La soledad del cuidador de fondo
La sociedad descansa sobre trabajos no remunerados, pero a la vez condena a quien pretende conciliar profesi¨®n y cuidados
Lo imprescindible no cuenta. El relato dominante deja fuera a quien decide cuidar lo interior. La palabra ¡°econom¨ªa¡± proviene del griego oikos, ¡°casa¡±; en su origen remoto, describ¨ªa la administraci¨®n del hogar. La gran paradoja es que, a lo largo del tiempo, la econom¨ªa se ha mostrado displicente con el espacio hogare?o. Nadie duda del beneficio de actividades como criar a los ni?os, limpiar, lavar la ropa o cuidar enfermos. Sin embargo, salvo que contratemos a alguien para ocuparse de ellas, no computan en la contabilidad productiva, no son relevantes ni crean riqueza o derechos. Incluso la profesi¨®n carece de reconocimiento y se paga mal. Arrinconamos esa esfera ¨ªntima que, m¨¢s que una esfera, vendr¨ªa a ser la cuadratura del c¨ªrculo. Poco valoradas, excluidas de los grandes indicadores, las tareas dom¨¦sticas y los cuidados subsisten en el subsuelo social. Parece que no respondiesen a una l¨®gica econ¨®mica, sino solo amorosa. La econom¨ªa, nacida en el hogar, no quiere decir su nombre.
Contemplamos los cuidados como un asunto privado, olvidando su dimensi¨®n colectiva. Cada cual debe resolver sus necesidades como pueda, con sus solos recursos. Mientras algunos multimillonarios investigan c¨®mo lograr una inmortalidad de ¨¦lite, los sistemas p¨²blicos sufren recortes, y quienes cuidan caen en un desamparo cada d¨ªa m¨¢s asfixiante. En la tragedia griega Alcestis, de Eur¨ªpides, el dios Apolo concede al corrupto rey Admeto el don de la vida eterna. Para lograrlo, alguien debe acceder de manera voluntaria a morir en su lugar. Obsesionado, el monarca ofrece grandes sumas de dinero a los m¨¢s pobres de su reino, pero nadie acepta. Al final, su esposa Alcestis, enferma, asume el pacto mortal y asegura as¨ª el futuro de sus hijos. Esta muerte canjeable ofrece una met¨¢fora dist¨®pica de las sociedades donde el dinero compra la salud ¡ªcada vez m¨¢s negocio y menos derecho¡ª. A medida que gana terreno la l¨®gica del s¨¢lvese quien pueda, una parte creciente de los esfuerzos recae en la red de afectos, sin apenas apoyos ni facilidades, y as¨ª emerge la soledad del cuidador de fondo.
Las personas que deciden acompa?ar a un ser querido enfermo afrontan renuncias constantes, agotamiento y aislamiento. Para todas ellas la entrega est¨¢ penalizada: dejar el trabajo, reducir su jornada, salarios mermados, sue?os enterrados, reproches, ansiedad, bregar tensas y demacradas de un sitio a otro. La sociedad entera descansa sobre esos trabajos no remunerados, pero a la vez condena a quien pretende conciliar profesi¨®n y cuidados.
En su libro Viajes a tierras inimaginables, Dasha Kiper, psic¨®loga cl¨ªnica experta en demencia, investiga la mente de los cuidadores, los grandes olvidados. Kiper cree que necesitar¨ªamos no solo mayor flexibilidad social, sino una mejor comprensi¨®n de la parad¨®jica experiencia de cuidar a alguien amado. Es f¨¢cil imaginar la permanente ansiedad de intentar encajar el rompecabezas, la impresi¨®n de fallar a todos, la prisa y la presi¨®n. Pero, a esto, como insiste Kiper, se une a veces la oposici¨®n del paciente. Para quien pierde el control, sus problemas suelen ser culpa de otros. ¡°Los cuidadores no solo son testigos de la enfermedad, sino tambi¨¦n de c¨®mo esa persona se defiende de ella y la reh¨²ye¡±. Negar el problema conlleva negar a quien te atiende. Al hilo de las pugnas, emergen antiguas heridas no resueltas, ecos de conflictos latentes. Hasta cierto punto puede ser m¨¢s delicado ocuparse de un familiar que de un extra?o, ya que en muchos casos resulta inevitable leer sus s¨ªntomas y reacciones en clave personal. Enfadarse es comprensible, dada la tensi¨®n, pero al estallido suele seguir el arrepentimiento. En las arenas movedizas del dolor, el equilibrio es fr¨¢gil y la paz interior, dif¨ªcil. Hay que borrar los remordimientos por no estar a la altura de un ideal imposible.
