Toda Europa cabe en un camping de Venecia
Cr¨®nica de d¨ªas de playa y noches de caf¨¦ en un campamento en la pen¨ªnsula breve de Cavallino, con la Laguna veneciana y el mar Adri¨¢tico en cada orilla
Un camping en Venecia es una forma fabulosa de ir a Venecia sin estar en Venecia, entre b¨¢varos, corintios y estirios civilizados y alg¨²n que otro italiano que te puede ense?ar a cocinar pasta alla Norma junto al Adri¨¢tico.
Un camping en Venecia, en el litoral de Cavallino-Treporti, una lengua de tierra que separa la Laguna del mar, es una reproducci¨®n a escala de Mitteleuropa, de la Europa de Claudio Magris, del imperio austroh¨²ngaro de veraneo (el real y el berlanguiano). Un lugar que re¨²ne las condiciones de la felicidad para lo que uno entiende que son las vacaciones: cambiar una rutina por otra en la que parezca que no haces nada. El bungalow est¨¢ refugiado en un mar de con¨ªferas que no deja ver el Adri¨¢tico, pero con salida a la playa. Como el alem¨¢n es la lengua dominante, en la recepci¨®n saludan entre exclamaciones, recogen el pasaporte espa?ol con el respeto de un objeto ex¨®tico, casi de culto. ¡°?Guau, un espa?ol!¡±.
Este verano nada m¨¢s instalarnos, mi hijo Egon, de seis a?os, conoci¨® a Sophie, de siete, una radiante pelirroja con piel de loza y sin paletas, la cima de la madurez a ojos de un ni?o de su edad. Egon es biling¨¹e, habla espa?ol y alem¨¢n. Sophie tambi¨¦n es biling¨¹e, su madre es francesa y su padre italiano, viven en Trento. Manejaban cuatro idiomas que no les serv¨ªan para conversar, no se pod¨ªan entender, lo hac¨ªan con miradas, con afectos, con complicidades indescifrables de ni?os. Se volvieron inseparables. En ocasiones abandonaban su cris¨¢lida preverbal, pero sin ¨¦xito. Jugando al f¨²tbol, escuch¨¦ a Egon buscar la palabra perfecta tras un remate zidanesco de Sophie: ¡°?Ha sido c¨®rner, Ecke, saque de esquina!¡± [¡] ¡°?Ha sido tri¨¢ngulo!¡±.
Cada a?o llega la ma?ana en la que, presas de un rapto po¨¦tico, decidimos conquistar Venecia. Nos acercamos a la otra orilla de la pen¨ªnsula, la que bebe en la Laguna, y como el que coge el metro nos subimos a un barco en Punta Sabbioni que nos deja en 20 minutos en la plaza de San Marcos. Para no desencajar, nos camuflamos de turistas. En la derrota navegamos junto al Mose, el sistema de diques m¨®viles que protege a Venecia del acqua alta, las mareas que inundan peri¨®dicamente la ciudad, agravadas por la emergencia clim¨¢tica. Una obra de ingenier¨ªa de 78 compuertas de acero fijadas en las bocas de la Laguna pero de alcance b¨ªblico, logran dividir el mar como Mois¨¦s. La Seren¨ªsima es una maravilla construida sobre el fango que se est¨¢ hundiendo.
Navegamos junto a la isla del Lido, donde se alojaba Thomas Mann, y siempre pienso en su represi¨®n sobrecogedora. Un escritor con una obra moderna que simboliza la libertad que, consciente de su vulnerabilidad, deb¨ªa esconder quien era, la naturaleza de su deseo, ocultar su homosexualidad (como hoy un vecino de Catar o un futbolista de ¨¦lite) para poder dedicarse al oficio de escribir. Entonces surge sobre el agua del mar esmeralda, como una Fata Morgana, el campanile de San Marcos. Es la ciudad de Venecia. Venecia. Venecia.
