Final de verano con orop¨¦ndolas y escritoras
Un compendio de poemas con aves de Emily Dickinson y la lectura de ¡¤'Trilog¨ªa de Candleford¡¯ de la victoriana Flora Thompson iluminan septiembre
Fieles a un rito que se repite cada a?o por estas fechas, han vuelto ¡ªpara comerse los higos de casa¡ª las doradas orop¨¦ndolas. Y esta vez lo han hecho con un libro bajo el brazo (bueno, el ala). Es el precioso El secreto de la orop¨¦ndola, un compendio de 47 poemas con aves de Emily Dickinson que ha publicado N¨®rdica en versi¨®n biling¨¹e (traducci¨®n del ingl¨¦s de Abraham Gragera). El volumen cuenta con ilustraciones a toda p¨¢gina de Ester Garc¨ªa muy evocadoras del mundo sublimemente ¨ªntimo, melanc¨®lico, espiritual y tan l¨ªrico de la gran poetisa estadounidense, una clara predecesora en su sensibilidad ante la naturaleza ¡ªtuvo una privilegiada educaci¨®n para la ¨¦poca en ciencias naturales y sab¨ªa mucho de bot¨¢nica, y de estrellas¡ª de autoras de las que soy devoto como Annie Dillard o Mary Oliver, que se escapaba al bosque como hago yo, era gran fan de las lechuzas y escribi¨®: ¡°Cu¨¢nta esperanza depositamos en aquellos d¨ªas de verano, bajo las nubes limpias, blancas, apresuradas, ?ay ayer, el ayer!¡±.
La mayor¨ªa de los dibujos, en tonos grises con apenas alguna nota de color apagado, son de p¨¢jaros: se reconocen gorriones, palomas, arrendajos, colibr¨ªes, ampelis, cornejas, lechuzas o un choch¨ªn ¡ªque de entrada uno asociar¨ªa poco con Emily Dickinson¡ª. Resulta curiosa la renuncia al color al estar el libro bajo la advocaci¨®n de las ¨¢ureas orop¨¦ndolas u orioles cuyos machos ostentan un maravilloso plumaje amarillo (de ah¨ª la vinculaci¨®n de su nombre con el oro). Es verdad que las ilustraciones se contagian as¨ª del car¨¢cter sobrio y trascendente de los versos de Dickinson, tan esencial y mayflowerianamente puritana ella. Llama la atenci¨®n un cardenal, el p¨¢jaro americano rojo incandescente (nunca olvidar¨¦ el primero que vi, en el tendedero de una casa en Nantuckett), posado sobre un quinqu¨¦ encendido y ambos, el ave y el fuego, como decolorados.
Me han parecido especialmente conmovedores (y pertinentes) los dibujos de p¨¢jaros muertos. Hay una doble p¨¢gina en la que los tristes cad¨¢veres, tan inertes, de las avecillas se mezclan con dibujos de insectos, lo que me hace pensar en la parcela de mi jard¨ªn en Viladrau que he convertido en cementerio de las aves que encuentro muertas, algunas a resultas del choque contra los cristales pese a todas las medidas que tomo, incluido el colocar, para estupefacci¨®n de los vecinos, escobas con sombreros y banderas en los ventanales. Cubro siempre los cuerpecillos fr¨ªos con musgo y cortezas para que la tierra que deposito a continuaci¨®n encima les sea m¨¢s leve a esas desgraciadas criaturas arrebatadas al aire. Y nunca dejo de pensar en los versos (presentes en la antolog¨ªa alada de N¨®rdica) ¡°Safe in ther alabaster chambers,/ untouched by morning and untouched by noon,/ sleep the meek members of the resurrection,/ rafter of satin, and roof of stone¡±, que Gragera traduce como ¡°A salvo en sus estancias de alabastro,/ ajenos al albor y al mediod¨ªa ¡ªtraviesa de sat¨¦n, techo de piedra¡ª, duermen los mansos miembros de la resurrecci¨®n¡±; y que a m¨ª me parecen la continuaci¨®n o el complemento de aquellos otros de la poetisa, tambi¨¦n extraordinarios, que aparecen en La decisi¨®n de Sophie (la novela de Styron y la pel¨ªcula de Pakula con Meryl Streep) y que se convierten en el epitafio de la protagonista y de su amante: ¡°Ample make this bed/ make this bed with awe./ In it wait till judgement break/ excellent and fair¡±. [¡°Haz amplia esta cama./ Haz esta cama con respeto./ En ella espera hasta que el juicio llegue/ superior y justo¡±].
