Nuevas tecnolog¨ªas antiguas
Gran parte del ¨¦xito popular de Hitler y de su partido se deb¨ªa a los sistemas de amplificaci¨®n a gran escala del sonido
Hace a?os, leyendo, para variar, una historia de la Rep¨²blica de Weimar, me enter¨¦ de que una gran parte del ¨¦xito popular de Hitler y de su partido se deb¨ªa a un avance tecnol¨®gico reciente, aunque menor en apariencia: los sistemas de amplificaci¨®n a gran escala del sonido. Uno ve las inmensidades de gente bramando en respuesta a los bramidos bestiales de su l¨ªder, que gesticula y ruge delante de un micr¨®fono, y no cae en la cuenta de que sin potent¨ªsimos sistemas de megafon¨ªa esa voz no tendr¨ªa ning¨²n efecto, ni los himnos resonar¨ªan tan poderosamente en las dimensiones de un gran estadio. Hemos visto im¨¢genes de l¨ªderes gritando en los balcones, delante de multitudes congregadas en las plazas, pero antes del perfeccionamiento de la megafon¨ªa esos oradores incendiarios se desga?itaban en vano, porque a unos metros de distancia nadie pod¨ªa o¨ªr lo que dec¨ªan. Sin altavoces muy potentes, ?qui¨¦n iba a enterarse de nada? La temible euforia de una masa de cien mil personas respondiendo al un¨ªsono a la oratoria de un demagogo genocida o a un crescendo de marchas militares no llegar¨ªa a sus extremos de sumisi¨®n y delirio si no fuera por el poder aplastante de una tecnolog¨ªa del sonido.
Eran tambi¨¦n los primeros pasos del cine sonoro, y la ¨¦poca en que estallaba la venta de aparatos de radio y gram¨®fonos en los domicilios privados. T¨¦cnicas innovadoras de impresi¨®n y procesos industriales muy perfeccionados mutiplicaban la presencia y el impacto de la publicidad, la carteler¨ªa pol¨ªtica, los peri¨®dicos y las revistas ilustradas, con tipograf¨ªas, dise?os gr¨¢ficos y montajes de fotos que tal vez no han sido nunca superados. La democracia liberal, el reformismo socialdem¨®crata, eran cosas rancias y anticuadas en los primeros a?os treinta. Lo moderno, lo cool, lo joven, lo guay, era ser nazi, o ser comunista. A diferencia de los carcamales de la democracia burguesa, los pol¨ªticos del porvenir abrazaban sin miedo las nuevas tecnolog¨ªas. En otra de esas historias de Weimar que me empe?o en leer, aun sabiendo lo mal que acaban, me enter¨¦ de que Hitler us¨® por primera vez la megafon¨ªa en un acto p¨²blico de masas en 1928. Sus discursos se grababan en discos de pizarra y eran hits de ventas. Tambi¨¦n fue Hitler el primer candidato que viaj¨® en avi¨®n de una ciudad a otra durante una campa?a electoral, multiplicando as¨ª el n¨²mero de actos en los que participaba, a veces varios en un mismo d¨ªa. Los fot¨®grafos y los c¨¢maras de cine lo retrataban con su moderna gabardina y un gorro de piloto, bajando en¨¦rgicamente de su aeroplano de ¨²ltimo dise?o antes de que la h¨¦lice se hubiera detenido. Donald Trump apareci¨¦ndose a sus fieles desde la escalerilla de un avi¨®n no ha inventado nada.
Toda esta estrategia que ahora llamar¨ªamos de comunicaci¨®n la ide¨® Joseph Goebbels, ministro de Propaganda y Educaci¨®n Popular desde enero de 1933. Sabios juristas alemanes viajaban al Sur de Estados Unidos para estudiar las normas de segregaci¨®n racial y pureza de sangre que les inspiraron sus propias leyes contra los jud¨ªos. Tambi¨¦n fue de Estados Unidos de donde Joseph Goebbels aprendi¨® los principios y t¨¦cnicas de la manipulaci¨®n mental: si la radio, el cine, la megafon¨ªa, pod¨ªan usarse tan persuasivamente para vender toda clase de productos, adorn¨¢ndolos con las baratas fantas¨ªas y los esl¨®ganes simples y machacones de la publicidad, exactamente lo mismo pod¨ªa hacerse con los mensajes pol¨ªticos, y hasta con el espect¨¢culo completo de la realidad.
