Rosa Grilo, la memoria de una masacre centenaria
La ¨²ltima sobreviviente de la masacre Napalp¨ª guarda en su memoria la muerte en 1924 de 500 ind¨ªgenas qom y mocov¨ª a manos de la polic¨ªa
¡°Mi pap¨¢ ya se d¨®nde est¨¢, ah¨ª, pero no puedo ir adonde est¨¢ ¨¦l¡±, dice Rosa Grilo. Se queda unos segundos en silencio, cierra los ojos min¨²sculos, alisa su pollera floreada y cruza las manos. Est¨¢ en una silla de ruedas, a la sombra de un algarrobo joven. La brisa caliente del monte chaque?o levanta polvo en el camino. La ropa multicolor de la familia se seca al sol sobre el alambrado. Cuando se le pregunta por la masacre de Napalp¨ª, Rosa Grilo cambia de tema con astucia. ¡°Me dicen siempre: ¡®Cu¨¢ndo va a morir esa vieja?. Levanto la mano, vienen a mirar por mi casa, ¡®ah, est¨¢ la abuela todav¨ªa¡¯. Gracias Se?or, otro paso m¨¢s¡±, celebra con voz finita. Y se r¨ªe sin dientes.
Rosa Grilo es ind¨ªgena qom y tiene m¨¢s de 100 a?os. No sabe exactamente cuantos. Era una ni?a el 19 de julio de 1924, cuando ametralladoras y machetes policiales mataron a su padre y a otros 500 miembros de su comunidad. Sobrevivi¨® gracias a su abuelo, que advirti¨® que el avi¨®n que sobrevolaba el campamento ¡°llevaba la bomba¡±. Rosa Grilo se sumergi¨® luego en el silencio, como el resto de los que hab¨ªan salido vivos de aquella carnicer¨ªa. Se cas¨®, tuvo 14 hijos, trabaj¨® la tierra, cuid¨® de sus suegros, se hizo evang¨¦lica y envejeci¨®. Hoy es la ¨²ltima sobreviviente de Napalp¨ª.
Rosa Grilo vive a unos cinco kil¨®metros del lugar de la masacre. Desde el a?o pasado hay all¨ª un memorial. Al final de un camino de tierra bordeado por algarrobos y talas, un c¨ªrculo de cemento recuerda el lugar donde los caciques qom y mocov¨ªes esperaron hace 98 a?os al gobernador. La visita del jefe pol¨ªtico de la zona era el ep¨ªlogo de una larga negociaci¨®n. Las comunidades, despojadas de sus tierras, cultivaban algod¨®n en campos de trabajo administrados por el Estado. Las reducciones, como se llamaban, pagaban en especias. Los ind¨ªgenas exig¨ªan dinero en mano y libertad para vender la producci¨®n a quienes quisiesen. La tensi¨®n subi¨® con la declaraci¨®n de una huelga. El Gobierno de Buenos Aires envi¨® militares y polic¨ªas. Los ind¨ªgenas ya no pudieron salir sin permiso de la reducci¨®n y un pa?uelo blanco identificaba a los ¡°buenos¡± de los ¡°malos¡±.
¡°El gobernador prometi¨® entonces una soluci¨®n y dijo que iba a traer galletas para compartir un asado con la comunidad¡±, explica David Garc¨ªa, de la Fundaci¨®n Napalp¨ª. ¡°Los l¨ªderes se levantaron temprano para reunirse y prepararse para recibirlo. Pero resulta que antes del amanecer fue la balacera. Los l¨ªderes cayeron muertos, y las madres y las abuelas salieron de sus ranchos abrazados a sus hijos y sus nietos. Un d¨ªa antes de la masacre, un avi¨®n recorri¨® la zona. Luego supimos que era para verificar la ubicaci¨®n de las comunidades y cu¨¢ntos eran¡±, dice Garc¨ªa.
