Napole¨®n y la teor¨ªa del gran hombre de la historia
?Puede una sola persona cambiar la historia e influir en la vida de millones de personas? El historiador brit¨¢nico ofrece un an¨¢lisis sobre c¨®mo una corriente de pensamiento de gran ¨¦xito durante el siglo XIX consideraba que la historia estaba determinada sobre todo por los grandes personajes
El pr¨®ximo viernes, el infatigable cineasta sir Ridley Scott estrenar¨¢ su ¨¦pica biograf¨ªa de Napole¨®n. La posibilidad de estudiar el poder y la ambici¨®n ha hecho que Napole¨®n ¡ªel gran hombre ideal de la historia¡ª haya fascinado a muchos directores, empezando por Abel Gance, cuya pel¨ªcula muda de 1927 es, para muchos, la mejor obra cinematogr¨¢fica de todos los tiempos. Sin embargo, hoy en d¨ªa, hay una gran marea acad¨¦mica en contra de la teor¨ªa del gran hombre de la historia, por lo que es dif¨ªcil encontrar historiadores dispuestos a defender ese tipo de relato heroico.
El mete¨®rico ascenso de Napole¨®n hasta dominar la mayor parte de Europa lo convirti¨® en el arquetipo de la teor¨ªa del gran hombre, una corriente de pensamiento de gran ¨¦xito durante el siglo XIX, que consideraba que la historia estaba determinada sobre todo por los grandes personajes. Thomas Carlyle lleg¨® a afirmar que ¡°la historia del mundo no es m¨¢s que la biograf¨ªa de los grandes hombres¡±.
Despu¨¦s de morir Napole¨®n, en 1821, muchos le aclamaron como a un h¨¦roe. Le consideraban un liberal y modernizador, en una ¨¦poca en la que imperaba la Santa Alianza, profundamente reaccionaria entre Rusia, Prusia y Austria. En Francia, para muchos era un santo laico. Otros no estaban tan convencidos y pensaban que era un tirano y megal¨®mano que hab¨ªa causado desgracias en toda Europa. Le¨®n Tolstoi, que despu¨¦s ser¨ªa su cr¨ªtico m¨¢s feroz, se indign¨® cuando, durante una visita a Los Inv¨¢lidos ¡ªdonde est¨¢ sepultado Napole¨®n¡ª vio que entre las victorias grabadas en el sarc¨®fago figuraba Borodino como una victoria francesa, cuando, en realidad, fue la batalla que hiri¨® de muerte a su Grande Arm¨¦e. Seguramente esta experiencia inspir¨® a Tolstoi el memorable principio que, en Guerra y paz (escrita en 1869), denomin¨® la ¡°ley de la coincidencia causal¡±: la acumulaci¨®n de factores que acabaron empujando a Napole¨®n a la fat¨ªdica decisi¨®n de invadir Rusia. Seg¨²n Tolstoi, incluso un rey era ¡°esclavo de la historia¡±. A principios del siglo XX, Sigmund Freud se atrevi¨® a m¨¢s y dio la vuelta a la idea de Carlyle con su intento de estudiar la frecuente necesidad humana de buscar la salvaci¨®n en un hombre fuerte. Seg¨²n Freud, la propia idea de un gran hombre era, en definitiva, la expresi¨®n de una gran a?oranza por una figura paterna.
A lo largo de los siglos, el debate se ha convertido con frecuencia en una argumentaci¨®n circular: ?son los grandes l¨ªderes quienes provocan los acontecimientos o los acontecimientos los que crean la oportunidad de que surja un l¨ªder? Desde luego, la confusi¨®n, la incertidumbre e incluso la apat¨ªa en medio del caos dan una enorme ventaja a una persona tenaz y decidida, ya sea Napole¨®n despu¨¦s de la Revoluci¨®n Francesa o Lenin tras la Revoluci¨®n Rusa de febrero de 1917. Los dos se hicieron con el poder durante un interregno, que Alexander Herzen denomin¨® ¡°la viuda encinta¡±: el periodo posterior al derrocamiento de un antiguo r¨¦gimen y anterior a que nazca su sucesor.
Muchas de las grandes cat¨¢strofes de la historia se deben a medidas y decisiones individuales. Ambrose Bierce, el maravilloso escritor sat¨ªrico estadounidense que desapareci¨® misteriosamente en 1913 mientras informaba sobre la Revoluci¨®n Mexicana, dijo en una ocasi¨®n que ¡°la guerra es la forma que tiene Dios de ense?ar geograf¨ªa a los estadounidenses¡±. Tambi¨¦n podr¨ªa haber dicho que la guerra es la forma que tiene Dios de ense?arnos el desastre de la historia humana. Porque, con demasiada frecuencia, los llamados grandes hombres han arrastrado sus naciones a conflictos catastr¨®ficos, en general por sus propias obsesiones y su ego¨ªsmo; Adolf Hitler es uno de los ejemplos m¨¢s claros.
