El psic¨®pata can¨ªbal que hac¨ªa l¨¢mparas con la piel de sus v¨ªctimas
Ed Gein, el estadounidense que inspir¨® las pel¨ªculas 'Psicosis', 'El silencio de los corderos' y 'La matanza de Texas', profan¨® multitud de tumbas. Se le atribuye una decena de asesinatos
[* Este art¨ªculo apareci¨® en la edici¨®n impresa del Domingo, 26 de febrero de 2006]
No es raro que los libros, art¨ªculos, p¨¢ginas web o documentales dedicados a Ed Gein adviertan que sus contenidos "pueden herir la sensibilidad del p¨²blico". Valga, pues, el aviso.
Hoy est¨¢ tan olvidado que muchos creen no conocerlo. Y, sin embargo, se estremecen en la ducha al evocar la secuencia del apu?alamiento de Janet Leigh en Psicosis. O el petardeo de la motosierra en La matanza de Texas, y el gancho que utiliza Leatherface para colgar a sus v¨ªctimas. O El silencio de los corderos y el disfraz de pieles humanas de Buffalo Bill, as¨ª llamado por la inveterada costumbre de desollar a sus secuestradas.
En tal caso, conocen muy bien a Ed Gein. Solo que no lo saben. Porque esas tres pel¨ªculas ¡ªque marcan otros tantos hitos en el thriller de los sesenta, setenta y noventa¡ª est¨¢n basadas en ¨¦l. Adem¨¢s de las dos secuelas de Psicosis y El silencio de los corderos, las cuatro de La matanza de Texas, varias r¨¦plicas, caterva de imitaciones, una copiosa discograf¨ªa y bibliograf¨ªa, alg¨²n c¨®mic de estilo manga u obras de teatro que cuentan con pelos y se?ales las fechor¨ªas del Carnicero de Plainfield, el m¨¢s extra?o y creativo psic¨®pata del siglo XX.
Y si no, que se lo digan al sheriff de Plainfield, tras entrar en la granja de Ed al anochecer del 16 de noviembre de 1957, mientras investigaba la desaparici¨®n de una vecina. El espect¨¢culo que se encontr¨® fue tan terror¨ªfico que algunos atribuyeron su muerte al cabo del tiempo a la angustia que le provoc¨® recordar los detalles para el juicio.
La casa se hallaba a oscuras, sin luz el¨¦ctrica. El sheriff sinti¨® que algo le rozaba el hombro. Y al volverse y enfocar con su linterna se top¨® con los despojos de un cuerpo sujeto a un gancho. Hab¨ªa sido desollado y eviscerado de tal modo que al principio pens¨® en un reno, caza habitual de la regi¨®n. Un examen m¨¢s detenido le revel¨® que se trataba de los restos de una mujer colgada cabeza abajo. Las piernas estaban separadas formando una gran uve, de cuyo v¨¦rtice arrancaba un profundo tajo, prolongando la hendidura vaginal hasta el cuello. Ah¨ª terminaba, porque hab¨ªa sido decapitada. Tambi¨¦n le faltaban los genitales y el ano.
La polic¨ªa tuvo que emplear esa noche y buena parte del d¨ªa siguiente para hacerse cargo del alcance de lo perpetrado por Ed Gein. No tardaron en descubrir numerosos restos humanos: cuatro narices en una caja; nueve vulvas saladas y pintadas de color plateado; un cuenco para sopa hecho con la mitad invertida de un cr¨¢neo; nueve m¨¢scaras construidas con rostros de mujer; otras tantas cabezas sujetas a la pared como trofeos de caza; piel de diversas partes del cuerpo usada para confeccionar brazaletes, monederos, vainas de cuchillo, polainas, papeleras, pantallas de l¨¢mparas y asientos; cuatro calaveras que adornaban los remates de la cama; un coraz¨®n en una sart¨¦n; docenas de ¨®rganos en la nevera; un collar hecho con labios; un cintur¨®n de pezones; un chaleco tapizado de vaginas y pechos; un vestido completo elaborado con piel femenina?.
La polic¨ªa hall¨® en su casa multitud de restos humanos, entre ellos nueve vulvas saladas y pintadas de color plateado, un cuenco para sopa hecho con la mitad invertida de un cr¨¢neo, nueve m¨¢scaras construidas con rostros de mujer
?C¨®mo era posible que todo eso se hubiera llevado a cabo sin que nadie se apercibiese de semejantes atrocidades? ?C¨®mo pod¨ªa haberlo hecho por s¨ª solo aquel hombrecillo taciturno, de g¨¦lidos ojos azules? Estaba considerado el tonto del pueblo, alguien tan inofensivo que no le invitaban a cazar porque dec¨ªa no soportar la sangre.