En 1924, en Argentina gobernaba Marcelo Torcuato de Alvear, el segundo presidente de la Uni¨®n C¨ªvica Radical (UCR). El partido hab¨ªa surgido a finales del siglo XIX como contrapeso de los conservadores, al calor de un incipiente movimiento de masas, el nuevo proletariado. Eran los tiempos de la ¡°Argentina potencia¡±, una imagen id¨ªlica que los argentinos rescatan cada vez que la crisis arrecia. En aquel pasado a?orado, los ind¨ªgenas no ten¨ªan sitio. Cuando se declar¨® la huelga, el Gobierno radical autoriz¨® una masacre que sirviese de ejemplo. No hubo condenas ni responsables pol¨ªticos.
Rosa Grilo visit¨® hace un mes el sitio donde cayeron acribillados su padre y el resto de los miembros de su comunidad. Empez¨® a sudar fr¨ªo y qued¨® paralizada. ¡°Nunca hab¨ªa vuelto a este lugar¡±, dice Garc¨ªa, de pie frente al memorial. ¡°Cuando lleg¨® se desvaneci¨®, se le adormeci¨® todo el cuerpo, sintiendo la energ¨ªa de los muertos. Ese es un conocimiento propio de nuestra gente. Le doli¨® mucho llegar al lugar, fue un golpe muy fuerte para ella¡±, agrega. Desde entonces, Rosa Grilo calla los recuerdos de la masacre. Hace cuatro a?os, entrevistada por este peri¨®dico, a¨²n relataba c¨®mo su abuelo le hab¨ªa salvado la vida. Y el ruido del avi¨®n, que arrojaba desde el aire caramelos y alimentos para sacar a los ind¨ªgenas de sus refugios en el monte. ¡°Pensaban que era mercader¨ªa. Y dice mi abuelito: ¡®No vayan, porque ese est¨¢ llevando la bomba, vamos a huir¡¯. Fue la gente a buscar la mercader¨ªa, y cuando est¨¢n todos juntos largan la bomba¡±, recordaba Rosa.
¡°Yo era india neta, no sab¨ªa hablar la castilla, pero cuando entr¨¦ en esa casa me cambi¨¦ toda¡±, dice ahora, sentada en su silla de ruedas. La casa est¨¢ a¨²n en su sitio, en ruinas. El Gobierno le ha levantado hace dos a?os una nueva, con luz el¨¦ctrica y agua de pozo. Rosa Grilo deambula en sus recuerdos. Ahora habla de su casamiento con un hombre ¡°de otra raza¡±, y de la adoraci¨®n que cultiv¨® por sus suegros. ¡°Cuando me junt¨¦ me trajeron ac¨¢ y todav¨ªa estoy ac¨¢. Mi suegro me dej¨® ac¨¢. El Se?or se llev¨® a mi suegro. Y mi suegra era viejita tambi¨¦n. Ah¨ª tengo la foto de la iglesia, porque es lindo tener un recuerdo¡±. Cuenta que cuando se cas¨® ya ten¨ªa una hija de una pareja anterior, y da entonces un paso hacia atr¨¢s en el tiempo. ¡°Hay de todo ac¨¢, con eso com¨ªa. Tomaba agua de cardo, sacaba mi abuelito el cardo y pon¨ªa un tarrito. Dormimos en el suelo, en el suelo dormimos, as¨ª nom¨¢s, encima de un pastito que cortaba mi abuelito¡±, cuenta, para saltar otra vez hacia adelante, a su vida de casada, en ese rancho que pronto se llen¨® de hijos.
¡°Ac¨¢ trabajamos la chacra¡±, dice. ¡°No faltaba para comer batata, mandioca, zapallo, todo lo que se come; cebolla, pap¨¢, no hay cosa que no ten¨ªa. ¡®Se ve que vos trabaj¨¢s¡¯, me dec¨ªa mi suegro. ¡®Agarr¨¢ la manija del arado, agarr¨¢ la rienda del caballo¡¯. Una vez me dio el buey, pero yo no entend¨ªa al buey y me qued¨¦ en la chacra sin hacer nada; se re¨ªa mi suegro¡±, recuerda, y ella tambi¨¦n r¨ªe. ¡°No me va a encontrar en la cama durmiendo, yo trabajo¡±, advierte enseguida, por si hab¨ªa dudas. ¡°Hac¨ªamos queso, con una prensa. ?l [el suegro] compr¨® una m¨¢quina para apretar queso y sacar todo el suero. Tambi¨¦n hac¨ªamos colchones, de todo, con una aguja y deshac¨ªamos la lana de oveja con una m¨¢quina. He trabajado mucho con ellos, eso es un recuerdo para m¨ª¡±, dice Grilo.
