La hora de las nietas: ?Por qu¨¦ tantas poetas del Per¨² est¨¢n escribiendo sobre sus abuelas?
Le¨ªdos en conjunto, los textos de esta nueva tendencia reconstruyen la intimidad del proceso m¨¢s importante de la historia reciente: el desplazamiento ind¨ªgena, andino, la gran migraci¨®n del campo y la transformaci¨®n de la ciudad
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¡°Yo no crec¨ª en las bibliotecas ni leyendo revistas o peri¨®dicos.
En mi casa ten¨ªamos a la abuela que nos contaba cuanta historia pod¨ªa¡±.
(Dina Ananco)
Cuando era una ni?a, en Lima, la poeta Leda Quintana sufr¨ªa para dormir en casa. Ten¨ªa pesadillas. ¡°Debajo de mi cama, ni?os sin pies danzan¡±, escribi¨® sobre esas noches en su libro La casa umbr¨ªa. ¡°Revivo el temor de que ellos me devoren¡±. Cualquiera en su situaci¨®n habr¨ªa despertado a gritos a sus padres, pero Leda no pod¨ªa hablar, y con frecuencia terminaba orin¨¢ndose en la cama. Adem¨¢s, pap¨¢ y mam¨¢ siempre estaban de mal humor, agobiados por el trabajo, as¨ª que la estrategia de Leda consist¨ªa en encogerse bajo las frazadas e imaginar que estaba en casa de su abuela, lejos: ¡°Rezo en mi mente y con mi cuerpo helado invoco a mi Cordillera Negra¡±. Cuando acababa el a?o, la abuela Rosal¨ªa la acog¨ªa en su casa de Huasta, un pueblo en los Andes centrales del Per¨², donde por fin Leda se sent¨ªa a salvo.
En muchos hogares migrantes, la abuela es la figura afectiva que emerge mientras los padres se la pasan trabajando. La abuela de Leda sab¨ªa curar. Le pasaba el cuy, le soplaba el cigarro, la sentaba en rocas calientes. ¡°Leo en tus ojos, abuelita (...), que dejar¨¦ de enfermarme todos los a?os, dejar¨¦ de mojar las pieles de ovejitas que pones todas las noches en la cama en la que dormimos juntas¡±. Su madre tambi¨¦n sent¨ªa los efectos sanadores, cuando visitaba la casa de Huasta. En Lima se la pasaba gritando ¨Cme cont¨® Quintana en una entrevista¨C, angustiada por el mandato migrante de progresar; mientras que en Huasta, la tierra donde hab¨ªa nacido y de la que se hab¨ªa marchado siendo adolescente, mam¨¢ recuperaba la tranquilidad y la capacidad de acercarse a su hija. El efecto duraba lo que duraban las vacaciones escolares. Luego volv¨ªan el estr¨¦s, las peleas; la escuela donde insultaban a Leda por su origen, su rostro, su piel.
Como millones de hogares andinos trasplantados a las ciudades coste?as durante el siglo pasado, el de Leda Quintana se hab¨ªa fracturado en ese proceso. Su casa no era un refugio sino el lugar oscuro, umbr¨ªo, donde adultos y ni?os callaban los dolores para enfocarse en el trabajo. En las escuelas y en el pa¨ªs en general reinaba un gran silenciamiento sobre el impacto de la migraci¨®n en los propios migrantes. Las historias sobre el desarraigo no las escrib¨ªan los mismos protagonistas y, hasta hoy, en la literatura, la tele y las ciencias sociales, abunda el miserabilismo, el paternalismo y la condena. Por eso, la imagen de una ni?a enmudecida en su propia casa ¨Cmientras invoca espiritualmente a su abuela quechua¨C es una met¨¢fora brillante para entender al Per¨² actual, donde poetas de origen andino vienen publicando una constelaci¨®n de libros que, a partir de las abuelas, se internan en sus or¨ªgenes. Le¨ªdos en conjunto, los textos reconstruyen la intimidad del proceso m¨¢s importante de la historia reciente: el desplazamiento ind¨ªgena, andino, la gran migraci¨®n del campo y la transformaci¨®n de la ciudad. Ni?as que no pod¨ªan gritar ante los fantasmas, como en el poema de Leda Quintana, ahora escriben la literatura m¨¢s fascinante en el Per¨².
