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EL FARO DEL FIN DEL MUNDO
Columna
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Los detectives del Raj y el matador de panteras malote

La nueva entrega de las aventuras del capit¨¢n Wyndham y el sargento Banerjee y las inesperadamente conmovedoras memorias del hijo del cazador de devoradores de hombres Kenneth Anderson componen un precioso viaje literario doble a la India

Jacinto Ant¨®n
Donald Anderson con una pantera cazada.
Donald Anderson con una pantera cazada.

Llevo unos d¨ªas maravillosos en la India, la India hist¨®rica y literaria, la del Raj y el shikar (caza mayor), la de las cacer¨ªas de tigres a lomos de elefantes, los riqu¨ªsimos maraj¨¢s, nizams y nababs; los felinos antrop¨®fagos, los cipayos, los sadhus y las intrigas de las bellas cortesanas sometidas al purdah y recluidas en el zenana. He le¨ªdo dos libros estupendos, de esos que te recuerdan por qu¨¦ amas tanto la lectura (y la India). Uno es las inesperadamente conmovedoras memorias de Donald Anderson (1934-2014), el avieso cazador de panteras al que conocimos y odiamos en los libros de su padre, el gran Kenneth Anderson ¨Del hombre que libr¨® al mundo de varias bestias asesinas y escribi¨® libros inolvidables como La pantera negra de Sivanipali y Devoradores de hombres¨D. Y el otro, una genial novela negra, Los pr¨ªncipes de Sambalpur, de Abir Mukherjee (Salamandra, 2022).

Dicha novela, que he devorado casi igual de r¨¢pido que un tigre un sambar, disfrutando de lo lindo y pasando p¨¢ginas compulsivamente, es la segunda que publica la colecci¨®n Salamandra Black de la pareja de detectives formada por el capit¨¢n Sam Wyndham, ex Scotland Yard, y su ayudante, el sargento bengal¨ª Surendranath (Surrender-not para los amigos ingleses) Banerjee, los personajes creados por Mukherjee. En la nueva aventura, que guardaba como oro en pa?o y he le¨ªdo ahora con la excusa de sumarme al BCNegra que arranca el lunes, nuestros amigos dejan la Calcuta en la que suelen moverse para investigar en el reino de Sambalpur, en las selvas de Orissa, al suroeste de Bengala, un caso de asesinato e intriga pol¨ªtica. Estamos en 1920 y, como en la novela anterior del d¨²o, El hombre de Calcuta, se perciben en el aire el fin del Raj y las tensiones que conducir¨¢n al terrible trance de la independencia y la partici¨®n.

El marco est¨¢ descrito magistralmente, pero de nuevo son los personajes los que te enganchan, Wyndham, con su iron¨ªa y su adicci¨®n al opio (tan holmesiana) y su subordinado y amigo Banerjee, con su sensatez y su lealtad, a los que hay que sumar una galer¨ªa de sensacionales secundarios, como el coronel sij Shekar Arora, la medio india Anne Grant (el escurridizo amor de Wyndham), el pusil¨¢nime diplom¨¢tico Carmichael y su fr¨ªvola y cotilla esposa, el pr¨ªncipe play-boy Punit y su amante europea, la agitadora Bidika, el rijoso maraj¨¢, la vieja y poderosa maharan¨ª Subhadra, el contable del reino Golding¡­ Entretenid¨ªsima y deliciosamente cl¨¢sica, con un toque de Agatha Christie en la India, Los pr¨ªncipes de Sambalpur es a la vez muy moderna (empoderamiento en sari, perspectiva india y anticolonialista, dimensi¨®n existencial), y Mukherjee se nos revela con su inteligencia, su sentido del humor, su perspectiva hist¨®rica y sus personajes una buen¨ªsima opci¨®n de novela negra tras habernos quedado sin m¨¢s del detective Bernie Gunther tras la muerte de su a?orado autor, Philip Kerr. Por supuesto, me han encantado las escenas de la caza de tigres (que incluye un alevoso ataque de pantera y otro de francotirador a lo JFK en Indost¨¢n) y la ejecuci¨®n old style mediante pisoteo de elefante, que no es tan r¨¢pida como se puede imaginar¡­

Un funcionario brit¨¢nico con maraj¨¢s en tiempos del Raj.
Un funcionario brit¨¢nico con maraj¨¢s en tiempos del Raj.

