?Cu¨¢ndo tendremos el valor de detener la crisis clim¨¢tica?
El capitalismo est¨¢ provocando la destrucci¨®n del planeta. Debemos buscar soluciones fuera ¡ªy en contra¡ª de nuestro sistema econ¨®mico
Si seguimos quemando combustibles f¨®siles al ritmo actual, iremos sin remedio hacia el derrumbe apocal¨ªptico de la civilizaci¨®n. Y lo m¨¢s asombroso es que ya casi nadie discrepa seriamente de esta afirmaci¨®n. No solo porque el consenso cient¨ªfico es abrumador, sino porque, cada vez m¨¢s, nosotros mismos podemos ver personalmente las pruebas. Los fen¨®menos meteorol¨®gicos letales son cada vez m¨¢s frecuentes y graves en todas partes. Los agricultores experimentan en carne propia las consecuencias del aumento de las temperaturas, la inestabilidad de los patrones clim¨¢ticos y la p¨¦rdida de biodiversidad. La mayor¨ªa de los l¨ªderes mundiales se han comprometido a reducir las emisiones de carbono. ¡°No se puede negar la ciencia¡±, dice Simon Harris, ¡°el planeta est¨¢ en llamas¡±. A pesar de ello, a?o tras a?o, los objetivos no se cumplen, los combustibles f¨®siles generan beneficios gigantescos y las emisiones mundiales de carbono siguen aumentando.
?C¨®mo es posible? La humanidad parece estar atrapada en un siniestro combate a muerte y una lucha desesperada por sobrevivir. ?Pero contra qu¨¦ enemigo? ?Qu¨¦ poderosa fuerza es esa que est¨¢ luchando por la extinci¨®n de la humanidad? Algunos quieren hacernos creer que somos nosotros, unas criaturas intr¨ªnsecamente codiciosas, condenadas a destruir todo lo que tocamos. Pero la verdad es que los seres humanos habitan la Tierra desde hace cientos de miles de a?os y no empezaron a emitir niveles peligrosos de di¨®xido de carbono hasta el nacimiento de la sociedad industrial, en el siglo XVIII. Y la mayor parte de ese incremento se ha producido hace muy poco. En una proporci¨®n abrumadora, durante las ¨²ltimas d¨¦cadas, cuando ya se conoc¨ªa el peligro del cambio clim¨¢tico. Si la causa del calentamiento de nuestro planeta es la codicia humana, debe de ser una codicia especial, sorprendentemente tard¨ªa ¡ªdada la larga historia de nuestra especie¡ª y de una fuerza inesperada. Pero quiz¨¢ podemos darle un nombre m¨¢s apropiado y concreto: capitalismo.
A diferencia de otras formas de organizaci¨®n de la vida econ¨®mica, el sistema capitalista genera ¡ªy necesita¡ª un crecimiento exponencial. Antes de la era del capitalismo industrial, la producci¨®n econ¨®mica no sol¨ªa variar mucho entre una d¨¦cada y otra, ni siquiera entre un siglo y otro. Un campo produc¨ªa m¨¢s o menos las mismas cosechas en 1200 que en 1600. La aparici¨®n del capitalismo cambi¨® todo. Hoy, como en la ¨¦poca de la m¨¢quina de vapor, las econom¨ªas capitalistas deben crecer sin parar, y no hasta alcanzar un supuesto estado final de abundancia perfecta, sino para seguir avanzando: m¨¢s recursos, m¨¢s producci¨®n, m¨¢s consumo, siempre m¨¢s. Crecimiento significa rentabilidad de la inversi¨®n, que es la base de la econom¨ªa capitalista. Quienes tienen capital para invertir quieren que su dinero crezca, no porque son mal¨¦volos ni dementes, sino porque ese es el principio b¨¢sico de la propia inversi¨®n. Como explica el fil¨®sofo pol¨ªtico Kohei Saito, el capitalismo, sencillamente, no puede ¡°desacelerar¡±. El impulso de crecer es el motor del sistema. Y ese motor, como casi todos los dem¨¢s, funciona con combustibles f¨®siles.