Las respuestas empezaron a aflorar al reconstruir la vida de Edward Theodore Gein, iniciada hace ahora un siglo con su nacimiento en La Crosse. All¨ª vino al mundo en 1906, en esta ciudad a orillas del alto Misisipi, en el Estado de Wisconsin, junto a la linde con el de Minnesota. Sus padres, George y Augusta, ya hab¨ªan tenido otro hijo siete a?os antes, al que llamaron Henry.
Los dos progenitores no se llevaban bien. George era un hombre de car¨¢cter d¨¦bil, bastante desastrado y alcoh¨®lico. Pero all¨ª estaba Augusta para compensar sus dejaciones. Ella llevaba con mano f¨¦rrea la tienda de comestibles familiar, y tambi¨¦n fue quien en 1914 decidi¨® que deb¨ªan trasladarse al no muy lejano Plainfield, una tranquila localidad de 652 habitantes. Lo hizo para evitar que la ciudad corrompiera a sus hijos.
Y all¨ª creci¨® Ed, en una granja de ochenta hect¨¢reas, aislada en medio del campo, a unos 10? kil¨®metros del pueblo. Una vez que Augusta lo retir¨® de la escuela, se dedic¨® a espantarle todos los amigos. El futuro asesino recordar¨ªa m¨¢s tarde de forma muy v¨ªvida lo sucedido en el min¨²sculo matadero que ten¨ªan para su uso privado, al que le hab¨ªan prohibido entrar de modo terminante. Hasta que una ma?ana, atra¨ªdo por los chillidos de un animal, mir¨® a trav¨¦s de la puerta entreabierta y vio a sus padres llenos de sangre, mientras mataban un cerdo. Tras ello, lo colgaron de unos ganchos y empezaron a despiezarlo. En ese momento, su madre se volvi¨® hacia la puerta y alcanz¨® a verle.
Fue uno de tantos secretos guardados entre ambos, que manten¨ªan una relaci¨®n muy especial. Augusta hab¨ªa rezado en vano para que su segundo hijo fuera una ni?a que le ayudara en las tareas de la casa. No tuvo suerte, pero Ed termin¨® asumiendo como propios los deseos de su madre, aut¨¦nticos dict¨¢menes en aquel lugar. Era dominante, puritana, fan¨¢tica. Le¨ªa todos los d¨ªas la Biblia a sus hijos, dibuj¨¢ndoles a las otras mujeres como diab¨®licos veh¨ªculos del pecado. Los manten¨ªa apartados de ellas, y en una ocasi¨®n en que pill¨® a Ed masturb¨¢ndose en el ba?o lo escald¨® arroj¨¢ndole agua caliente.
Augusta despreciaba a su marido. Debido a sus convicciones religiosas, no se planteaba el divorcio. Se conformaba con rezar para que George muriera, y obligaba a sus hijos a acompa?arla en tan piadosos prop¨®sitos. El caso es que, surtieran efecto o no estas plegarias, el padre falleci¨® en 1940 de un infarto.
El hermano mayor, Henry, no tard¨® en seguirle. Ed admiraba el car¨¢cter fuerte de este ¨²ltimo, pero hab¨ªan tenido duros enfrentamientos, porque el primog¨¦nito no aprobaba la relaci¨®n ¨ªntima entre su hermano peque?o y la madre, reproch¨¢ndoselo a ambos. Henry muri¨® en 1944 mientras intentaba apagar un fuego que se aproximaba a la granja. La polic¨ªa advirti¨® que su cad¨¢ver se hallaba en un terreno no calcinado, con golpes en la parte posterior de la cabeza. Sin embargo, en ning¨²n momento se les ocurri¨® que alguien tan t¨ªmido como Ed hubiera matado a nadie, y menos a un hermano al que parec¨ªa querer.
El mismo a?o en que terminaba la Segunda Guerra Mundial, 1945, la salud de Augusta empeor¨® debido al c¨¢ncer. No pod¨ªa moverse, y cuando quer¨ªa mostrarse cari?osa con su hijo le dejaba dormir en su cama. Estaban tan unidos que cuando ella muri¨®, Ed decidi¨® mantener intactas sus habitaciones. ?l se recluy¨® en la cocina y una sala contigua. No necesitaba trabajar, un programa del Gobierno subvencionaba la preservaci¨®n de sus tierras en barbecho.