Tan apasionantes como Los pr¨ªncipes de Sambalpur pero en otro registro, son las memorias de Donald Anderson, The last white hunter, reminiscencies of a colonial shikari (escrito con Joshua Mathew, Indus Source Boooks, 2018). Donald, paradigma del cazador sin escr¨²pulos y de gatillo f¨¢cil, es un tipo al que aprendimos a detestar, como les dec¨ªa, en los memorables libros de su padre, publicados aqu¨ª por Juventud y entre los que se contaban adem¨¢s de los t¨ªtulos mencionados La llamada del tigre (en el que Don, muy guapo, aparec¨ªa en la portada con un leopardo muerto a los pies) o Esto es la jungla. Toda una generaci¨®n de amantes de los animales y las aventuras fuimos seducidos por esas historias de Kenneth Anderson, que reivindic¨® Fernando Savater en un cap¨ªtulo de La infancia recuperada y que nos trasladaban al sur de la India para seguir el rastro de fieras peligros¨ªsimas y disfrutar el h¨¢lito salvaje de la jungla (al norte, especularmente, estaba otro individuo sensacional, Jim Corbett, que libr¨® al mundo del terrible leopardo de Rudraprayag, entre otras fieras antrop¨®fagas y alumbr¨® sus propios libros inolvidables).

El escritor y cazador de fieras Kenneth Anderson.
El escritor y cazador de fieras Kenneth Anderson.

Pues bien, me compr¨¦ las memorias del hijo, que aparece a menudo en las obras de Kenneth Anderson (mayormente en situaciones que nos parec¨ªan deplorables, aunque su progenitor, un buen hombre, tendiera a justificarlo) pensando que hallar¨ªa informaci¨®n sobre la familia y especialmente acerca del padre, del que apenas se nos ofrec¨ªan unos someros apuntes biogr¨¢ficos en las solapas y contraportadas de sus libros. The last white hunter aporta todos esos datos que dese¨¢bamos conocer cuando le¨ªamos a Kenneth Anderson y much¨ªsimas cosas m¨¢s. Nos reconfirma que el hijo, cuyos tel¨¦fono y direcci¨®n atesor¨¦ durante a?os sin decidirme a llamarlo y no digamos a visitarlo (ahora ya es tarde), era un canalla, un malote, ?y mucho peor de lo que imagin¨¢bamos! Y es que no s¨®lo mataba animales a diestro y siniestro, con especial sa?a panteras, a las que transportaba muertas en su motocicleta Norton Dominator exhibi¨¦ndose por Bangalore (¡°qu¨¦ tonto parece ahora, ?pero c¨®mo despertaba la atenci¨®n de la gente!¡±), sino que era un narcisista y un libertino mujeriego que rozaba lo psicop¨¢tico.

Lo curioso es que es el propio Donald el que explica todas esas cosas y el libro, a la vez una preciosa memoir de una vida en los a?os previos y posteriores a la descolonizaci¨®n de la India, rezuma una nostalgia, una sensibilidad y, s¨ª, un amor (a su padre, a la naturaleza y a la vida salvaje) sorprendentes e insospechados. Acab¨¦ de leer The last white hunter (266 p¨¢ginas) el otro d¨ªa en un Viena y no me averg¨¹enzo de decir que las l¨¢grimas me ca¨ªan sobre la famosa flauta de serrano especialidad de la casa. ?Emocionado con las memorias del hijo impresentable de un viejo cazador y escritor anglo¨ªndio de provincias del que s¨®lo se acuerdan un pu?ado de lectores nost¨¢lgicos? Pues s¨ª, oigan, como si leyera Anna Karenina. Ver c¨®mo se despliegan esas vidas que cuenta Donald Anderson, la suya, la de su padre y la de su familia (cuatro generaciones de escoceses asentados en la India) ha sido asomarse a un mundo perdido fascinante lleno de informaciones y sentimientos; algo similar a colarte en un desv¨¢n ajeno y revolver objetos, cartas y fotos, sinti¨¦ndote un voyeur y a la vez extra?amente implicado. Pero es que, adem¨¢s, Donald me ha sorprendido mucho.