Por supuesto, este panorama est¨¢ incompleto. El carb¨®n, el petr¨®leo y el gas no son m¨¢s que sustancias inanimadas, sin ninguna capacidad intr¨ªnseca de influir en nuestra econom¨ªa. Para que los combustibles f¨®siles generen beneficios, la gente debe pagar por ellos o por los bienes que ayudan a producir. Y paga. Desde los vuelos de larga distancia hasta los coches de lujo, pasando por la moda r¨¢pida, los consumidores pudientes est¨¢n encantados de profanar nuestro planeta a cambio de tener diversi¨®n y comodidad. Pero el consumo, en s¨ª, por muy derrochador que sea, no genera ni necesita un crecimiento exponencial. Si una persona compra 10 camisas un a?o, no hay ninguna l¨®gica econ¨®mica que le obligue a comprar 12 o 15 el a?o que viene. El crecimiento es un principio del capitalista, no del consumidor. Y la diferencia entre las necesidades de las personas y las necesidades del capital es muy evidente. Aqu¨ª, en Irlanda, al mismo tiempo que muchas familias tienen dificultades para pagar el recibo de la luz, los centros de datos de las empresas privadas consumen m¨¢s electricidad que todos los hogares urbanos juntos.
?Y la democracia? ?La democracia de qui¨¦n? Al fin y al cabo, nuestro sistema pol¨ªtico no es una democracia ¨²nica mundial, sino una jerarqu¨ªa desigual de naciones. En la pr¨¢ctica, un pu?ado de votantes en los estados bisagra de Estados Unidos tiene m¨¢s poder para determinar la velocidad y la magnitud del calentamiento del planeta que los dem¨¢s miles de millones de habitantes de la Tierra. Como es sabido, los colonos norteamericanos se rebelaron contra el hecho de que pagaban impuestos pero no estaban representados. ?Es muy distinta la destrucci¨®n medioambiental sin derecho a representaci¨®n? Incluso aunque las emisiones de carbono se repartieran de forma democr¨¢tica ¡ªcosa que no ocurre¡ª, ?por qu¨¦ los votantes de los pa¨ªses m¨¢s ricos van a tener derecho a envenenar el aire, el mar, el suelo y los r¨ªos de toda la Tierra? El carbono emitido en Estados Unidos y Europa causa estragos en Pakist¨¢n, Hait¨ª, Somalia y Filipinas, pero los habitantes de esos pa¨ªses no tienen derecho a votar en las elecciones estadounidenses ni europeas. Esta forma de organizar nuestra vida pol¨ªtica colectiva se parece, m¨¢s que a una democracia, a otro sistema pol¨ªtico que en Irlanda conocemos bien: el imperio.
Sin embargo, las mol¨¦culas de carbono no saben de pol¨ªtica electoral ni de soberan¨ªa nacional. El carbono presente en la atm¨®sfera no respeta las fronteras, por muy armadas y vigiladas que est¨¦n. Podemos considerarnos ciudadanos de un pa¨ªs y miembros de una democracia nacional, pero, ante la destrucci¨®n de los ecosistemas planetarios, somos, sobre todo, habitantes de una misma Tierra. Sabemos que las personas m¨¢s pobres del mundo ¡ªque trabajan en centros donde las explotan, campos y minas, para enriquecer a¨²n m¨¢s a los m¨¢s ricos¡ª son las que ya est¨¢n sufriendo las primeras y m¨¢s graves consecuencias clim¨¢ticas. Pero no nos enga?emos: esta crisis nos alcanzar¨¢ a todos. Las inundaciones devastadoras como las que acaban de cobrarse cientos de vidas en Valencia son cada vez m¨¢s frecuentes y catastr¨®ficas. Tambi¨¦n lo son las tormentas m¨¢s da?inas. Solo en 2023, se calcula que murieron 47.000 europeos como consecuencia del calor extremo. Y esto no ha hecho m¨¢s que empezar.
