Lea las primeras p¨¢ginas de ¡®Tom¨¢s Nevinson¡¯, de Javier Mar¨ªas
Adelanto del primer cap¨ªtulo de lo nuevo del autor de ¡®Coraz¨®n tan blanco¡¯, que llega a las librer¨ªas el 11 de marzo
Javier Mar¨ªas regresa a la novela con ¡®Tom¨¢s Nevinson¡¯. Y lo hace con una historia sobre los l¨ªmites del bien y el mal que nace de su novela anterior, Berta Isla. La nueva obra del escritor madrile?o ve la luz, de la mano de Alfaguara, el 11 de marzo, de manera simult¨¢nea en Espa?a, Latinoam¨¦rica y Estados Unidos. A continuaci¨®n publicamos las primeras p¨¢ginas del libro.
Yo fui educado a la antigua, y nunca cre¨ª que me fue?ran a ordenar un d¨ªa que matara a una mujer. A las muje?res no se las toca, no se les pega, no se les hace da?o f¨ªsico y el verbal se les evita al m¨¢ximo, a esto ¨²ltimo ellas no corresponden. Es m¨¢s, se las protege y respeta y se les cede el paso, se las escuda y ayuda si llevan un ni?o en su vientre o en brazos o en un cochecito, les ofrece uno su asiento en el autob¨²s y en el metro, incluso se las resguar?da al andar por la calle alej¨¢ndolas del tr¨¢fico o de lo que se arrojaba desde los balcones en otros tiempos, y si un barco zozobra y amenaza con irse a pique, los botes son para ellas y para sus v¨¢stagos peque?os (que les pertene?cen m¨¢s que a los hombres), al menos las primeras plazas. Cuando se va a fusilar en masa, a veces se les perdona la vida y se las aparta; se las deja sin maridos, sin padres, sin hermanos y aun sin hijos adolescentes ni por supuesto adultos, pero a ellas se les permite seguir viviendo enlo?quecidas de dolor como a espectros sufrientes, que sin embargo cumplen a?os y envejecen, encadenados al re?cuerdo de la p¨¦rdida de su mundo. Se convierten en de?positarias de la memoria por fuerza, son las ¨²nicas que quedan cuando parece que no queda nadie, y las ¨²ni?cas que cuentan lo habido.
Bueno, todo esto me ense?aron de ni?o y todo esto era antes, y no siempre ni a rajatabla. Era antes y en la teor¨ªa, no en la pr¨¢ctica. Al fin y al cabo, en 1793 se gui?llotin¨® a una Reina de Francia, y con anterioridad se quem¨® a incontables acusadas de brujer¨ªa y a la soldado Juana de Arco, por no poner m¨¢s que un par de ejem?plos que todos conocen.
S¨ª, claro que siempre se ha matado a mujeres, pero era algo a contracorriente y que en muchas ocasiones daba re?paro, no es seguro si a Ana Bolena se le concedi¨® el privile?gio de sucumbir a una espada y no a una tosca y chapucera hacha, ni tampoco en la hoguera, por ser mujer o por ser Reina, por ser joven o por ser hermosa, hermosa para la ¨¦poca y seg¨²n los relatos, y los relatos jam¨¢s son fiables, ni siquiera los de testigos directos, que ven u oyen turbiamen?te y se equivocan o mienten. En los grabados de su ejecu?ci¨®n aparece de rodillas como si estuviera rezando, con el tronco erguido y la cabeza alta; de hab¨¦rsele aplicado el hacha tendr¨ªa que haber apoyado el ment¨®n o la mejilla en el tajo y haber adoptado una postura m¨¢s vejatoria y m¨¢s inc¨®moda, haberse tirado por los suelos, como quien dice, y haber ofrecido una visi¨®n m¨¢s prominente de sus po?saderas a quienes desde su ¨¢ngulo se las encontraran de