¡°Esta es la historia de gente y lugares hace tiempo sepultados¡±, arranca Donald Anderson, y ya ves que ah¨ª va a haber algo m¨¢s que los recuerdos cineg¨¦ticos de un trasnochado apasionado de la caza mayor y las mujeres. Desde el principio, el autor, achacoso y enfermo, advierte que ¨¦l no es como su padre y que descubri¨® pronto que no ten¨ªa talento como escritor. Nos dice tambi¨¦n que sabe que no le queda mucho de vida (falleci¨® el 12 de junio de 2014, a los 80 a?os, tras una etapa final penosa), que es el ¨²ltimo de su estirpe, y que, desde su lugar favorito en la ribera del r¨ªo Moyar en las Nilgiris, las Monta?as Azules, trata de disfrutar cada noche ¡°rodeado por millones de parpadeantes estrellas que resplandecen brillantes en el firmamento nocturno¡±. Evoca sus halcyon days, ¡°cuando mi frente no estaba arrugada por la preocupaci¨®n o el dolor y mis cabellos no era grises; los d¨ªas en que hac¨ªa lo que quer¨ªa sin importarme nada ni nadie¡±. ¡°Cuando uno es joven y lleno de aventura¡±, contin¨²a en un tono que recuerda a un imprevisto Yeats de Bangalore, ¡°cada viaje a la jungla ten¨ªa que rellenarse con una presa, pero cuando un shikari se hace viejo, se contenta con sentarse, observar y o¨ªr¡±.

Del haber matado tantos animales en una vida consagrada a la caza a destajo, se?ala que dados los peligros que corri¨® en la selva, nunca pens¨® vivir tanto y que estaba seguro, incluso esperanzado de que tendr¨ªa una existencia breve y que sus ¨²ltimas gotas de sangre empapar¨ªan la hierba de alguna de sus junglas favoritas, ¡°as¨ª que nunca pens¨¦ que vivir¨ªa lo suficiente para sentir arrepentimiento¡±. ¡°No creo en Dios ni en el karma¡±, a?ade, ¡°sin embargo, he llegado a aceptar el hecho de que alguien quer¨ªa que llegara a vivir tanto para recordarme mis actos y quiz¨¢ encontrar venganza por las vidas que he tomado¡±.

La casa familiar de los Anderson en Bangalore.
La casa familiar de los Anderson en Bangalore.

Donald Malcom Stuart Anderson, naci¨® en una India en la que -como en la novela de Abir Mukherjee- la palabra independencia se pronunciaba a¨²n en voz baja. Su familia -el padre Kenneth, la madre, Blossom Hyacinth (!), que era una euroasi¨¢tica de Ceil¨¢n y hab¨ªa cazado tambi¨¦n algunas panteras, y una hermana cuatro a?os mayor, June, que se cas¨® y emigr¨® a Australia- resid¨ªan rodeados de criados tamiles en un precioso bungalow colonial, Prospect House, en Sidney Road, Bangalore, capital del Estado de Mysore y ciudad desde la que entonces en un momento, fueras en la direcci¨®n que fueras, te met¨ªas en la selva. Donald nos revela varias cosas de su padre: que era goloso, muy taca?o -acaso por sus genes escoceses-, que estaba obsesionado con el ocultismo y que sent¨ªa una m¨®rbida fascinaci¨®n por las serpientes, de las que ten¨ªa varias en casa, incluso algunas venenosas como cobras y v¨ªboras de Russell con las que hac¨ªa negocio vendiendo su ponzo?a para hacer ant¨ªdotos. Tambi¨¦n manten¨ªa un peque?o zoo con mascotas como Jackie la hiena, el macaco Jacko, sucesivas cr¨ªas de pantera llamadas siempre Spottie, y el oso Bruno que estaba enamorado de la madre. La familia realizaba excursiones de picnic a lugares como Bannerghatta, Magadi , Pondicherry o Thippagondanahalli de la misma manera que nosotros ¨ªbamos a Castelldefels.

Los padres se separaron y Donald desvela que nuestro Kenneth Anderson vivi¨® luego un tiempo con una anglo india de nombre Margaret. El escritor, ya famoso por sus libros sobre la jungla y los devoradores de hombres, se traslad¨® a una casa en el barrio de Whitefield, Bijou Cottage, en la que hab¨ªa tantas serpientes que los encantadores de cobras iban a buscarlas. All¨ª muri¨® en 1974 a los 64 a?os a causa de un c¨¢ncer de pr¨®stata.