El secreto de la orop¨¦ndola est¨¢ lleno de versos de Dickinson que te estremecen y alumbran: ¡°mi suerte de gorri¨®n me colma tanto¡±, ¡°y el alba se encendi¨® de alas de p¨¢jaros/ ?y Para¨ªso fue aquella paz!¡±, ¡°parte en dos la alondra y hallar¨¢s la m¨²sica,/ una capa tras otra, en plata envuelta¡±, ¡°solo Getseman¨ª lo sabe¡± (en el poema a la tumba de Charlotte Bront?, a la que denomina ¡°querido ruise?or perdido¡±), o los que comparan la aurora con un abanico de topacio. Est¨¢n por supuesto los versos sobre las orop¨¦ndolas del poema que da t¨ªtulo al libro y los de La orop¨¦ndola que describen m¨¢gicamente al ave como tocada por el rey Midas (y convertida en oro), y cantan su fulgor y su gloria.
Hay que recordar que la orop¨¦ndola de Dickinson no es la nuestra. La de aqu¨ª y la que visita mi higuera es la orop¨¦ndola europea (Oriolus oriolus) y la que ve¨ªa la poetisa era la orop¨¦ndola de Baltimore (Icterus salbula), que son de otra familia, icteridae (del griego ikteros, amarillo: se cre¨ªa que ver una orop¨¦ndola curaba la ictericia), sin relaci¨®n con las orop¨¦ndolas del Viejo Mundo pero que se parecen mucho, por evoluci¨®n convergente, en tama?o, dieta, comportamiento y plumaje. Es curioso pensar que cuando Emily Dickinson ve¨ªa una orop¨¦ndola y cuando la vemos nosotros se trata de p¨¢jaros distintos, aunque los sentimientos son iguales. Entre los orioles del Nuevo Mundo (33 especies, incluido el gonzalito de Venezuela) est¨¢ esa orop¨¦ndola de Baltimore, llamada as¨ª no por la ciudad sino por su parecido con los colores amarillo y negro del escudo de Lord Baltimore, fundador de la colonia (luego Estado) de Maryland, en cuya bandera se conservan.
No faltan tampoco en el libro las estrofas de m¨¢s pajaril fama de la autora de Massachussets: ¡°Esperanza es esa cosa con plumas/ que se posa en el alma,/ que musita canciones sin palabras/ y nunca, nunca, deja de cantar¡±. Est¨¢ ilustrado el poema con el dibujo de una joven de escorzo (que podr¨ªa ser la propia Dickinson: no se ve el rostro) con un pajarillo posado en el hombro. La evocadora imagen me ha recordado uno de los grandes momentos de este verano, junto con pasar media hora observando a un zorro joven juguetear en los campos de Can Batllic y ver en mi jard¨ªn a una ardilla atolondrada (?la ¡°alocada ardilla¡± de Naturaleza de Dickinson?) fallar en un salto de un ¨¢rbol a otro y caer, la t¨ªa, desde diez metros de altura quedando apenas aturdida. Ese momento crucial, revelador, que dec¨ªa, ha sido el descubrimiento en la librer¨ªa de segunda mano Sweet Books de Girona de una vieja postal con el retrato de perfil prerrafaelita de la novelista y poeta Flora Thompson. ?Puede uno enamorarse de la foto en blanco y negro de una autora victoriana que cr¨ªa malvas desde 1947? Tendr¨ªan que ver la foto. La ve Yeats (tan enamoradizo como yo, pero sin duda con mejores resultados literarios) y cambia Sligo por Candleford.