Visitamos el Palacio Ducal o tal vez no, caminamos, tomamos un helado o tal vez dos, entramos en la Academia de Bellas Artes (un edificio evocador; sus ba?os son muy pr¨¢cticos) y regresamos pronto al frescor de nuestro pinar y a la seda natural de las dunas. No somos el forastiere illuminato, no hemos le¨ªdo la gu¨ªa de 1740 para viajeros cultos de Giovanni Battista Albrizzi. Tampoco buscamos las tumbas de Joseph Brodsky o Ezra Pound en el cementerio de San Michele. Lo nuestro no es el Grand Tour, solo un alegre paseo provinciano por la capital, la Seren¨ªsima, una ciudad que ha elegido la autodestrucci¨®n como modelo de negocio y que sin embargo idealizas. Incluso cuando est¨¢s en ella. En una ocasi¨®n nos cruzamos con Al Bano, que firmaba aut¨®grafos y se hac¨ªa fotos con un grupo de turistas. Los despidi¨® con amabilidad y se perdi¨® entre los canales, solitario, con un Borsalino que encarnaba todo el esplendor y la elegancia imbatible de d¨¦cadas de alta costura italiana, con un aura que me record¨® a Jep Gambardella en la Roma de La grande bellezza.
Pasan los veranos y a¨²n no le hemos ense?ado la bas¨ªlica de San Marcos a Egon, pero le inscribimos en la accademia di calcio dilettantistico della squadra ACD Treporti di Venezia, una proposici¨®n que hechiza en cuanto la escuchas; que demuestra que si Woody Allen quiere conquistar Polonia cuando escucha a Wagner, uno solo puede rendirse ante la belleza de la lengua italiana.
Todos somos diletantes ante el oficio campista de los b¨¢varos. Traen hasta una lamparita de noche para la mesa de la terraza del bungalow. Con su alargador. Y la barbacoa el¨¦ctrica, el triciclo del peque?o, la bici del mediano, la tabla de paddle surf de la mayor. Se entregan durante horas a ensamblar cosas que ignorabas que exist¨ªan. El ¨²ltimo d¨ªa se ir¨¢n a las cuatro de la ma?ana sin hacer ruido ni dejar rastro, con la reserva cerrada para agosto de 2025, como una tribu n¨®mada de tradiciones at¨¢vicas.
¨C¨C?Cu¨¢l es el secreto para bordar un plato de pasta alla Norma? ¨C¨Cle pregunto a Danilo, el padre de Sophie, mientras nuestros hijos, en su pel¨ªcula de cine mudo, construyen la L¨ªnea Maginot en la playa para frenar al mar.
¨C¨CMi mam¨¢ es siciliana, de Patern¨°, naci¨® al pie del volc¨¢n Etna ¨C¨Cme dice con la vista perdida en el mar¨C¨C. Y como buena siciliana insiste en que hay que fre¨ªr bien las berenjenas. Y que sin ajo y albahaca fresca en la salsa de tomate no hay pasta alla Norma. Pero la clave de la receta y de mi melancol¨ªa es la ricotta salata, un queso dif¨ªcil de encontrar lejos de Catania.
En los d¨ªas siguientes vuelve la rutina. Te despiertas y sales con un caf¨¦ al porche para escuchar el zureo de las palomas y la brisa en la pineda. Disfrutas el silencio como una expresi¨®n sencilla de alta cultura. A veces llega el eco distante de una ni?a gritando en la piscina (siempre hay una ni?a feliz que grita). Contemplas a los holandeses regresar de su paseo en bicicleta, a la cuadrilla de jardineros lombardos cuidar el huerto ecol¨®gico con pausas para comer melocotones, a la vecina vienesa que lee la novela que escribi¨® Sylvia Plath poco antes de suicidarse (¡±La campana de cristal, un libro de autoficci¨®n. Resulta insufrible¡±).
En el restaurante al aire libre, el olor a repelente Autan que vuela de las mesas vecinas es tan profundo que te sientes protegido. No es un detalle menor en un lugar tan fastuoso como marcado en otro tiempo por las epidemias de peste y las atm¨®sferas de enfermedad y decadencia. Los ¨²ltimos veranos estuvo asolado por brotes de dengue. La pandemia de coronavirus les enfrent¨® a la certeza de que hay algo a¨²n m¨¢s tr¨¢gico que el aluvi¨®n de turistas: su completa ausencia. Es solo un chiringuito de playa, pero de noche comienza el desfile de bandejas con tazas de caf¨¦ peque?as y necesarias como dedales, y sabes que si existe una civilizaci¨®n avanzada se encuentra aqu¨ª.
Esta semana, ya en casa, me dijo ?rsula: ¡°Egon quiere enviarle una postal a Sophie¡±. Mi hijo a¨²n no ha aprendido a escribir. ¡°?Pero en qu¨¦ idioma le escribimos?¡±, pregunt¨¦. ?rsula, siempre tan eficaz, contest¨®: ¡°En ingl¨¦s¡±.
Babelia
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