frente. Curioso que se tuviera en cuenta la comodidad o compostura de su ¨²ltimo instante en el mundo, y aun el garbo y el decoro, qu¨¦ m¨¢s dar¨ªa todo eso para quien ya era inminente cad¨¢ver y estaba a punto de desaparecer de la tierra bajo la tierra, en dos pedazos. Tambi¨¦n se ve, en esas representaciones, al ¡®espada¡¯ de Calais, as¨ª llamado en los textos para diferenciarlo de un vulgar verdugo ¡ªtra¨ªdo ex profeso por su gran destreza y quiz¨¢ a petici¨®n de la propia Reina¡ª, siempre a su espalda y oculto a su vista, nunca delante, como si se hubiese acordado o decidido que la mujer se ahorrara ver venir el golpe, la trayectoria del arma pesa?da que sin embargo avanza veloz e imparable, como un silbido una vez que se emite o como una r¨¢faga de viento fuerte (en un par de im¨¢genes ella lleva los ojos vendados, pero no en la mayor¨ªa); que ignorara el momento preciso en que su cabeza quedar¨ªa cortada de un solo mandoble limpio, y ca¨ªda en la tarima boca arriba o boca abajo o de lado, de pie o de coronilla, qui¨¦n sab¨ªa, desde luego ella no lo sabr¨ªa jam¨¢s; que el movimiento la pillara por sorpresa, si es que puede haber sorpresa cuando uno sabe a lo que ha venido y por qu¨¦ est¨¢ de rodillas y sin manto a las ocho de la ma?ana de un d¨ªa ingl¨¦s de a¨²n fr¨ªo mayo. Est¨¢ de rodi?llas, justamente, para facilitarle la tarea al verdugo y no poner su habilidad en entredicho: hab¨ªa hecho el favor de cruzar el Canal y de prestarse, y a lo mejor no era muy alto. Al parecer, Ana Bolena hab¨ªa insistido en que con una es?pada bastaba, ya que su cuello era fino. Debi¨® de rode¨¢rse?lo con las manos m¨¢s de una vez, a modo de prueba.
Se le tuvo mayor miramiento, en todo caso, que a Mar¨ªa Antonieta dos siglos y medio m¨¢s tarde, a la que cuentan que se le dio peor trato en su octubre que a su marido Luis XVI en su enero, ¨¦l la hab¨ªa precedido en la guillotina unos nueve meses. Que fuera mujer no cont¨® para los revolucionarios, o quiz¨¢ es que la consideraci¨®n del sexo les pareci¨® antirrevolucionaria en s¨ª misma. Un teniente llamado De Busne, que le mostr¨® cierto respeto durante la custodia previa, fue arrestado y relevado en seguida por otro guardi¨¢n m¨¢s desabrido. Al Rey s¨®lo le ataron las manos a la espalda cuando lleg¨® al pie del pa?t¨ªbulo; el recorrido hasta all¨ª lo hizo en un coche cubier?to, cerrado, el del alcalde de Par¨ªs seg¨²n creo; y pudo elegir al sacerdote que lo asisti¨® (uno no jurado, es decir, que no hab¨ªa jurado lealtad a la Constituci¨®n y al nuevo orden que cambiaba a diario y lo condenaba). A su viuda austriaca, por el contrario, le ataron las manos ya antes del pase¨ªllo, que hubo de efectuar en carreta, m¨¢s vulne?rable y expuesta al odio desatado en las caras y a los im?properios del gent¨ªo; y s¨®lo le ofrecieron los servicios de un sacerdote jurado, que ella declin¨® educadamente. Dicen las cr¨®nicas que la educaci¨®n que le falt¨® durante su reinado la dispens¨® en los ¨²ltimos instantes: subi¨® los pelda?os con tanta agilidad que tropez¨® y le pis¨® un pie al verdugo, con el que se disculp¨® de inmediato como si tuviera esa costumbre (¡®Excusez-moi, Monsieur¡¯, le dijo).
