Exageraci¨®n del aquelarre
Hay realidades que est¨¢n m¨¢s all¨¢ de cualquier descripci¨®n, eso sucedi¨® con el mitin de Trump en Nueva York
No todo puede ser transmitido por escrito. He dedicado unas seis horas de mi vida a ver uno de los ¨²ltimos actos p¨²blicos protagonizados por Donald Trump, en el Madison Square Garden de Nueva York, el domingo pasado, y he de aceptar de antemano que las cosas que vi y escuch¨¦ no soy capaz de cont¨¢rselas con alguna esperanza de fidelidad a nadie que no las haya visto y escuchado igual que yo. No siempre se ha de descartar el adjetivo ¡°indescriptible¡±. Hay realidades que est¨¢n m¨¢s all¨¢ de cualquier descripci¨®n. Podemos conformarnos con la s¨ªntesis de un titular, o de una frase literal entrecomillada, pero hay algo, mucho, que permanecer¨¢ inaccesible para nuestras facultades verbales.
Suele ocurrir eso con algunos aspectos de la vida americana, con la escala de sus amplitudes naturales, para la que no tenemos comparaci¨®n en Europa, y con la dimensi¨®n tambi¨¦n exagerada y hasta desorbitada de muchos de sus lugares, actitudes y objetos cotidianos: los todoterrenos colosales, los centros comerciales como construcciones babil¨®nicas rodeadas de aparcamientos como desmedidos latifundios de asfalto, los cuerpos de muchas personas, los trozos de carne roja a la parrilla, los s¨¢ndwiches de medio metro, los torsos herc¨²leos de militares y polic¨ªas, los casinos en los que jubilados y jubiladas con sobrepeso y en bermudas se juegan el cheque mensual de la Seguridad Social, las megaiglesias tan grandes como casinos o como centro comerciales; y tambi¨¦n lo que no se ve ni puede ser cuantificado con precisi¨®n: la ret¨®rica mesi¨¢nica de los discursos pol¨ªticos, la piadosa teatralidad de cerrar los ojos, alzar la barbilla y llevarse la mano al coraz¨®n cuando suena el himno nacional, la simultaneidad de la extrema riqueza y de una pobreza cuya sordidez tampoco imagina un europeo, el contraste entre la variedad continental del pa¨ªs y la repetici¨®n infinita de una serie de patrones invariables, que tiene un hipnotismo entumecedor cuando se viaja por las autopistas: urbanizaciones de casas familiares con jardines y banderas en los porches, extensiones asfaltadas de ventas de coches de segunda mano, hoteles id¨¦nticos que siempre parecen estar en la periferia de alg¨²n aeropuerto, restaurantes de cadenas de comida r¨¢pida, almacenes como hangares de jardiner¨ªa o de ferreter¨ªa, todo lo mismo siempre, en autopistas que atraviesan en l¨ªnea recta bosques o desiertos, y al fondo de las cuales empiezan a distinguirse en el horizonte los rascacielos de un downtown que se volver¨¢ fantasmal a las cinco de la tarde.
La paradoja de Estados Unidos es que no hay otro pa¨ªs que nos parezca m¨¢s familiar, porque desde que nacemos nos alimentamos con sus im¨¢genes y sus historias, y que sin embargo sea, en el fondo, tan ajeno a nosotros, tan ¨ªntimamente extra?o. Bill Bryson, cuando volvi¨® a su Iowa natal despu¨¦s de muchos a?os en Inglaterra, escribi¨® un libro sobre su regreso y lo titul¨® El continente perdido. El pa¨ªs tiene mucho de eso, una inmensidad impenetrable no ya para los extranjeros, sino para los mismos nativos que viven en las grandes ciudades, y que llaman desde?osamente al territorio entre las dos costas, Fly over country, el pa¨ªs remoto por encima del cual se pasa en avi¨®n, un vago T¨ªbet herm¨¦tico en el que prevalece una teocracia de la Biblia, las armas de fuego, la raza blanca, la carne roja y el voto al Partido Republicano, que ya no es el de los patricios de los trajes oscuros, los acentos respetables y los clubes de campo, sino el del aquelarre populista y apocal¨ªptico que desat¨® hace ya casi diez a?os Donald Trump.