As¨ª, a los 39 a?os, sin haber tenido contacto f¨ªsico con otra mujer que no fuera Augusta, Ed Gein qued¨® solo, aislado en un mundo que apenas alcanzaba a comprender. Y fue desliz¨¢ndose hacia la psicosis, intern¨¢ndose en sus cenagosos fantasmas, dando rienda suelta a sus quimeras. Sobre todo las relacionadas con el cuerpo femenino, un completo misterio por el que sent¨ªa la misma curiosidad que un ni?o.
Empez¨® a atiborrarse de libros de anatom¨ªa humana, historias sobre los experimentos realizados en los campos de exterminio nazis, las salvajadas de las campa?as b¨¦licas del Pac¨ªfico, revistas pornogr¨¢ficas y operaciones de cambio de sexo. Todo alimentaba aquella olla a presi¨®n.
Como no ten¨ªa acceso a mujeres de carne y hueso, decidi¨® desenterrarlas del cementerio. Un d¨ªa ley¨® en el peri¨®dico local un suelto sobre una vecina reci¨¦n inhumada, y pens¨® que hab¨ªa llegado el momento de pasar a la acci¨®n. Para ello pidi¨® ayuda a un viejo amigo, Gus, otro lobo solitario, todav¨ªa m¨¢s zumbado que ¨¦l.
Tras esa profanaci¨®n vinieron otras, a lo largo de los siguientes diez a?os, m¨¢s o menos con la misma rutina. Se llevaba el cad¨¢ver entero o las partes que le interesaban y, una vez en la granja, utilizaba los huesos y la piel para su peculiar artesan¨ªa, guardando la carne y los ¨®rganos internos en la nevera. Seg¨²n todos los indicios, para devorarlos m¨¢s tarde, aunque ¨¦l siempre neg¨® el canibalismo y la necrofilia.
Sol¨ªa elegir mujeres mayores que le recordaban a su madre. Pero quiz¨¢ entre los cad¨¢veres femeninos que Ed deseaba exhumar se encontrase el suyo propio. Porque detr¨¢s de ese obsesivo inter¨¦s por la anatom¨ªa del sexo opuesto se hallaba el deseo de transformarse ¨¦l mismo en mujer, en su madre. De los cuerpos desenterrados le atra¨ªan los ¨®rganos que no pose¨ªa. Los cortaba y se los pon¨ªa, visti¨¦ndose enteramente con piel femenina. Tambi¨¦n consider¨® la posibilidad de someterse a una operaci¨®n de cambio de sexo, y la desech¨® por resultar muy cara.
En paralelo, a partir de 1947, hab¨ªan empezado las desapariciones en los alrededores de Plainfield, aunque a nadie se le ocurri¨® relacionarlas con Gein. Y mientras crec¨ªa su colecci¨®n de trofeos, los experimentos de Ed se volvieron cada vez m¨¢s osados e imprevisibles. Su amigo Gus fue internado en un manicomio a principios de los a?os cincuenta. Y de nuevo Gein qued¨® solo. Fue entonces cuando se atrevi¨® a dar el siguiente paso: proveerse de cuerpos vivos.
Su primera v¨ªctima fue una divorciada de 51 a?os, Mary Hogan, a la que mat¨® en 1954 dispar¨¢ndole con su rev¨®lver. La polic¨ªa no consigui¨® resolver el caso, y en los tres a?os siguientes quiz¨¢ hubiera otras v¨ªctimas suyas. No obstante, nada pudo demostrarse hasta la ma?ana del s¨¢bado 16 de noviembre de 1957, el d¨ªa en que se levantaba la veda. Tom¨¢ndoselo al pie de la letra, Ed cogi¨® su viejo rifle del 22 y mat¨® a Bernice Worden, la due?a de la ferreter¨ªa, de 58 a?os. Despu¨¦s cerr¨® la tienda, meti¨® el cuerpo en su camioneta Ford y se la llev¨® a la granja, igual que hab¨ªa hecho con su anterior v¨ªctima.
Pero esta vez el nombre de Gein figuraba en el libro de registro, porque hab¨ªa encargado medio gal¨®n de anticongelante. Y el hijo de Bernice Worden era ayudante del sheriff. As¨ª fue como ¨¦ste se decidi¨® a visitarle en su granja, encontr¨¢ndose con el espect¨¢culo que conmocion¨® al pueblo.
Solo se le pudieron probar estos dos asesinatos. Algunos le atribuir¨ªan hasta 10. Con todo, no fue el n¨²mero, sino el m¨¦todo, lo que caus¨® tanto horror como fascinaci¨®n. Especialmente cuando las revistas Time y Life le dedicaron sus portadas en los n¨²meros de diciembre de 1957, convirtiendo a Gein en una celebridad.