En La casa umbr¨ªa (Astron¨®mica 2021) y Constelaciones (madr¨¦pora 2022), Quintana retorna al pasado familiar para enfrentar pesadillas, airear tab¨²es y compartir secretos. All¨ª nos enteramos del abuelo paterno que tuvo diecisiete hijos con diferentes mujeres en Yauyos, y de la abuela que cri¨® a esos ni?os ajenos incluso mejor que a los suyos propios. Entre episodios rurales de cuidado maternal y violencia patriarcal, Quintana retrata un mundo campesino asfixiado por su propia capital. Lima escatima recursos, concentra los servicios p¨²blicos e impide que se expandan los derechos. Que esta metr¨®poli refugie a un tercio de la poblaci¨®n nacional no es un dato saludable, sino la evidencia de lo mal que opera el pa¨ªs. Mucho antes de convertirse en la curandera que Quintana recuerda, su abuela Rosal¨ªa fue una profesora rural que se sacrific¨® para enviar a sus seis hijos a Lima, uno tras otro, convirtiendo la agon¨ªa de la separaci¨®n en una forma de maternidad.
?Qu¨¦ encuentra una nieta en la biograf¨ªa de sus antepasadas? ?Qu¨¦ le dicen a una escritora las vidas que fueron silenciadas en su propia casa? ¡°?Por qu¨¦ estamos obsesionadas en poetizar a nuestras abuelas?¡±, se preguntaba hace un tiempo Gloria Alvitres, autora de Canci¨®n y vuelo de Santosa (Alastor 2021), un libro-ofrenda escrito para su abuela quechua fallecida en 2015. Este poemario es en parte biograf¨ªa (¡°A los 12 a?os Santosa dej¨® el campo¡±), testimonio (¡°Santosa vive inquieta en mis sue?os¡±) y, sobre todo, un di¨¢logo intenso entre ambas mujeres. Dice la nieta:
Yo no creo en Pap¨¢ Dios
te lo dije susurrando.
Y me condenaste a ser un demonio tibio.
La abuela le responde:
¡°muchacha de mierda
ni?acha, opa¡±
En el intercambio ocurren varias cosas: la nieta redescubre el quechua, el idioma de la ¡°verg¨¹enza¡±; viaja al pueblo originario de su familia, en Chongos Bajo, en los Andes centrales; y, entre imaginaciones y recuerdos, emerge la Lima popular, andina, chola, ind¨ªgena, migrante, que personas como Santosa construyeron con sus propias manos, urbanizando los cerros y arenales de la ¡°periferia¡±. La familia de Alvitres anid¨® en un cerro de Collique, en el noreste de Lima, en los antiguos territorios de la cultura Colli, donde las nietas cumplieron el sue?o intergeneracional del techo propio.
Santosa no sab¨ªa leer y muri¨® sin ver publicado el libro de su nieta. En el poema Mon¨®logo de Santosa, Alvitres imagina c¨®mo habr¨ªa reaccionado su abuela al ver su nombre impreso en la car¨¢tula. ¡°?Ad¨®nde vas a llevar este libro, ni?acha?¡±, dice Santosa. ¡°Te lo han de recibir y pensar¨¢n que solo s¨¦ llorar y cantar¡±. Aunque al inicio la abuela parece intimidada, pronto expresa lo que piensa y siente de la Lima criolla, ¡°ciudad letrada¡±, adonde cree que el libro va destinado: ¡°Todos son unos cojudos, pienso, ni?acha. Todos quieren el mejor plato, el mejor nombre, quieren leer libros grandes, huecos. Pero no saben, no cocinan, no matan un cuy, no cr¨ªan pollos, no arrullan wawas y los michis les miran asustados, porque tienen ojos de condenados. As¨ª tienen toditos los ojos, ni?acha, en Lima¡±.