He quedado tan prendado de Flora ¡ªsi se me permite llamarla por el nombre de pila¡ª que, como nos suele pasar con la gente de la que nos enamoramos, me he apresurado a tratar de saberlo todo sobre ella; lo que ha incluido lanzarme en plancha a leer su gran obra, La trilog¨ªa de Candleford (Hoja de lata, 2022, traducci¨®n de Pablo Gonz¨¢lez-Nuevo), la friolera de 636 p¨¢ginas sobre la vida rural en la Inglaterra victoriana. Como si no hubiera bastante para leer en esta rentr¨¦ literaria. Y me est¨¢ gustando, tiene algo de Thomas Hardy en amable, y tambi¨¦n de Dickinson, ya que estamos: la omnipresencia del campo y la naturaleza, la esencialidad de la vida.
Flora Thompson, nacida Flora Timms en 1876 en una aldea de Oxforshire, Juniper Hill, novelada como Colina de la Alondra (Lark Rise), narra su infancia y juventud a trav¨¦s de las de su trasunta Laura y su hermano Edmund (que morir¨¢ en la I Guerra Mundial como el propio hermano de la escritora, Edwin, en Ypres) en su peque?o pueblo campesino natal y luego en el tambi¨¦n ficticio Candleford. La existencia de la gente humilde que retrata es dura y precaria para nuestros est¨¢ndares (y para todos los est¨¢ndares), pero viven con dignidad y perseverancia. ¡°A pesar de la pobreza y las preocupaciones y la ansiedad que las acompa?aba, no eran infelices¡±, escribe Flora. ¡°Y aunque fueran pobres no hab¨ªa nada s¨®rdido en sus vidas¡±. Com¨ªan cosas que convierten en apetitosas las meriendas de Enid Blyton, contaban chismes y relatos de fantasmas, cantaban alegres tonadas (¡°ojal¨¢, ojal¨¢ no fuera todo en vano/ y volviera a ser doncella por un rato¡±) y cuidaban del cerdo que era uno m¨¢s de la familia, hasta que le llegaba su hora. Era tab¨² vestir de verde, las mujeres ten¨ªan pasi¨®n por los polisones y en todos los jardines hab¨ªa un rosal, que no daba adornadas rosas aristocr¨¢ticas sino las humildes blancas con un leve tinte rosado en el interior y conocidas como ¡°rubor de jovencita¡±. En la peque?a casita que hac¨ªa de retrete la familia de Laura pegaba recortes de peri¨®dicos (como las noticias de Jack el Destripador) y el lugar de honor lo ocupaba una foto de Gladstone.
Me ha interesado mucho lo que tiene que ver con el medio natural: la belleza del paisaje a finales de verano, cuando ¡°el ma¨ªz maduro y cimbreante de los campos convert¨ªa la aldea en una isla en mitad de un mar de oro oscuro¡± (el mismo dorado de las orop¨¦ndolas o del vino de diente de le¨®n). El miedo que les daban a los ni?os ¡ªpor lo dem¨¢s salvajes y rudos¡ª los armi?os. O el juego que consist¨ªa en aproximarse sigilosamente por detr¨¢s a los p¨¢jaros posados para tratar de tocarles la cola. Y me ha emocionado leer que Laura/ Flora, que aprendi¨® a leer sola, adoraba un gastado libro que una vecina empleaba para aguantar una puerta y que le regal¨® al ped¨ªrselo prestado: un maltrecho ejemplar de los Viajes por Egipto y Nubia de Belzoni con el que pudo disfrutar ¡°del inmenso placer de explorar el interior de las pir¨¢mides en compa?¨ªa del autor¡±.
En fin, aqu¨ª sigo en esta recta final del verano, acompa?ado de mi querida Flora victoriana, rodeado de los p¨¢jaros de la Dickinson y con un ojo puesto en el cielo que se ilumina una y otra vez, cuando menos te lo esperas, con el esplendor de las hermosas y fugaces orop¨¦ndolas, ese regalo. ¡°?Qu¨¦ poderosa sensaci¨®n la m¨ªa, / la de haber sido invitada a este lugar espl¨¦ndido,/ a esta fiesta en el gran sal¨®n del d¨ªa!¡±.
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