Don Anderson era un ni?o gamberro, mal estudiante (aunque buen jugador de cricket) y que cazaba y torturaba animales. Su ¨ªdolo no era Frederick Roberts o Walter Hamilton sino el general Custer y su mayor sue?o, ser el m¨¢s grande cazador blanco de la India. En esto fue siempre distinto de su padre, ¡°un rom¨¢ntico¡± que cazaba muy poco por deporte, centr¨¢ndose en las fieras asesinas, y que dej¨® definitivamente la escopeta a mediados de los a?os sesenta para adoptar posturas conservacionistas y dedicarse a disfrutar de la naturaleza sin dispararle. Don se convirti¨® en un joven guapo y arrogante, tan amante de las motocicletas como lo era su padre de los autom¨®viles (incluidos su famoso Studebaker y el Ford T conocido como Sudden Death). Fumador compulsivo, en cambio no beb¨ªa mucho: dec¨ªa que hay que estar muy sereno cuando sigues el rastro de un leopardo o un tigre. Aprendi¨® de su padre el conocimiento profundo de la selva y una ley de oro del shikari, el cazador: que no debe dejarse nunca a un animal herido para que sufra (y se convierta potencialmente en un peligro), as¨ª que hay que seguir el rastro -nunca de noche en el caso de una pantera, que es cosa suicida-, y afrontar el riesgo de que la fiera te est¨¦ esperando con el l¨®gico cabreo por haberle disparado. Era tambi¨¦n muy supersticioso, como todos los shikaris (incluido su padre, que tuvo el presentimiento de que iba a morir al ver a tres elefantes levantar las trompas como si se despidieran de ¨¦l). Llevaba un talism¨¢n y ten¨ªa un mantra secreto para protegerse.

Donald Anderson.
Donald Anderson.

De las mujeres explica sin falsa modestia que ¡°desde la escuela, siempre las ha habido de todas las edades que se sent¨ªan atra¨ªdas por m¨ª¡±. Reconoce no haber sido nunca ¡°un gran conversador o un seductor convincente, pero las mujeres con las que me ve¨ªa eran tan superficiales como yo¡±. Su primera relaci¨®n fue a los 15 a?os con una mujer de veintitantos y luego siguieron d¨¦cadas de encuentros: ¡°Es incre¨ªble el gran n¨²mero de mujeres que est¨¢n abiertas a irse a la cama contigo para practicar sexo sin compromiso¡±, cuenta sin tapujos; ¡°j¨®venes, viejas, casadas, solteras, divorciadas, viudas, europeas, anglo indias, indias, de una noche o, las menos, de semanas o meses, alimentaron mi voraz apetito e hincharon mi ego¡±. Donald confiesa que la tentaci¨®n constante le alej¨® de la idea de tener una pareja estable o de casarse y tener hijos. ¡°Aparte de que sab¨ªa que tendr¨ªa que elegir entre mi mujer y mis hijos y la jungla¡±. Asegura en las memorias ¡°no estar orgulloso de lo que hice, pero tampoco avergonzado: es la vida que escog¨ª, haciendo lo que quer¨ªa, con mis propias reglas, sin respeto ni preocupaci¨®n por nadie que no fuera yo mismo¡±. Ese tipo de t¨ªo que cuando se enfrenta a una pantera, t¨² te pones del lado de la pantera.

En la selva, por la que circulaba desde los diez a?os solo y siempre a pie, no era mejor persona: ¡°All¨ª, con mi rifle, me sent¨ªa un dios, estaba tan seguro de mis habilidades de cazador que pensaba que ninguna criatura pod¨ªa herirme y tomaba riesgos extravagantes. Por la ley de probabilidades ten¨ªa que haber sufrido serios percances, pero no me pas¨® nada¡±. Como su padre, Donald mat¨® varios tigres y leopardos devoradores de hombres (y tambi¨¦n algunos elefantes locos), ¡°pero no voy a defender mis cacer¨ªas diciendo que lo hice por ayudar a la gente, aunque es cierto que muchos animales salvajes eran vistos entonces como plagas¡±.