En el libro se puede leer la tensi¨®n entre la Lima criolla y neoliberal, que enfada a la abuela, y la Lima andina y popular donde ella vive. La distancia entre ambos espacios no es geogr¨¢fica sino ideol¨®gica y racial. En publicidades tur¨ªsticas y hasta en actividades literarias, la Lima blanca acapara los espacios y esconde con prepotencia a la Lima negra y marr¨®n; en el peor de los casos, se apropia de forma excluyente del r¨®tulo ¡°peruano¡± y oculta a todo el pa¨ªs. Quiz¨¢ por eso varios pasajes del poemario de Alvitres se sienten como una llamada de atenci¨®n, como si Santosa intentara recordarle a su nieta qui¨¦n es y de d¨®nde viene.
Cuando Alvitres estaba en la universidad, sol¨ªa discutir con su madre, quien trabajaba en casa. ¡°Siempre almorz¨¢bamos debatiendo¡±, me cont¨® la poeta durante una entrevista. En el cl¨ªmax de las peleas, la abuela Santosa irrump¨ªa con aparente inocencia para desarmar a la nieta pregunt¨¢ndole: ¡°?hijita, ya comiste tu sopa?¡±. A pesar de todas sus lecturas feministas ¨Cme dijo Alvitres¨C, por entonces le costaba entender cosas tan b¨¢sicas como cuidarse a s¨ª misma. La abuela, por el contrario, encarnaba el feminismo popular de un barrio donde las mujeres luchaban desde que abr¨ªan los ojos cada ma?ana. Alvitres resalta esta dimensi¨®n de su abuela en el poema Simone y Santosa:
Santosa Munive de Jun¨ªn
Simone de Beauvoir de Par¨ªs
se han encontrado esta noche.
Simone recibi¨® en su casa a una mujer molesta,
la tragedia ha enlutado el barrio de migrantes
y Santosa tom¨® un palo para defenderlas.
Urpichallay, Simone
Te has ido donde no pueden mirarte las estrellas,
canta Santosa.
En esta memoria inventada, la madre del feminismo europeo mira con perplejidad a su visitante y le entrega un libro. Por un momento parece la actualizaci¨®n de la escena fundacional de la conquista: el inca Atahualpa recibe la Biblia de manos de un sacerdote y, al arrojarla porque no entiende semejante objeto, justifica su captura. Esta vez, el texto en juego tiene otro contenido. ¡°Pocos saben que ese libro no est¨¢ hecho para los hombres¡±, escribe Alvitres. Santosa, que viene de luchar en las calles, toma el texto sin mucha ceremonia y le responde a la c¨¦lebre autora como le responder¨ªa a su nieta: le entrega una chompa para que se abrigue.
Cuando Santosa muri¨® en 2015, sus parientes armaron un altar con comida, trago y recuerdos importantes. A pesar de lo cercanas que hab¨ªan sido, Alvitres no supo qu¨¦ ofrendarle a su abuela. Canci¨®n y vuelo de Santosa, me cont¨®, naci¨® del deseo de colocar en ese altar algo suyo, ¨ªntimo, que le hiciera honor a quien finalmente hab¨ªa sido la figura fundacional de su familia. El 1 de noviembre de 2022, d¨ªa de los muertos, y tras varios a?os de dialogar con la memoria de su abuela, Alvitres pudo instalar por fin su libro en aquel altar y sentir tranquilidad.