Me acuerdo muy bien del estupor por su victoria en noviembre de 2016. Aquel individuo de peinado inveros¨ªmil al que ve¨ªamos en las portadas chismosas de The New York Post y en un reality show m¨¢s inveros¨ªmil todav¨ªa que se llamaba The Apprentice, de un d¨ªa para otro era el sucesor de Barack Obama, y dejaba abolido con su vulgaridad de ricach¨®n vocinglero el espejismo de elegancia y progreso postracial simbolizado por aquella pareja tan distinguida de piel oscura en la Casa Blanca, un edificio construido por esclavos. Ocho a?os m¨¢s tarde, somos menos capaces todav¨ªa de comprender la atracci¨®n que un personaje as¨ª sigue ejerciendo sobre tantos millones de personas: un oligarca que viaja en un avi¨®n privado con grifos y retretes chapados en oro es visto como un h¨¦roe de la clase trabajadora por hombres y mujeres sometidos a la pobreza y despojados de cualquier forma de protecci¨®n social; un depredador sexual que compra el silencio de actrices pornogr¨¢ficas y exesposas sucesivas inspira un fervor religioso cercano a la idolatr¨ªa en cristianos evang¨¦licos obsesionados por el pecado y el infierno; un machista grosero que celebra en p¨²blico el tama?o de los genitales de un as del deporte y ha sido condenado por un delito de abusos sexuales provoca gritos entusiastas de mujeres cuando aparece como una estrella del rock en una tribuna; un racista confeso que califica de asesinos y violadores a los ilegales atrae a un porcentaje sustantivo de esos votantes de origen asi¨¢tico o latinoamericano que llevan menos de una generaci¨®n en el pa¨ªs pero ya recelan de los reci¨¦n llegados, por esa inclinaci¨®n que tienen a veces los explotados a rendir pleites¨ªa a sus explotadores con la esperanza de dejar atr¨¢s a quienes est¨¢n peor que ellos.
El espect¨¢culo del domingo pasado en el Madison Square Garden fue un desbordamiento de esa realidad americana que para nosotros es imposible comprender, como un absceso de dimensiones monstruosas que revienta y que lo infecta todo: un caldo de cultivo aislacionista, integrista y xen¨®fobo que ha existido siempre, pero que la hipocres¨ªa o la fortaleza institucional o el pudor reprim¨ªan. Uno tras otro, jaleados por una multitud que no rebaj¨® su entusiasmo demente durante m¨¢s de seis horas, los teloneros de Trump, con voces roncas de masculinidad amenazante, repitieron mentiras, insultos, exageraciones, calumnias, groser¨ªas tabernarias, bulos que parecer¨ªa imposible que alguien en su juicio pudiera creer: las ciudades americanas han ca¨ªdo en poder de bandas de asesinos liberados de las peores c¨¢rceles del mundo; las v¨ªctimas de los huracanes en Carolina del Norte no reciben ayuda del gobierno federal porque el dinero que deber¨ªa gastarse en las emergencias se regala a los inmigrantes ilegales, alojados en hoteles de lujo; Kamala Harris, adem¨¢s de incompetente y retrasada mental, es un t¨ªtere manejado por sus proxenetas con la finalidad de destruir el pa¨ªs; tambi¨¦n es el demonio, y el Anticristo; los dem¨®cratas son degenerados y gente de baja estofa que odia a los jud¨ªos. Un orador esgrimi¨® un crucifijo con ademanes de exorcista y declar¨® que Kamala Harris no ama a Jesucristo y no admite en sus actos p¨²blicos a aquellos que s¨ª lo aman. El exalcalde Rudy Giuliani asegur¨® que los ni?os palestinos, a los dos a?os, ya est¨¢n adiestrados para matar. Solo Donald Trump podr¨¢ salvar a las ni?as y mujeres americanas de los violadores, los asesinos, los secuestradores extranjeros; a los trabajadores de la penuria; a los peque?os empresarios de la rapacidad de los impuestos. Dios en persona vot¨® por adelantado aquel d¨ªa de julio en que lo salv¨® de la bala que providencialmente tan solo le roz¨® una oreja.
Casi cinco horas despu¨¦s, uno de esos himnos de rock religioso y patri¨®tico que act¨²an como taladros sobre el cerebro anunci¨® el advenimiento definitivo, la presencia terrenal del ¡°mejor presidente en la historia del mundo¡±, ¡°el m¨¢s grande de los luchadores¡±, quien volvi¨® a anunciar, levantando nuevos berridos de entusiasmo, ¡°la mayor deportaci¨®n en masa de toda la historia¡±. De tanto o¨ªr aumentativos, siempres y jamases, a m¨ª tambi¨¦n se me ocurri¨® uno: nunca en mi vida he tenido tanto miedo de unas elecciones.
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