Ya nada queda de ese trabajo ni de esa tierra que daba alimentos. La familia Grilo tiene derechos sobre 25 hect¨¢reas de tierras comunitarias, pero ya no hay manos para labrar ni semillas para sembrar. La de Grilo es una historia de segregaci¨®n, pero tambi¨¦n de pobreza. La casa que recibi¨® y la pensi¨®n que cobra cada mes la han convertido en ¡°la ricachona¡± de la comunidad rural donde vive, muy a pesar de los deseos de su hija, Florenciana, que insiste con que apenas tienen para alimentarse.
El menor de los nietos de Rosa Grilo vive con su pareja y dos hijos en una habitaci¨®n de la nueva casa. Se ocupa de los caballos de la familia y cada tanto hace alguna ¡°changa¡± o trabajo temporario. La otra nieta puso alguna vez un kiosco para vender bebidas, pero el emprendimiento no sobrevivi¨® a la pandemia. La vida familiar gira ahora alrededor de Rosa, la matriarca a la que hay que atender y responsable de los ¨²nicos ingresos familiares. ¡°Ah¨ª est¨¢ mi hija querida. Ella se levanta y yo ya estoy despierta. As¨ª le hago a la cama¡±, dice Grilo, y simula que golpea con el bast¨®n para avisar que quiere el desayuno.
Florenciana, la hija, reproduce el c¨ªrculo de la servidumbre de las mujeres de la casa. Ella cuida de su madre, como su madre cuid¨® de sus suegros. Rosa Grilo celebra aquellos tiempos de trabajo hogare?o. ¡°Agarro la escoba a la ma?ana, agarro la pava, caliento la pava para mi suegro cuando se levanta y en la mesa queda todo listo. Quien es mujer, qu¨¦ va a decir. Mal atend¨ªa a mi suegro mi suegra¡±, se queja. Y habla entonces de los d¨ªas de fiesta, cuando la gente ven¨ªa de lejos para participar de la marcaci¨®n con hierros calientes del ganado, o celebrar una fiesta popular. Ella estaba ah¨ª, como siempre. ¡°Cuando la gente llega, cuando hay marcaci¨®n de las vacas, yo tengo que atender. Comen empanadas, pastel, que se yo, se toma vino. Yo atend¨ªa a la gente, porque yo no soy una mujer retobada [rebelde], no, hago caso¡±, dice.
Con los a?os, Rosa cambi¨® las horas de trabajo en el campo por largas visitas a la iglesia evang¨¦lica que hay junto a su casa. Las comunidades ind¨ªgenas del norte argentino son profundamente religiosas. Y fueron los bautistas quienes lograron ocupar el hueco dejado por las costumbres ancestrales. La clave de su ¨¦xito fue el idioma: mientras la iglesia tradicional los obligaba a hablar en castellano, los evang¨¦licos respetaron el qom y el moqoit. Si esas lenguas sobreviven a¨²n es en parte gracias a ellos. Y a Juan Chico, un investigador qom que logr¨® rescatar del olvido la masacre de Napalp¨ª y ponerla en la agenda p¨²blica. Chico muri¨® el a?o pasado de covid, pero dej¨® la rueda en movimiento.
Hace tres semanas, inici¨® en Chaco un juicio por la verdad que pondr¨¢ negro sobre blanco en la historia de la masacre, atribuida hasta ahora a un enfrentamiento entre comunidades ind¨ªgenas. El Estado se har¨¢ responsable de esas muertes, y puede que un d¨ªa hasta haya una reparaci¨®n econ¨®mica para los descendientes. ¡°La abuela tiene sentido todav¨ªa¡±, advierte Rosa Grilo, cuando se le pregunta por el juicio. ¡°C¨®mo no voy a tener. Tengo o¨ªdo, tengo los ojos para mirar¡±, agrega, y r¨ªe otra vez a carcajadas.
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