Vistos en conjunto, los libros de las nietas parecen objetos rituales, desde los t¨ªtulos hasta los dise?os de las car¨¢tulas. ¡°El primer poemario es como pagar una deuda¡±, me dijo Leda Quintana, cuyo libro Constelaciones exhibe en la portada una foto de sus abuelos. ¡°Una deuda afectiva que se convierte en una deuda est¨¦tica y po¨¦tica¡±. En ese altar imaginario donde se acumulan las ofrendas figuran, entre otros libros, Apacheta, de Lourdes Aparici¨®n (Hipatia, 2021); Sanchiu, de la poeta wampis Dina Ananco (Pakarina 2021); Mama Hampi, de Pilar Vilcapaza (Hijos de la lluvia 2024), Layqa, de Karuraqmi Puririnay (Lliu Yawar 2021); Mashqa, de Antonio Chumbile (Poes¨ªa Tajo 2015). El altar crece si incluimos all¨ª libros, que aunque no son debutantes, forman parte de la misma familia: Mi abuela, mi patria, de Gloria Mendoza Borda (Arteidea 2018), Comas, de Teresa Orbegoso (A?osluz 2020), Bordando quilcas, de Carolina O. Fern¨¢ndez (Hipatia 2023); obras que participan de un di¨¢logo continental sobre las abuelas donde est¨¢n las novelas de Alice Walker, en el norte afroamericano, y la poes¨ªa y narrativa de Graciela Huinao, en el sur mapuche. El altar crece a¨²n m¨¢s si sumamos las memorias de Joseph Z¨¢rate y Roc¨ªo Quillahuam¨¢n; las novelas autobiogr¨¢ficas de Luis Cruzalegui y Gabriela Wiener; las canciones de Renata Flores, Liberato Kani y Araceli Poma; las pel¨ªculas de ?scar Catacora y Marco Panatonic; y hasta las ef¨ªmeras stories de Alessandra Yupanqui sobre su abuelita Rufi en TikTok. Lo que entonces aparece ya no es una simple coincidencia sino la evidencia plena de un cambio de ¨¦poca.
?En qu¨¦ momento se encuentra la producci¨®n cultural en el Per¨²?, le pregunt¨¦ a la reconocida narradora, ensayista y cr¨ªtica literaria Miluska Benavides, que tambi¨¦n es hija de una familia andina migrante. ¡°Se encuentra en un momento in¨¦dito¡±, me respondi¨®. ¡°No hay otra palabra¡±. Se trata de una generaci¨®n de personas de origen popular que, seg¨²n me explic¨®, ¡°tras a?os de ser representados (...) pueden ahora representarse a s¨ª mismos, ejercer el arte sin mediaci¨®n¡±. Para Benavides, es crucial incluir en este paisaje a la exuberante escritura en quechua sin traducci¨®n, como los libros del novelista Pablo Landeo y la poeta Olivia Reginaldo, por citar solo dos nombres. En muchos casos, se trata de artistas que son los primeros en sus familias en ir a la universidad y que, en el di¨¢logo con abuelas y abuelos, descubren que su historia colectiva ha sido borrada de la historia nacional oficial o, en el mejor de los casos, ocultada ¡°bajo categor¨ªas como ¡®indio¡¯, ignorante¡¯, ¡®b¨¢rbaro¡¯, ¡®infiel¡¯, salvaje¡¯¡±, a?adi¨® Benavides. ¡°Los ancestros son movilizadores¡±. En su caso particular, me cont¨®, ¡°reconstruir la historia familiar de mis abuelos ha servido para entender que muchas de las que se cre¨ªan decisiones familiares, como la migraci¨®n del campo a la ciudad de Lima, no fueron decisiones sino pura necesidad o hambre¡±.
La nieta ¡°ha dejado de ser la muchacha que desconoc¨ªa sus or¨ªgenes; por el contrario, revitaliza a la abuela; se ve en ella, es su espejo¡±, ha escrito la poeta y ensayista Carolina O. Fern¨¢ndez, quien lleva d¨¦cadas viajando en el tiempo tras los pasos de las abuelas de las abuelas. En los a?os noventa, Fern¨¢ndez comenz¨® a estudiar el Manuscrito de Huarochir¨ª, ese archivo colonial de la ¨¦poca de ¡°extirpaci¨®n de idolatr¨ªas¡±, cuando los conquistadores quemaban a los ancestros momificados o ¡°abuelitos¡±, ante el horror de los conquistados. Al leer los mitos ¡°extirpados¡±, Fern¨¢ndez se identific¨® con las mujeres que all¨ª aparec¨ªan. ¡°Las considero mis abuelas¡±, me dijo en una entrevista. Su poemario Bordando quilcas (Hipatia 2023) ¨Cque obtuvo una menci¨®n especial en el premio Casa de las Am¨¦ricas¨C reconstruye el mito de Cahuillaca, una mujer que, para ponerse a salvo del embustero dios Cuniraya, se lanz¨® al mar junto a su beb¨¦. Al contacto con el agua, ambas se convirtieron en dos islas piedra que hoy vemos frente al sur de Lima. El libro de Fern¨¢ndez recupera a la ¡°abuela¡± Cahuillaca y la trae de regreso a un presente cargado de racismo y feminicidios, donde, como dir¨ªa la escritora afroestadounidense Christina Sharpe, el pasado no termina de pasar:
Como bien maullaba mi gato Borges
y las warmikuna de mi pueblo
el tiempo es como el viento
siempre vuelve y nunca es el mismo.