Edward Gibbon defini¨® la historia como ¡°el registro de los delitos, las locuras y las desgracias de la humanidad¡±. Puede que hoy, instintivamente, no nos guste la teor¨ªa del gran hombre de la historia porque menosprecia muchos otros factores y porque, adem¨¢s, lleva impl¨ªcita la idea insultante y falsa de que las mujeres no pueden ser grandes dirigentes, a pesar de que son mucho menos susceptibles a los relatos heroicos y narcisistas que tanto gustan a los reyes y los dictadores varones. Pero eso no significa que la teor¨ªa no tenga ning¨²n elemento real ni que haya quedado obsoleta.
Ni siquiera en este nuevo mundo globalizado puede descartarse la teor¨ªa del gran hombre. No hay m¨¢s que observar la obsesi¨®n de Putin por reconstruir el imperio ruso y la del presidente Xi Jinping con Taiw¨¢n¡±.
La pregunta crucial es muy sencilla. ?Puede una sola persona cambiar la historia e influir en la vida de millones de personas? En palabras del historiador Diarmaid MacCulloch: ¡°El hecho de que una persona pueda, por s¨ª sola, provocar un cambio de rumbo radical de las circunstancias de los seres humanos parece tan obvio que no hay ni que decirlo: si no hubiera existido Genghis Khan, mucha gente de Asia central en la Edad Media habr¨ªa vivido m¨¢s tiempo¡±.
?Cu¨¢ntos ejemplos hacen falta para demostrarlo? El rey de reyes aquem¨¦nida de Persia, Ciro el Grande, Dar¨ªo el Grande, Jerjes el Grande, Alejandro Magno, An¨ªbal, Carlomagno y hasta el propio Gengis Kan provocaron inmensos cambios hist¨®ricos con sus conquistas. Es evidente que las cat¨¢strofes naturales, las sequ¨ªas, las inundaciones, los terremotos y las plagas tambi¨¦n causaron grandes transformaciones. Pero el auge y la ca¨ªda de los imperios de la Antig¨¹edad se debieron, en muchos casos, a las ambiciones y el talento o la incompetencia militar de un solo individuo.
Como es propio de nuestro estilo insular, los brit¨¢nicos solemos prescindir de la historia europea durante las primeras etapas de la Edad Moderna. En poco m¨¢s de un siglo, Gustavo Adolfo cre¨® el imperio sueco en la Guerra de los Treinta A?os y Carlos XII lo perdi¨® cuando invadi¨® Rusia en la Gran Guerra del Norte y cay¨® derrotado en Poltava en 1709. Esta ¨²ltima figura entre las batallas m¨¢s decisivas de la historia mundial, aunque solo sea porque de la victoria del zar Pedro I, en gran parte, naci¨® el Imperio ruso.
Pero la mejor forma de poner a prueba la teor¨ªa del gran hombre consiste seguramente en hacerse preguntas contrafactuales. ?C¨®mo habr¨ªa sido Europa sin Napole¨®n? No podemos saberlo. Las consecuencias, incluso las no intencionadas, son infinitas. No hay m¨¢s que ver que la humillaci¨®n que sufri¨® Prusia a manos de Napole¨®n contribuy¨® a acelerar su posterior ascenso y desemboc¨® en la unificaci¨®n alemana.
Otro ejemplo clar¨ªsimo es el de Hitler y el origen de la Segunda Guerra Mundial. Seguramente era inevitable que la reorganizaci¨®n de las fronteras en Versalles despu¨¦s de la Primera Guerra Mundial, con la divisi¨®n por comunidades ¨¦tnicas, acabara provocando alg¨²n tipo de conflicto en Europa central. Pero el responsable de la enorme magnitud de la Segunda Guerra Mundial y de que las aniquilaciones en masa fue un solo hombre concreto. Cuando hay un l¨ªder con tendencias mesi¨¢nicas, al frente del ej¨¦rcito m¨¢s eficaz del continente y desea inequ¨ªvocamente una guerra, ?c¨®mo se va a evitar? En el oto?o de 1938, a Hitler le enfureci¨® el simple hecho de que Chamberlain, con su apresurado regreso de M¨²nich, le hubiera privado de la oportunidad de invadir Checoslovaquia con su Wehrmacht fortalecida.
Evidentemente, los individuos por s¨ª solos no han creado la historia. Las amenazas contra el abastecimiento de comida o energ¨ªa han contribuido a provocar revoluciones y guerras, igual que las diferencias religiosas y sus sucesoras en el siglo XX, las ideolog¨ªas pol¨ªticas. En el ¨²ltimo medio siglo hemos visto que la tradicional versi¨®n vertical de la historia se divid¨ªa en una variedad cada vez mayor de subdisciplinas: econ¨®mica, cultural, cient¨ªfica, jur¨ªdica, hasta una lista casi interminable.