Despu¨¦s del aluvi¨®n de periodistas, cientos de curiosos se dejaron caer por Plainfield. La sociedad que se hizo cargo de la "granja del asesino" empez¨® a cobrar 50 centavos por visitarla, y corri¨® el rumor de que la iban a convertir en una atracci¨®n para turistas. En marzo de 1958, se declar¨® un incendio, claramente intencionado. Muchos objetos de Ed sobrevivieron y fueron subastados. Entre ellos su camioneta Ford, comprada por un chamarilero, que decidi¨® exhibirla en los circuitos de feria. Miles de personas pagaron 25 centavos por ver y tocar el coche en el que hab¨ªa transportado a sus v¨ªctimas.
Gein pod¨ªa ser un loco, pero estaba muy bien acompa?ado en sus obsesiones. Durante bastante tiempo fueron habituales las bromas macabras, popularmente conocidas como Geiners, en honor suyo. No era raro que se amenazase a los ni?os con llamarle si se portaban mal, como en otros sitios se recurre al sacamantecas.
Al cabo de 10 a?os fue juzgado y hallado culpable. Dado su estado mental, se le ingres¨® en un sanatorio, donde transcurrieron apaciblemente sus ¨²ltimos a?os, mientras se rodaban pel¨ªculas y se publicaban libros de gran ¨¦xito, inspirados en su vida y milagros. Fue un paciente mod¨¦lico, hasta que muri¨® de c¨¢ncer en 1984, a la edad de 78 a?os. Lo enterraron junto a su madre en el cementerio de Plainfield que hab¨ªa profanado tantas veces. Su propia tumba tampoco qued¨® a salvo. En junio de 2000 fueron robadas distintas partes de ella, con toda probabilidad para venderlas en Internet, donde se ofrec¨ªan objetos relacionados con ¨¦l. Un a?o m¨¢s tarde, su l¨¢pida fue recuperada en Seattle.
El primero en inspirarse en su caso fue el novelista Robert Bloch, nacido en el vecino Chicago, pero crecido en Milkwaukee, Winsconsin. En 1959 introdujo el personaje de Norman Bates en su novela Psycho, que al a?o siguiente llev¨® al cine Alfred Hitchcock. Quiz¨¢ no por casualidad, porque el famoso cineasta brit¨¢nico hab¨ªa recopilado y montado las im¨¢genes filmadas por los aliados en los campos de concentraci¨®n nazis. Su pel¨ªcula Psicosis a?adi¨® a los instrumentos usados por Gein dispositivos f¨ªlmicos no menos afilados: un montaje que trocea las im¨¢genes como el asesino a sus v¨ªctimas; unos planos secuencia que serpentean por escaleras y pasillos hasta estrangular los resuellos del espectador; una m¨²sica en blanco y negro con staccatos que resuenan como estacazos.
Y con ¨¦l se abri¨® paso hasta las pantallas el moderno psic¨®pata en serie. No es que no existieran otros antes de ¨¦l. Pero a mediados del siglo XX resultaban f¨¢ciles de desactivar. Hac¨ªa falta alguien que los pusiera al d¨ªa, a la altura de un p¨²blico endurecido por los horrores transcurridos de Auschwitz a Hiroshima. Con su Freud bien sabido y un psiquiatra de guardia dispuesto a sajarle sus neurosis y dem¨¢s supuraciones del subconsciente.
Ed Gein sent¨® las bases para suscitar tan sofisticados mecanismos en aquel Estados Unidos de Eisenhower, Doris Day, los coches con aletas cromadas y Disneylandia. Antes de ¨¦l, el cine hab¨ªa dado cobijo a algunas mutaciones y terrores nucleares: hormigas gigantes, tar¨¢ntulas asesinas, cosas as¨ª. Pero apenas se hab¨ªa internado en las aberraciones producidas en las mentes.
Fue ¨¦l, con su psiquismo a la deriva, quien extrajo las consecuencias m¨¢s abisales de sus lecturas sobre los campos de exterminio o la guerra del Pac¨ªfico. A su modo, los metaboliz¨® no como simples sucesos puntuales, sino como categor¨ªas inseparables de la descascarillada condici¨®n moderna. Y tampoco hac¨ªa falta la aparatosa tecnolog¨ªa nuclear o la log¨ªstica de las SS. Bastaba con el puritanismo de una madre fan¨¢tica, un Edipo de buena calidad y el bricolaje de una simple granja.
Con esos mimbres arm¨® una propuesta tan avanzada que para hacerse cargo de ella han tenido que suceder no pocos libros y pel¨ªculas. Solo un malo de muy alto octanaje ser¨ªa capaz de proporcionar combustible a tantas obras, y tan intensas.
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