En 1947, a los 13 a?os, mat¨® su primera pantera, en Javalagiri. Su primer tigre devorador de hombres, que se hab¨ªa comido a varios conductores de carretas y a una ni?a, lo caz¨® en Gajnore, a?os despu¨¦s, desde un machan y tras ponerle de cebo la carne de una cabra envuelta en ropa humana. En las memorias hay episodios con felinos antrop¨®fagos que ponen los pelos de punta. Una tigresa devoradora de hombres que cay¨® sobre ellos mientras la rastreaban dej¨® mutilado a su ojeador Maaka, y con un agujero en un brazo por el que pod¨ªas pasar los dedos; y una pantera, toda garras y colmillos, mat¨® a otro, Kuppa, antes de que el cazador pudiera acabar con ella. En una ocasi¨®n, desarmado, Don corri¨® hacia un tigre y lo hizo huir, y en otra mat¨® a tres panteras creyendo que eran la misma. Una vez caz¨® a uno de esos felinos desde la cama, por la ventana. Explica que nunca tuvo la paciencia de su padre para acechar a las fieras y que se quedaba dormido. Un episodio curioso de su vida es cuando hizo de doble de Stewart Granger durante el rodaje de Harry Black y el tigre en 1957, rodada en Bangalore. Con el actor, que se convirti¨® en un admirador de los libros de su padre, compitieron en ligues.

Donald Anderson, de mayor.
Donald Anderson, de mayor.

La parte m¨¢s emotiva de las memorias es la de la relaci¨®n del padre y el hijo cuando el primero cae enfermo. Donald era muy joven cuando su padre caz¨® la mayor¨ªa de los m¨¢s famosos devoradores de hombres de su carrera pero llegaron a enfrentarse juntos a alguno, como el tigre asesino de Hogarehalli al que acecharon frente al cad¨¢ver de un leproso al que hab¨ªa matado (el terrible episodio se cuenta en Esto es la jungla). Cuidar del padre con c¨¢ncer los dos a?os de severo tratamiento acerc¨® mucho a Donald a su progenitor. La imagen de los dos hombres valientes enfrentados a ese ¨²ltimo devorador de hombres invisible envueltos en un halo de dolor y ternura resulta conmovedora. ¡°Eres mi todo, Don¡±, le dec¨ªa el padre, que tem¨ªa morir en el hospital, lejos de la naturaleza. En el lecho de muerte le pidi¨® a su hijo que hiciera dos cosas por ¨¦l: dejar de fumar y dejar de cazar. ¡°Los cigarrillos vale, pero cazar¡­¡±, escribe Donald Anderson, ¡°?c¨®mo pod¨ªa dejar la cosa m¨¢s importante alrededor de lo cual giraba toda mi existencia, algo por lo que hab¨ªa hecho tantos sacrificios?¡±. Y anota someramente a continuaci¨®n: ¡°Nunca m¨¢s volv¨ª a dispararle a una criatura viva¡±.

El propio fin de Donald, que se explica en un ep¨ªlogo a sus memorias, fue muy triste, pas¨® una depresi¨®n, perdi¨® sus propiedades y acab¨® en una peque?a casucha miserable, mantenido por la caridad de un club de admiradores de su padre. A su entierro fue muy poca gente. Su epitafio podr¨ªa haber sido ¡°sab¨ªa de panteras¡±, o quiz¨¢ unos versos de un poema que escribi¨® su padre sobre uno de esos animales (el feroz leopardo de Jalahalli, al que se enfrent¨®), The Panther¡¯s Requiem: ¡°Todo ha acabado, ya no sufro/ muero como he vivido, fiero y solitario/ valiente, inconquistable, el alarde de nadie (¡­) Con cuatro heridas soy mucho m¨¢s r¨¢pido/ que la multitud de hombres que carecen de mi indomabilidad¡±. Tan dif¨ªcil como seguir el rastro de un tigre es conocer el coraz¨®n de un ser humano.

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Sobre la firma

Jacinto Ant¨®n
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que re¨²nen sus cr¨®nicas. Licenciado en Periodismo por la Aut¨®noma de Barcelona y en Interpretaci¨®n por el Institut del Teatre, trabaj¨® en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagoniz¨® la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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