Caballero Bonald, tiempos de guerras y heridas y canciones
El escritor fue consciente, hasta el t¨¦rmino de esta excursi¨®n que hizo mejor porque su humor no lo abandon¨® nunca, de que el tiempo era una guerra perdida
A las 8.08 de esta ma?ana de domingo surgi¨® la voz de Pepa Ramis, suave y en¨¦rgica: ¡°Se acab¨®¡±. Durante muchos meses y algunos a?os, su voz era el aviso de que Pepe Caballero Bonald, su marido, iba mejor. Ella le le¨ªa algunos libros (el ¨²ltimo, esta semana, era El huerto de Emerson, de Luis Landero), pues ¨¦l ya no ten¨ªa fuerza para hacerlo. Esto fue ya muy avanzado este tiempo de guerra contra la edad y los diversos males que esta lleva consigo.
Esta vez Pepa, su compa?era de toda la vida, con la que tuvo cinco hijos (a veces, de broma, ¨¦l simulaba olvidar el n¨²mero, y dec¨ªa que tuvo siete o 17), ya no pudo decir lo pen¨²ltimo que dijo al respecto de su salud (¡°Tu amigo ya no est¨¢ muy en este mundo¡±), porque Pepe revivi¨®, se pon¨ªa al tel¨¦fono desde su casa de Sanl¨²car de Barrameda, que fue el territorio de su memoria, es decir, de sus luces. Hablaba de nuevo de las cosas de la vida y de la literatura (que siempre fueron juntas, como la poes¨ªa, la acci¨®n cr¨ªtica e incluso el periodismo) y daba entrevistas que le resultaban mejores por escrito. Mantuvo en pie su escepticismo, su sentido corrosivo del humor, su capacidad de criticar y su independencia para decir esto no vale y esto tampoco, pero esto otro quiz¨¢ se sale de la rutina.
En las ¨²ltimas semanas neg¨®, sin decirlo, que la salud le impidiera abordar el futuro escribiendo, e incluso acept¨® recibir otro cuestionario que le permitiera decir c¨®mo fue la vida con editores, con los que, por cierto, fue puntilloso, pero generoso tambi¨¦n. Public¨® con casi todos los que se acercaron a pedirle textos, que rebusc¨® entre antiguas poes¨ªas o prosas, mientras escrib¨ªa sus memorias que eran, desde sus t¨ªtulos, consecuencias de su capacidad y de su decisi¨®n de contar minuciosamente lo que le hab¨ªa pasado con su vida de viajes (a Colombia, a Cuba, a cualquier parte) acompa?ado de Pepa y de un instrumento infalible: la independencia de decir.
Esos libros, Tiempo de guerras perdidas, La costumbre de vivir, no solo eran el cuaderno de su sabidur¨ªa de ver, y de ver sin ser visto muchas veces, sino la consecuencia de su incapacidad para decir mentiras, sobre ¨¦l y sobre los otros, sobre sus compa?eros y sobre aquellos a los que no soport¨® (que tardaron en saberlo, y seguramente vivir¨¢n a¨²n en esa ignorancia). Tambi¨¦n sobre sus amigos que, como sus hijos, pod¨ªan parecer siete o 27, pero en realidad eran cinco, m¨¢s o menos.
Pepa dijo ¡°se acab¨®¡±. Era el muro que trajeron el tiempo y las sucesivas guerras, y la maldita costumbre de vivir, incluso m¨¢s que la maldita costumbre de morirse. A los 94 a?os y algunos meses, ¡°esto se va acabando¡±, dec¨ªa. Ya desde entonces no simul¨® mejoras para ir contentando a sus corresponsales de voz o a quienes les mandaba recuerdos, sino que ahond¨®, con humor y con convencimiento en s¨ªntomas cuyo relato alternaba con la curiosidad infalible para saber c¨®mo iban las cosas, que en los ¨²ltimos tiempos, como su cuerpo, ten¨ªan que ver con la salud y con otros sufrimientos, por ejemplo los que propician la pol¨ªtica o las relaciones literarias, que mir¨® siempre con horror o escepticismo. ?l fue consciente, hasta el t¨¦rmino de esta excursi¨®n que hizo mejor porque su humor no lo abandon¨® nunca, ni en el l¨¢tigo ni en el afecto, de que el tiempo era una guerra perdida, y que se ven¨ªa ese final que esta ma?ana certific¨® Pepa con esas dos palabras: ¡°Se acab¨®¡±. Parec¨ªa un epitafio con el que la madrugada sellaba la vida de un hombre que este domingo deja de ser el ser vivo que fue sin descanso, metido en canciones propias y ajenas, capaz de alternar la novela de la tierra. Qu¨¦ maravilla fue desde el principio ?gata ojo de gato, con esa poes¨ªa. Laberinto de fortuna, que se cerraba y se abr¨ªa como si estuviera de visita en la casa de G¨®ngora o el fondo del mar que ve¨ªa desde los barquitos desde los que recibi¨® el ritmo que siempre asoci¨® con el flamenco y su alegr¨ªa circunspecta.
Su casa de Madrid era una biblioteca tranquila, en el lado de ac¨¢ de su sal¨®n invariable, ante el sill¨®n ladeado que ocupaba Pepa, ante la manzanilla de su pueblo, hab¨ªa libros bien alineados, como la seriedad de su humor y de su poes¨ªa y de su mirada siempre dispuesta a la iron¨ªa sin subterfugios. La casa de dentro era otro mundo que t¨² no ve¨ªas. Fueron (han sido) tan privados y tan abiertos como sus libros, tan ¨ªntimos y tan expuestos y tan transparentes y tan cercanos y tan suyos como las casas. As¨ª que de esa parte de dentro ven¨ªan vasos y religiones de recibir, pero parte de ellos se quedaba como el certificado de que eran una pareja sosegada y ciertamente ¨ªntima cuyo secreto para estar juntos y riendo, y quit¨¢ndose la palabra para que no se olvidaran las historias, result¨®, para sus amigos, para sus numerosos hijos (?o son cinco?), una vida inolvidable. Como dijo Pepa, como si le estuviera prolongando a Pepe en su modo escueto de decir la verdad o de escribirla: ¡°Se acab¨®¡±. Se acabaron el tiempo, la guerra, la costumbre de vivir de Jos¨¦ Manuel Caballero Bonald. Fue ¨²nico en sus libros y en su vida, pero sin Pepa no pod¨ªa vivir ni respirar la alegr¨ªa.
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