Tiene la guillotina sus pre¨¢mbulos de oprobio obliga?do: los condenados no s¨®lo llevaban las manos atadas atr¨¢s, sino que una vez arriba se les ce?¨ªan los brazos al torso con una cuerda tirante, premonici¨®n del amortaja?miento; al quedar r¨ªgidos y torpes, casi inmovilizados y sin poderse valer por s¨ª mismos, dos auxiliares deb¨ªan al?zarlos como a un paquete (o como se hac¨ªa m¨¢s tarde con los enanos a los que se disparaba desde un ca?¨®n en los circos) y deslizarlos o empujarlos boca abajo, completa?mente horizontales, tumbados, hasta que su cuello enca?jaba en el hueco asignado. En eso Mar¨ªa Antonieta s¨ª se igual¨® a su marido: los dos se vieron as¨ª cosificados en el momento postrero, manejados como bultos o balas de lana o como torpedos de un submarino arcaico, como fardos cuya cabeza asomaba antes de salir rodando de ma?nera imprevisible, sin direcci¨®n ni sentido hasta que la detuviera alguien agarr¨¢ndola del pelo, a la vista de la mu?chedumbre. A ninguno le pas¨®, en todo caso, lo que a San Dionisio seg¨²n un cardenal franc¨¦s maravillado de que, tras su martirio y decapitaci¨®n durante las persecuciones del Emperador Valeriano, hubiera caminado con su cabe?za cortada bajo el brazo desde Montmartre hasta el lugar de su enterramiento (aligerando consideradamente la labor de los porteadores), donde se erigi¨® luego la abad¨ªa o igle?sia de su nombre: una distancia de nueve kil¨®metros. El portento dejaba al cardenal sin habla, aseguraba, pero en realidad enardec¨ªa su verbo, de modo que una ingeniosa dama que lo escuchaba lo interrumpi¨®, rebajando con una sola frase la haza?a: ¡®?Ah, se?or! ¡ªle dijo¡ª. En esa situaci¨®n, s¨®lo el primer paso cuesta.¡¯
S¨®lo el primer paso cuesta. Quiz¨¢ se podr¨ªa decir eso de todo, o de la mayor¨ªa de los esfuerzos y de lo que se hace con desagrado o repugnancia o reservas, es muy poco lo que se acomete sin ninguna reserva, casi siempre hay algo que nos induce a no actuar y a no dar ese paso, a no salir de casa y no movernos, a no dirigir?nos a nadie y a evitar que otros nos hablen, nos miren, nos digan. A veces pienso que nuestras enteras vidas ¡ªin?cluso las de las almas ambiciosas e inquietas y las impa?cientes y voraces, deseosas de intervenir en el mundo y aun de gobernarlo¡ª no son sino el largo y aplazado anhe?lo de volver a ser indetectables como cuando no hab¨ªa?mos nacido, invisibles, sin desprender calor, inaudibles; de callar y estarnos quietos, de desandar lo recorrido y deshacer lo ya hecho que nunca puede deshacerse, a lo sumo olvidarse si hay suerte y si nadie lo cuenta; de borrar todas las huellas que atestig¨¹en nuestra existen?cia pasada y por desgracia a¨²n presente y futura durante un tiempo. Y sin embargo no somos capaces de inten?tar dar cumplimiento a ese anhelo que ni siquiera nos reconocemos, o lo son tan s¨®lo los esp¨ªritus muy va?lientes y fuertes, casi inhumanos: los que se suicidan, los que se retiran y aguardan, los que desaparecen sin despedirse, los que se ocultan de veras, es decir, los que de veras procuran que jam¨¢s se los encuentre; los anacoretas y ermita?os remotos, los suplantadores que se sacuden su identidad (¡®Ya no soy mi antiguo yo¡¯) y adquieren otra a la que sin vacilaciones se atienen (¡®Idiota, no creas que me conoces¡¯). Los desertores, los desterrados, los usur?padores y los desmemoriados, los que en verdad no re?cuerdan qui¨¦nes fueron y se convencen de ser quienes no eran cuando eran ni?os o incluso j¨®venes, ni a¨²n menos en su nacimiento. Los que no regresan.
¡®Tom¨¢s Nevinson¡¯. Javier Mar¨ªas. Alfaguara, 2021. 688 p¨¢ginas. 22,90 euros. Se publica el 11 de marzo.
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