clamor de tantas voces, intentando aislarme de ellas. Est¨¢ en una sala peque?a, rodeado por otros cuadros muy desiguales de Zurbar¨¢n, ninguno igual de prodigioso, ninguno capaz de detener as¨ª la mirada y el tiempo. No hay mucha gente alrededor. Hay momentos en los que me he quedado solo, y entonces los pormenores de la pintura parece que se agrandan y cobran mayor precisi¨®n. Por m¨¢s veces que lo mires no se agota nunca. La rosa posada en el plato se refleja d¨¦bilmente en la superficie met¨¢lica. Cada hoja de naranjo y cada flor de azahar son distintas. La luz tranquila resalta los vol¨²menes en el tr¨¢nsito hacia la sombra. Cada rugosidad de la piel abrupta de los c¨ªtricos es tan precisa, como cada una de las varas de mimbre con las que est¨¢ tejida la cesta. Un bodeg¨®n barroco es una celebraci¨®n de lo real y un recordatorio como susurrado de la vanidad de las cosas terrenales. La mesa de madera es tambi¨¦n un altar para la eucarist¨ªa de lo cotidiano, la contemplaci¨®n agradecida de una belleza que est¨¢ en la realidad y que atestigua el oficio visionario y artesanal del pintor. Dentro de unos d¨ªas el cuadro no estar¨¢ en Madrid. Aunque no vuelva a verlo, seguir¨¦ acord¨¢ndome del refugio ¨ªntimo que me ha ofrecido en la intemperie de estos tiempos.
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