(...)
Cuando me arroj¨¦ a las profundidades
del mar de Pachacamac
huyendo del hombre que arroj¨® con enga?os
su semilla en mi boca
navegu¨¦ con mi wawa sobre una gigante ballena que trag¨® mi alterado humor
De mis mamas brotaron r¨ªos
Las abuelas de los mitos quechuas ¨Cme dijo Fern¨¢ndez¨C ¡°son sabias, laboriosas y no le temen ni se averg¨¹enzan del disfrute de su erotismo¡±. Los r¨ªos m¨¢gicos que brotan de los pechos de Cahuillaca bien podr¨ªan ser los tres r¨ªos que alimentan los valles de Lima, desde los Andes hasta el oc¨¦ano, desde el principio de los tiempos hasta el presente. Esta nueva forma de ver el paisaje y la historia de Lima difumina las figuras patriarcales de conquistadores y vetustos h¨¦roes republicanos que nombran calles y avenidas. Entonces emerge con m¨¢s fuerza la presencia tutelar de la abuela prehisp¨¢nica que nos mira desde aquella isla en el oc¨¦ano.
No es casual que estos libros aparezcan precisamente ahora, cuando se celebra el bicentenario de independencia de la rep¨²blica. Como si faltaran pruebas del distanciamiento entre el estado criollo y el mundo andino, la ceremonia principal de este hito fue la masacre de 49 personas, en su mayor¨ªa ind¨ªgenas, que protestaban contra el Gobierno en el sur del pa¨ªs, entre los a?os 2022 y 2023. Desde entonces, voceros del poder intentan reescribir la tragedia como un episodio coyuntural, justificado y hasta ¡°patri¨®tico¡± para defender la democracia de los indios ¡°terroristas¡±. All¨ª hay una tensi¨®n m¨¢s profunda. Para Carolina O. Fern¨¢ndez, la historia de la patria es la historia oficial, la ¡°historia de los padres/due?os/patrones¡±. La historia de la matria, por el contrario, ser¨ªa la historia silenciada: la de abuelas y antepasados, que ahora quiere brotar incontenible desde la poes¨ªa pero tambi¨¦n desde el cine y otras artes.
El escritor y antrop¨®logo Jos¨¦ Mar¨ªa Arguedas parece el profeta que anticip¨® mejor que nadie la hora de las nietas. En sus novelas, la gran migraci¨®n es un fen¨®meno indesligable de la expansi¨®n del capitalismo en los territorios ind¨ªgenas de Am¨¦rica Latina. En su libro p¨®stumo El zorro de arriba y el zorro de abajo, multitudes de campesinos se desplazan hacia las zonas industriales de Chimbote, en la costa norte, y fundan un pueblo de obreros en el desierto. All¨ª el quechua desaf¨ªa al espa?ol y la historia oficial de progreso es vista con sospecha desde la perspectiva m¨ªtica de los zorros andinos. Pero si Arguedas parece fascinado por la ¨¦pica y la profec¨ªa, los versos de la galardonada Lourdes Aparici¨®n, que creci¨® cosechando tomates desde los doce a?os en la zona agroindustrial de Pisco, contienen las mol¨¦culas inconfundibles de la intimidad en el desarraigo. Su libro Apacheta se lee en varios momentos como un documental sobre la vida en las plantaciones agr¨ªcolas del neoliberalismo, esos escenarios ajenos al boom de la gastronom¨ªa, que solo se vuelven noticia cuando los obreros paralizan las carreteras para protestar:
Cuando cortaba granadas
las horas pasaban como hormigas en cosecha
el cielo era una lenta pel¨ªcula ochentera en blanco y negro.