Adem¨¢s, la teor¨ªa del gran hombre probablemente tiene m¨¢s sentido al hablar de hechos de siglos pasados que de ¨¦pocas m¨¢s recientes. En parte, porque, en un mundo globalizado, la soberan¨ªa nacional es menor, tanto en econom¨ªa como en pol¨ªtica. El antes y el despu¨¦s lo se?al¨®, poco antes de acabar el siglo XX, la aparici¨®n simult¨¢nea de una serie de cambios. El final de la Guerra Fr¨ªa y la ca¨ªda de la Uni¨®n Sovi¨¦tica llegaron acompa?ados de un s¨¢lvese quien pueda en la banca internacional y el fin de los controles de cambio. Al mismo tiempo, el r¨¢pido desarrollo de la tecnolog¨ªa de las comunicaciones y la invenci¨®n de internet intensificaron la competencia internacional en materia de precios. La contrataci¨®n de la mano de obra m¨¢s barata posible y de dirigentes empresariales con enormes salarios se extendi¨® a todo el planeta. Me da la impresi¨®n de que los historiadores tardar¨¢n mucho tiempo en saber hasta qu¨¦ punto todos esos cambios en un periodo de tiempo tan corto fueron pura coincidencia o hechos interdependientes.
Es significativo e ir¨®nico que los comentaristas actuales se pregunten con tanta frecuencia por qu¨¦ no hay grandes estadistas hoy en d¨ªa: ?d¨®nde est¨¢n los Roosevelt, Churchill, De Gaulle o Adenauer? La respuesta es que los medios de comunicaci¨®n tienen cada vez m¨¢s influencia. Los pol¨ªticos, preocupados, miran constantemente por el rabillo del ojo mientras tratan de gestionar a trompicones una crisis informativa detr¨¢s de otra.
La teor¨ªa del gran hombre tambi¨¦n ejerce una influencia peligrosa sobre los l¨ªderes actuales. Los pol¨ªticos y los medios de comunicaci¨®n siguen cayendo sistem¨¢ticamente en la tentaci¨®n de dramatizar la importancia de una crisis concreta y hacen comparaciones con la Segunda Guerra Mundial y sus protagonistas. Aquella fue una guerra como ninguna otra y, sin embargo, se ha convertido en nuestra definici¨®n de la propia idea de guerra. En momentos de turbulencia, la gente siente la necesidad de comprender y por eso vuelve la vista atr¨¢s en busca de un patr¨®n, pero la historia nunca puede ser un mecanismo de predicci¨®n. Debemos estar atentos cuando los l¨ªderes pol¨ªticos y los medios de comunicaci¨®n coquetean con la idea de proponer unos paralelismos hist¨®ricos enga?osos en los que a los dictadores extranjeros, casi siempre, les corresponde el papel de Hitler.
En 1956, durante la crisis de Suez, Anthony Eden hizo exactamente eso. Compar¨® a Naser con Hitler y tach¨® cualquier posible intento de negociaci¨®n de apaciguamiento. Inmediatamente despu¨¦s del 11-S, George W. Bush compar¨® el atentado contra las Torres Gemelas con el ataque japon¨¦s a Pearl Harbor. Tony Blair y los neoconservadores de Washington tambi¨¦n dijeron que Sadam Husein era un nuevo Hitler. Ni siquiera Ridley Scott ha podido resistirse a comparar a Napole¨®n con Hitler y Stalin al hablar de su pel¨ªcula. En tiempos de agitaci¨®n internacional, la tentaci¨®n de los dirigentes de equipararse con Churchill o Roosevelt puede ser incontenible. Pero los paralelismos hist¨®ricos conducen a confusiones estrat¨¦gicas muy peligrosas. Invocar Pearl Harbor en el caso del impresionante atentado terrorista de Al Qaeda en Nueva York cre¨® una mentalidad de guerra entre Estados, en vez de abordarlo como un desastroso problema de seguridad.
No obstante, ni siquiera en este nuevo mundo globalizado puede descartarse por completo la teor¨ªa del gran hombre. No hay m¨¢s que observar las autocracias contempor¨¢neas: la obsesi¨®n de Vlad¨ªmir Putin por reconstruir el imperio ruso y la del presidente Xi Jinping con Taiw¨¢n y la reparaci¨®n del orgullo chino despu¨¦s de las humillaciones infligidas por Occidente en el pasado.
Hoy en d¨ªa, el poder del llamado gran hombre no se limita a las conquistas militares, como en el pasado. Tambi¨¦n incluye a los dirigentes que, con su personalidad desbordante, son capaces de fomentar y explotar el miedo y odio y as¨ª envenenan la pol¨ªtica: los Trump, los Orb¨¢n, los Milosevic. (Como tambi¨¦n dijo Diarmaid MacCulloch, ante unos individuos tan censurables y est¨²pidos, se puede tener la tentaci¨®n de rebautizar la teor¨ªa del gran hombre como ¡°la teor¨ªa del ¡®cabr¨®n en el momento oportuno¡¯¡±). Todos los populistas autoritarios fomentan el odio, algo muy f¨¢cil de hacer hoy a trav¨¦s de las redes sociales, donde la honradez intelectual es la primera v¨ªctima de la indignaci¨®n moral. Cuando el odio se utiliza como arma, se convierte en una forma de guerra por otros medios. Por desgracia para la humanidad, cualquiera que haya vivido las d¨¦cadas m¨¢s recientes debe reconocer que el gran hombre sigue vivo y coleando.
Babelia
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