Hay un fervor extremo bien compatible con el cinismo. Joseph Goebbels era un fan¨¢tico que se estremec¨ªa hasta las l¨¢grimas, hasta casi el orgasmo, en presencia de Hitler, pero tambi¨¦n era un c¨ªnico dotado de esa indiferencia hacia la verdad que caracterizada a los publicitarios y a los expertos en la extra?amente llamada comunicaci¨®n pol¨ªtica, todos ellos suscritos ahora a la palabrer¨ªa de lo que ellos denominan, sin escr¨²pulo alguno, y sin respeto al oficio antiguo de contar, storytelling: el relato, dec¨ªan hasta hace nada; la narrativa, dicen ahora, que suena mejor porque es un calco del ingl¨¦s, narrative, falso amigo que no significa narrativa, sino narraci¨®n. De Goebbels quedan fotos y secuencias de noticiarios, pero el retrato m¨¢s exacto se lo hizo con palabras nuestro Manuel Chaves Nogales, que tuvo la desagradable oportunidad de entrevistarlo en Berl¨ªn, casi reci¨¦n llegado al poder, en mayo de 1933: ¡°Es un tipo rid¨ªculo, grotesco; con su gabardinita y su pata torcida (¡). Es de esa estirpe dura de los sectarios, de los hombres votados a un ideal con el cual fusilan a su padre si se le pone por delante¡±.
Me acuerdo ahora del Gobbels de Chaves Nogales porque he visto una pel¨ªcula alemana sobre ¨¦l que est¨¢ a punto de llegar a los cines, El ministro de propaganda, de Joachim A. Lang. En la pel¨ªcula, no sin imprudencia, se alternan im¨¢genes documentales con la recreaci¨®n de los hechos: en un momento dado vemos a los actores que interpretan a Hitler y a Goebbels, y m¨¢s en segundo plano a otras eminencias nazis; a continuaci¨®n, en blanco y negro, con una fotograf¨ªa ya degradada por el tiempo, vemos las caras verdaderas, y entonces toda tentativa de verosimilitud es in¨²til. A estas alturas, por mucho esfuerzo que pongamos todos, en un actor caracterizado como Hitler no podemos ver nada m¨¢s que a un actor malamente disfrazado de Hitler (quiz¨¢s la ¨²nica excepci¨®n prodigiosa fue Bruno Ganz en El hundimiento). La dificultad con Goebbels ser¨ªa menor porque su imagen es menos familiar. El actor que lo interpreta, Robert Stadlober, se esfuerza agotadoramente en imitar los gestos, la voz, las arengas p¨²blicas y las palabras privadas de Goebbels, muy bien documentadas gracias al testimonio de los diarios que sigui¨® escribiendo hasta el final, con una especie de vanidad p¨®stuma. Pero la sastrer¨ªa, la peluquer¨ªa, el maquillaje, la ambientaci¨®n fracasan con todo su virtuosismo frente a lo irreductible de la realidad. A este Goebbels en color le brilla la cara de salud y su uniforme est¨¢ siempre nuevo y planchado y aunque afecta una cierta cojera irradia buena forma f¨ªsica: el Goebbels verdadero tiene la cara chupada como de ansiedad, de rencor secreto y de insomnio, como de no haberse afeitado despu¨¦s de una mala noche, y es encogido y desmedrado, irrisorio por comparaci¨®n con los uniformados escult¨®ricos que muchas veces lo escoltan. Qu¨¦ se le va a hacer: a veces unas palabras verdaderas y bien elegidas de un periodista que no aspiraba a hacer literatura pueden ser m¨¢s eficaces que toda la opulencia de una producci¨®n cinematogr¨¢fica.
Pero habr¨¢ que evitar esa tendencia a la autocomplacencia ilustrada o progresista que parece acentuarse cuanto m¨¢s deprimentes son nuestras expectativas y m¨¢s falta nos har¨ªa el sentido cr¨ªtico. Quienes triunfan ahora, cien a?os despu¨¦s de la invenci¨®n de la megafon¨ªa, no son, somos, los disc¨ªpulos de Chaves Nogales, o de George Orwell, con nuestro empe?o de observar y comprender, sino los omnipotentes herederos de Joseph Goebbels, maestros en el dominio de capacidades tecnol¨®gicas infinitamente m¨¢s poderosas e invasoras que todas las conocidas o incluso imaginadas en su tiempo. Robert Paxton, el gran historiador de la Francia de P¨¦tain, est¨¢ convencido, a sus noventa y tantos a?os, de que el mundo regresa al fascismo. El general John Kelly, que fue asesor de Trump, lo llama, con laconismo terminante, un fascista. Yo creo que esas especulaciones sem¨¢nticas no van a ninguna parte. Sabemos lo que las tecnolog¨ªas de la mentira y de la destrucci¨®n masiva facilitaron hace un siglo, y vemos lo que est¨¢n haciendo ahora, y lo que pueden hacer, en el alma de las personas y en la realidad p¨²blica del mundo. El nombre que habr¨¢ que dar a todo esto a¨²n no lo sabemos.
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