Los votantes preocupados por el futuro de la vida humana en la Tierra todav¨ªa pueden optar por apoyar a los pocos partidos de izquierda radical que intentan comprender la magnitud del problema, como People Before Profit en Irlanda. Por su parte, los consumidores preocupados por el clima pueden reducir su propio impacto en las emisiones de carbono volando menos en avi¨®n, comiendo menos carne o ninguna, comprando menos art¨ªculos innecesarios, y as¨ª sucesivamente. Estos gestos no son desde?ables, en absoluto, pero tampoco son suficientes para poner de rodillas a los grandes intereses dependientes de los combustibles f¨®siles. La destrucci¨®n del ecosistema mundial y el aumento de las temperaturas exigen que busquemos soluciones fuera ¡ªy en contra¡ª del marco de nuestro sistema pol¨ªtico actual. Si queremos que los ni?os de hoy tengan futuro en este planeta, no podemos seguir coloreando obedientemente dentro de los bordes marcados.
?Qu¨¦ nos queda entonces? ?Protestas callejeras, cartas, campa?as p¨²blicas? ?Tirar sopa en las galer¨ªas de arte? Pero todas esas t¨¢cticas no sirven m¨¢s que para influir en la opini¨®n p¨²blica. Las multinacionales no est¨¢n destruyendo la Tierra porque quieran ganarse las simpat¨ªas de la gente, sino para obtener beneficios. Si queremos un verdadero cambio, tenemos que estar dispuestos a poner en peligro esos beneficios y a aprender de quienes ya lo han hecho. Aqu¨ª, en el condado de Mayo, los activistas de la organizaci¨®n Shell to Sea se dedicaron durante m¨¢s de una d¨¦cada a luchar contra la construcci¨®n de un gasoducto y una refiner¨ªa que quer¨ªa emprender Shell, el gigante de los combustibles f¨®siles. En 2005, empezaron a organizar piquetes en las obras, impedir la entrada de los trabajadores e incluso sabotear infraestructuras, por ejemplo, destrozando las pistas de madera tendidas sobre las turberas. Los manifestantes fueron objeto de represi¨®n violenta e intimidaci¨®n a manos de la polic¨ªa (la Garda) y la seguridad privada, pero aguantaron. En 2012 se calcul¨® que los retrasos causados por las acciones de la comunidad hab¨ªan triplicado el coste total del proyecto. S¨ª, el gasoducto acab¨® construy¨¦ndose. Pero, en una econom¨ªa de mercado, solo pensar en el coste de los retrasos puede hacer que una inversi¨®n sea menos atractiva. Si un grupo local de activistas comprometidos puede suponerle a Shell un gasto de mil millones de euros o m¨¢s, imaginemos cu¨¢nto podr¨ªan conseguir una docena o un centenar de grupos de ese tipo.
?Qu¨¦ da a las multinacionales el derecho a contaminar el aire que respiramos, drenar nuestras aguas subterr¨¢neas y agotar los menguantes recursos de nuestro planeta, mientras nos quita a los dem¨¢s el derecho a imped¨ªrselo? Una idea concluyente: la propiedad privada. Como los ricos poseen cosas y los pobres no, es legal que los ricos destruyan la Tierra e ilegal que los pobres se lo impidan. En su libro de 2021 C¨®mo dinamitar un oleoducto, el te¨®rico y acad¨¦mico sueco Andreas Malm escribi¨®: ¡°La propiedad no est¨¢ por encima de la Tierra; no hay ninguna ley t¨¦cnica, natural ni divina que, en esta emergencia, la haga inviolable¡±. O nos enfrentamos al sistema que est¨¢ amenazando nuestra civilizaci¨®n, o ¡°la propiedad nos costar¨¢ la tierra¡±. Con cada a?o y cada mes que pasa, el argumento es cada vez m¨¢s dif¨ªcil de refutar. Sabemos lo que ya est¨¢ ocurriendo a nuestro alrededor. Y sabemos lo que se avecina. ?Cu¨¢ndo vamos a tener el valor de detenerlo?
Quiz¨¢, en el mejor de los casos, nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos nos recordar¨¢n con horror y se preguntar¨¢n c¨®mo fue posible que tantos de nosotros ¡ªincluida yo misma¡ª fu¨¦ramos tan pasivos, desorganizados y cobardes cuando sab¨ªamos que estaba en juego su vida. Por supuesto, otra perspectiva muy veros¨ªmil es que no queden muchos vivos y no tengan tiempo para acordarse de nosotros en absoluto.
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