Dios est¨¢ al final de una escalera de color
Durante un tiempo anduve metido en ese laberinto que me permiti¨® descubrir lo m¨¢s extra?o y parad¨®jico que uno lleva dentro cuando se enfrenta a los naipes duros: los pliegues del alma humana

Cuando en el a?o 1977 se legaliz¨® oficialmente el juego de azar en Espa?a y comenzaron a construirse varios casinos, en Madrid segu¨ªan funcionando timbas en garitos clandestinos donde se jugaba al p¨®quer y al bacarr¨¢ a un nivel en que los millones iban alegremente de ac¨¢ para all¨¢ al margen de la ley. Durante un tiempo anduve metido en ese laberinto que me permiti¨® descubrir lo m¨¢s extra?o y parad¨®jico que uno lleva dentro cuando se enfrenta a los naipes duros, un conocimiento que pod¨ªa costar m¨¢s caro que estudiar en Harvard, aunque tal vez era m¨¢s instructivo a la hora de conocer los pliegues del alma humana. Estos garitos sol¨ªan estar situados en un chalet de alguna colonia de lujo rodeado de un gran jard¨ªn para que el trasiego de coches hasta altas horas de la madrugada no alarmara a los vecinos. Por supuesto, la brigada de polic¨ªa encargada del juego sab¨ªa con pelos y se?ales lo que suced¨ªa en esos antros. Dejaba hacer, presuntamente bajo los efectos de la coima correspondiente, pero a veces irrump¨ªa en medio de la partida al grito de ¡°??Quietos, dejen todas las fichas sobre la mesa!!¡±. Quedaba todo con el cierre y una multa, pero al d¨ªa siguiente a los puntos se les hac¨ªa saber la direcci¨®n de la nueva timba que comenzaba a funcionar en otro lugar.
Antes de bajar a este infierno los amigos sol¨ªamos jugar una partida de p¨®quer sin hacernos sangre despu¨¦s de la tertulia de los s¨¢bados, unas veces en alguna de nuestras casas, otras en una tienda de electrodom¨¦sticos, entre lavadoras, neveras y friegaplatos, puesto que su due?o era uno de los puntos y cerraba el establecimiento a nuestro antojo. Recuerdo la partida en el estudio del pintor Pepe D¨ªaz, a quien por su afici¨®n a los toros el diestro Anto?ete le hab¨ªa regalado un capote que en este caso nos serv¨ªa de tapete, chamuscado por las brasas de los cigarrillos. El pintor ten¨ªa un perro lobo llamado Gogol, que daba un aullido lastimero cuando su amo perd¨ªa un envite. Advert¨ª del peligro que corr¨ªamos si la partida un d¨ªa se calentaba y Gogol se oliera que su due?o hab¨ªa sido desplumado. Pod¨ªa muy bien arrancarnos media pantorrilla de un bocado. Seg¨²n Pepe D¨ªaz, para que el perro se calmara bastaba con poner una sonata de Bach. Con esa m¨²sica antes se dorm¨ªan los reyes, y a Gogol esta melod¨ªa lo relajaba, pero no siempre. El violonchelo lo sacaba de quicio y hab¨ªa que encerrarlo en un corralillo formado con cuadros de paisajes, de retratos y bodegones.
Alrededor del capote de Anto?ete, a la mesa de p¨®quer nos sent¨¢bamos periodistas, c¨®micos, poetas, magistrados, directores de cine y el vendedor de electrodom¨¦sticos. En cambio, la primera noche que entr¨¦ en un garito prohibido con unos amigos, aparte de tres o cuatro puntos que eran tah¨²res profesionales, la partida la formaban una marquesa a la que solo le quedaba el esqueleto cubierto de joyas, un jamonero al por mayor, un chatarrero de cementerios de autom¨®viles, un rey de las m¨¢quinas tragaperras, un perista de oro robado al tir¨®n, el representante de una marca famosa de sostenes, un bombero, un m¨¦dico que ya hab¨ªa olvidado de c¨®mo se tomaba el pulso y algunos facinerosos de paso, entre otros un fulano que exportaba vientres de tibur¨®n a Rusia. ?Pod¨ªa aprender algo de estos sujetos? La pintora Beppo, que fue modelo de Modigliani, me dijo un d¨ªa: ¡°En aquellos felices a?os veinte en Montparnasse la psicolog¨ªa se daba como asignatura en los burdeles¡±. Por mi parte aprend¨ª que si en una partida, al cabo de dos horas, no sabes qui¨¦n el tonto es porque el tonto eres t¨².
A m¨ª no me gustaba perder, cosa que me invalidaba para ser un buen jugador, un defecto que me salv¨® de caer en la ludopat¨ªa. Un jugador con el vicio muy arraigado celebra la ganancia solo porque le va a permitir seguir jugando hasta perderla. Al final de la partida, al verse desplumado, el jugador siente esa ceniza de la derrota en la lengua que acompa?a al sumo placer de la propia destrucci¨®n. Solo queda despreciarse, compadecerse e invocar de nuevo a la fortuna. Despu¨¦s de atravesar durante unos a?os ese Madrid clandestino abandon¨¦ para siempre los garitos cuando una noche de lobos un jugador de cuerpo enorme, de labios morados, medio ¨¢rabe, medio jud¨ªo, medio cristiano, sentado a mi lado, en el momento del envite dobl¨® el cuello, su nuca emiti¨® un crujido que se oy¨® muy bien en el silencio de la partida y un instante despu¨¦s todos vimos c¨®mo dobl¨® el espinazo sobre el tapete y qued¨® con un ojo mirando hacia la l¨¢mpara y el otro hacia la pareja de ases que llevaba en la mano. En medio del sobresalto, el due?o del garito que dormitaba en un sill¨®n pregunt¨®: ¡°?Debe dinero a la casa?¡±. Y sin esperar respuesta le quit¨® la cartera al muerto y le extrajo del dedo el anillo de brillantes. Esa noche dej¨¦ de creer en ese dios que est¨¢ al final de una escalera de color.
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