Dasha Kiper describe el sentimiento de culpa de quien cuida, esa impotencia que emerge como resultado explosivo de la responsabilidad, la soledad y, a menudo, la asfixia econ¨®mica. Permanecer junto a los enfermos para atender sus necesidades puede ser muy gratificante, pero drena nuestra energ¨ªa. Sin el imprescindible descanso, se oxida el h¨¢bito de distanciarse para reponer fuerzas y buscar placer. Estas mara?as de cuidado, cansancio y culpabilidad no se desenredan solas. Las soluciones individuales pueden aliviar, pero no bastan. Hace falta sentido de lo com¨²n, y comunidades de sentido. Necesitamos propuestas pol¨ªticas y econ¨®micas que regresen a la acepci¨®n etimol¨®gica. Se requiere una sanidad al alcance de todo el mundo y tan robusta como nos gustar¨ªa que lo fuera nuestra salud. Resulta vital contar con redes, tribus y una familia de aliados: la amistad sabe ser profundamente terap¨¦utica.
En Los destellos, delicada y sabia pel¨ªcula dirigida por Pilar Palomero a partir de un relato de Eider Rodr¨ªguez, una joven universitaria contempla con angustia c¨®mo se agrava la enfermedad de su padre divorciado. La madre, Isabel, que ya tiene otra pareja y otra vida, debe decidir si ayudar o mantenerse alejada. No quiere ser la mujer que se sacrifica por un hombre con el que rompi¨® hace 20 a?os: tras dibujar con esfuerzo sus fronteras, teme asumir un antiguo sometimiento y una nueva atadura. A la vez, tampoco desea dejar sola a su hija ante lo que est¨¢ por llegar. Paso a paso, en un juego de reticencias y presencias, los cuatro ¡ª¨Cincluido el nuevo compa?ero de Isabel¡ª construyen un c¨ªrculo poco convencional de atenciones rec¨ªprocas, una extra?a familia asim¨¦trica que recorre ese ¨²ltimo trecho sosteni¨¦ndose. Hace falta una trenza de apoyos para que nadie cuide ni muera a solas.
En esa b¨®veda de amparo mutuo, todos podemos contribuir a hacer m¨¢s leve el peso, tambi¨¦n desde la periferia de la enfermedad. El fil¨®sofo estoico Epicteto, contempor¨¢neo de Marco Aurelio, sab¨ªa que no es f¨¢cil acercarse a esas tierras de penumbra: ante el dolor ajeno, experimentamos torpeza, desconcierto y desaz¨®n. Escribi¨® en su Enchiridion sobre el arte de ayudar y consolar sin hundirnos y sin tampoco esquivar a quien sufre: ¡°Cuando veas a alguien llorar de pena, procura no dejarte vencer por el mal. Acomp¨¢?ale en su pena y, si es necesario, comparte sus lamentos. Esfu¨¦rzate, sin embargo, por no gemir interiormente¡±. El contexto de individualismo creciente nos ha desentrenado en la colaboraci¨®n. Hemos olvidado la pregunta m¨¢s sencilla: ?qu¨¦ necesitas? Esas situaciones requieren sutileza para encontrar palabras simples, para decir: ll¨¢mame cuando est¨¦s abrumada. Si, como suele suceder, la persona que cuida ya no tiene tiempo libre, quiz¨¢ la ¨²nica opci¨®n es acompa?arla en sus tareas cotidianas. Nutrir la confianza, no criticar, no aconsejar, no sermonear. Colaborar no consiste en arengar a los dem¨¢s explicando qu¨¦ har¨ªas t¨² para resolver sus problemas, como un or¨¢culo. Se trata de aligerar el peso, disminuyendo en lo posible el estr¨¦s y la ansiedad.
En alg¨²n momento de nuestra evoluci¨®n, la carga compartida se afianz¨® como mecanismo adaptativo, no solo porque la uni¨®n hace la fuerza, sino tambi¨¦n porque las amenazas parecen menos abrumadoras cuando se afrontan en comunidad. Quienes han tejido relaciones solidarias sufren menos miedo que quienes se sienten solos. Cuando aflora la angustia, es momento de mirar al invisible, alumbrar la penumbra y salvar los destellos. La persona enferma y sus acompa?antes forman una unidad: son todas pacientes y reclaman atenci¨®n.
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