El hombre de las orejas grandes
E. Howard Hunt, el cerebro del Watergate, reaparece en las obras recientes de Scorsese y Vargas Llosa
Como un nuevo Zelig, E. Howard Hunt (1918-2007) parece colarse en todas nuestras ficciones, y con rostros bien diferentes. En la ¨²ltima novela de Vargas Llosa, Tiempos recios, Hunt irrumpe ri?endo al golpista Carlos Castillo Armas por ¡°los bochinches¡± protagonizados por sus mercenarios, mientras aguardan la invasi¨®n de la Guatemala de Jacobo Arbenz. Por el contrario, en El irland¨¦s, la pel¨ªcula de Scorsese, se le muestra francamente macarra con el personaje encarnado por Robert de Niro. Este tiene el encargo de transportar un cami¨®n cargado de armas a Florida, para ser utilizadas en lo que se conocer¨ªa como el desastre de Bah¨ªa de Cochinos. Debe conectar con un hombre de ¡°orejas grandes¡±, que resulta ser Hunt. Un tipo abrupto que proclama que se ha operado, harto de que se le conociera por sus ap¨¦ndices.
En realidad, E. Howard Hunt pertenec¨ªa a una categor¨ªa rara dentro de las filas de la CIA: el intelectual en busca de acci¨®n. M¨¢s exactamente, ¡°el novelista con ganas de aventura¡±. Durante la Segunda Guerra Mundial y a?os posteriores, Hunt fue estrella ascendente en el universo literario: contratado por Random House, editaba libros basados en sus (m¨ªnimas) vivencias b¨¦licas, en una onda digamos Hemingway ; hasta recibi¨® una beca de la Fundaci¨®n Guggenheim.
?Qu¨¦ mueve a un escritor a meterse en intrigas internacionales? Quiz¨¢s la posibilidad de reinventarse con cada nuevo destino. Tambi¨¦n, la levedad del trabajo: a pesar de sus delicadas misiones, Hunt pod¨ªa publicar un par de novelas al a?o, generalmente recurriendo a los seud¨®nimos (su nivel literario, ay, fue cayendo en picado). Le gustaba vivir por encima de sus posibilidades y la Casa se mostraba generosa a la hora de pagar gastos.
Aunque no entraba dentro de la categor¨ªa de agente ejemplar. Bajo los efectos del alcohol, cometi¨® torpezas muy comentadas. Y tend¨ªa a extralimitarse: destacado en Montevideo, escandaliz¨® al embajador de Estados Unidos al alentar conspiraciones contra pol¨ªticos locales que no le hab¨ªan mostrado la reverencia debida.
La sensaci¨®n de omnipotencia se desvaneci¨® al fracasar el asalto naval a Cuba. Hunt choc¨® contra el temperamento caribe?o de los l¨ªderes anticastristas, empe?ados en repartirse la piel del oso antes de haberlo cazado. Muy protestante en su religi¨®n, tampoco se entendi¨® con los toscos curas espa?oles que ejerc¨ªan de capellanes entre la tropa invasora. Con el tiempo, racionalizar¨ªa el fiasco como una traici¨®n del presidente Kennedy, ansioso por descargar sus responsabilidades en la CIA. Algunas teor¨ªas conspiranoicas le sit¨²an incluso en las sombras del magnicidio de Dallas.
No se lo crean. Sus superiores optaron por alejarle de las operaciones latinoamericanas: a mediados de los sesenta, le colocaron en la estaci¨®n de Madrid. Hizo buenas migas con los mandamases franquistas: su esposa, Dorothy, trabajar¨ªa en la embajada de Espa?a en Washington. All¨ª, en 1970, Hunt se jubil¨® de la CIA.
No estuvo mucho tiempo inactivo. Con un Richard Nixon paranoico, empe?ado en neutralizar enemigos, Hunt pronto tuvo m¨¢s faena de la que pod¨ªa resolver por cuenta propia. Llam¨® entonces a veteranos de las batallas contra Castro. Eran hombres de Hunt cuatro de los cinco intrusos pillados en el edificio Watergate, mientras intentaban colocar escuchas en las oficinas del Partido Dem¨®crata. Para m¨¢s inri, fueron cazados por polic¨ªas del turno de noche, agentes que hac¨ªan redadas disfrazados de hippies. Un horror para alguien que ¨Cen gustos musicales- no hab¨ªa pasado de Benny Goodman.
Muchos de sus antiguos colegas no pod¨ªan creer que Hunt hubiera dejado un rastro tan evidente. Hasta que se supo que los fisgones se hab¨ªan dado un banquete de langostas antes de ocuparse del encargo: ¡°Ay, eso s¨ª que suena a Howard¡±.
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