?ramos jornaleros
que olvidaban tener una vida.
Al mediod¨ªa
el patr¨®n
remojaba nuestras gargantas
en agua de ca?o que mezclaba con un saborizante barato
congelaba nuestra voz
nos limitaba a pensar que m¨¢s all¨¢ de esas parcelas
no exist¨ªamos.
En esta pel¨ªcula de casi noventa p¨¢ginas, varios de los momentos m¨¢s bellos ocurren cuando Aparici¨®n se interna en su historia familiar y construye recuerdos tan delicados como sue?os. En uno de los poemas estelares, una nieta migrante recuerda que, cuando era apenas una beb¨¦, su abuelo le susurr¨® un secreto al o¨ªdo:
Antes de llegar a la orilla del mar
donde muchos sue?an con vivir
y no es f¨¢cil
mi abuelo
de wawa me susurraba
en sus brazos
que la vida es como un d¨ªa lluvioso
que el camino correcto es volver
donde a uno le crecieron las ra¨ªces
que florecer en el mar es dif¨ªcil
porque las ra¨ªces son arrancadas
para trasplantarnos
como el cactus
como el ichu de la puna
Aparici¨®n no recuerda a su abuelo paterno, pues muri¨® cuando ella era una wawa; sin embargo, su padre siempre le cont¨® historias sobre ese hombre que, tras vivir en la costa, cumpli¨® su mandato de retornar a su pueblo, en Ayacucho. Aparici¨®n ha notado que, cual si fuera una semilla, el impulso a retornar tambi¨¦n est¨¢ vivo en su padre. Un d¨ªa, ambos viajaron a Ayacucho para visitar la tumba del abuelo. Al recorrer los cerros y la casa de adobes donde hab¨ªa vivido de ni?o, su padre se puso a llorar. Era un llanto de reconexi¨®n, como una planta que siente el contacto con su tierra. ¡°?l era otra persona¡±, me cont¨® Aparici¨®n. ¡°O sea, siento que estaba siendo ¨¦l mismo: ¨¦l en su tierra¡±. En su barrio, en Pisco, pasaba lo mismo: fuera de casa, pap¨¢ era el hombre que hab¨ªa logrado que su hija fuera profesional, un ejemplo para los vecinos; dentro de casa, hablaba en quechua, escuchaba huaynos, so?aba con su tierra. Era dos personas a la vez. O quiz¨¢ un hombre abierto por el medio, Desde el coraz¨®n, como se titula el poema que Aparici¨®n compuso con esta historia. Al leerlo, pareciera que el t¨¦rmino ¡°migraci¨®n¡± fuera insuficiente para describir todo lo que ocurre en el cuerpo y el esp¨ªritu de quienes cortamos nuestras ra¨ªces para intentar vivir en otro lugar. En vez de parecernos a los p¨¢jaros, nos sugiere Aparici¨®n, quiz¨¢ somos m¨¢s cercanos a las plantas. Por eso, el desarraigo se siente muchas veces como una mutilaci¨®n. ¡°Soy un cerro que vive mirando a mi abuelo¡±, escribe. ¡°Me falta una parte de este pa¨ªs en el vientre¡±.
Si todas nuestras historias giran en torno a la tierra, como sugiere Taiaiake Alfred, educador de la naci¨®n mohawk, ?de qu¨¦ nos est¨¢n hablando finalmente las nietas? ?De la toma de conciencia? ?Del impulso al retorno? ?De la disputa del presente? La pregunta parece muy grande para este p¨¢rrafo final, pero una forma de responderla comienza por ingresar a esta literatura y sentirla. Parafraseando al cineasta Marco Panatonic, las historias de las y los ¡°marrones¡± que irradian desde el Per¨² son como esa isla que emerge en el paisaje del continente, aunque resulta que siempre ha estado all¨ª. Ahora es imposible ignorar esta realidad. Y eso es maravilloso.
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