Escritores suicidas frustrados
Joseph Conrad no tiene una sola p¨¢gina rid¨ªcula ni se permiti¨® una zozobra. La vitalidad de Hermann Hesse entr¨® en conflicto con la vida oscura de su familia
La n¨®mina de escritores que prefirieron largarse al otro mundo por la v¨ªa r¨¢pida a seguir escribiendo es magn¨ªfica y pr¨¢cticamente interminable. Desde los cl¨¢sicos S¨®crates, S¨¦neca y Petronio, pasando por Larra, Ganivet y Gabriel Ferrater entre los nuestros, por los famosos Salgari, Jack London, Virginia Wolf, Stefan Zweig, Sylvia Plath, Cesare Pavese, Walter Benjamin, Hemingway, la lista no est¨¢ cerrada porque este es un oficio siempre al borde del acantilado, que no es sino el propio ego por el que el escritor est¨¢ siempre a punto de despe?arse. Pero hubo dos grandes literatos que pasaron a la gran historia de la literatura gracias a que en su atormentada juventud, pese a haberlo intentado, no lograron suicidarse: Joseph Conrad y Hermann Hesse.
A la hora de embarcarse los marineros se dividen en dos: unos lo hacen apenados porque dejan atr¨¢s mujer, hijos, amigos y placeres sedentarios; otros se suben a bordo felices por haber logrado sacudirse de encima deudas, pendencias y falsas promesas de amor poniendo todo un oc¨¦ano en medio durante un tiempo largo. Joseph Conrad pertenec¨ªa a esta segunda clase de marineros. Para ¨¦l parec¨ªa haber escrito Baudelaire este verso: ¡°Hombre libre, siempre amar¨¢s el mar¡±¡¤ En tierra era un ser zarandeado por la existencia, pero el mar lo convert¨ªa en un hombre esforzado, riguroso y libre. De regreso de su primera traves¨ªa a las Antillas, recalado de nuevo en el puerto de Marsella, a la espera de enrolarse en otro barco, fue devorado otra vez por las deudas y tuvo que coger un rev¨®lver y pegarse un tiro en el pecho para resolver bravamente el problema. La bala le pas¨® muy cerca del coraz¨®n y no quiso matarlo.
¡°Si he de ser marinero quiero ser un marinero ingl¨¦s¡± -se prometi¨® a s¨ª mismo en el hospital donde se recuperaba de la herida-. Despu¨¦s de pasar por toda la escala, logr¨® su deseo y como primer oficial de la marina mercante brit¨¢nica naveg¨® los mares de China y de Nueva Zelanda; incorpor¨® a su esp¨ªritu los nombres de Sumatra, Borneo y golfo de Bengala; se adentr¨® en el coraz¨®n de ?frica por el r¨ªo Congo y en cada traves¨ªa comparti¨® la vida con tipos heroicos y desalmados, que despu¨¦s convertir¨ªa de primera mano en personajes de sus novelas. La expiaci¨®n y el remordimiento despu¨¦s de un acto de cobard¨ªa en Lord Jim, la serenidad ante la desgracia en Nostromo, la mutaci¨®n constante de las pasiones como los cambios del oleaje en El negro del Narcissus, la penetraci¨®n hasta el fondo de la miseria humana en El coraz¨®n de las tinieblas. Un escritor se mide frente al mar. En este sentido Conrad no tiene una sola p¨¢gina rid¨ªcula ni se permiti¨® una zozobra. No as¨ª en su vida en tierra. Agradecemos que la bala no lo matara.
En cambio, Hermann Hesse naveg¨® otros mares no menos procelosos de la conciencia religiosa. Amamantado en un hogar de pietistas fan¨¢ticos, el ni?o lleg¨® a la adolescencia aplastado por la Biblia. Los salmos, el ¨®rgano y las plegarias constitu¨ªan su principal sustento, al que se un¨ªan las correr¨ªas por la pradera donde hablaba con los p¨¢jaros, las zambullidas en el lago durante el verano, la verdad aprendida en los duendes del bosque y la amistad con el zapatero, el carnicero y otros sencillos menestrales del pueblo alem¨¢n de Calw, donde naci¨®.
La vitalidad del muchacho pronto entr¨® en conflicto con la vida oscura de su familia, que lo hab¨ªa destinado a la iglesia para ser ungido por el Se?or, pero, desde el primer momento hasta el final de sus d¨ªas, Hermann Hesse luch¨® para elegir la clase de ung¨¹ento con el que quer¨ªa ser consagrado. Pese a todo, no pudo evitar la inercia clerical de sus padres. En el seminario de Tubinga, Hermann Hesse fue un p¨¢lido adolescente enclaustrado que, entre los h¨²medos paredones no hac¨ªa sino recordar la libertad que goz¨® en su ni?ez entre los ¨¢lamos negros y los alisos del lago, el silencio de la nieve en los abetos, el conocimiento de los animales, las plantas y las estrellas. Un d¨ªa salt¨® la tapia del seminario y entonces empez¨® la tortura. Quer¨ªa ser escritor o nada, pero esa elecci¨®n no se alcanza impunemente. Los padres internaron al muchacho en un centro religioso de curaci¨®n. Lo llevaron ante el afamado exorcista. En medio de ese rito, lejos de echar espuma por la boca, el muchacho imaginaba la rama de abeto iluminada por el sol del verano de donde su cuerpo endemoniado pender¨ªa entre el canto de los p¨¢jaros o se ve¨ªa ahogado en el seno del lago cuyas aguas en los d¨ªas felices de vacaciones hab¨ªan recibido gloriosamente sus alegres zambullidas coreadas por los gritos de felicidad de sus compa?eros. Hermann Hesse nunca olvidar¨ªa el esfuerzo que tuvo que realizar para liberarse de las propias ataduras; entre ellas, el nudo de la soga con la que intent¨® ahorcarse. En los a?os sesenta del siglo pasado, cuando los hippies inauguraron diversas rutas hacia los lugares inici¨¢ticos de planeta, en su morral de apache, junto al peque?o alijo de marihuana, llevaban alguno de sus tres libros inevitables, Demian, Siddhartha o El lobo estepario.
Babelia
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