El amor huidizo y su literatura
Suele ocurrir con frecuencia que se huya o reh¨²ya el amor por su dramatismo existencial. Es indudable que este sentimiento grave y serio inspira recelo y hasta pavor. Se ha dicho que la contradicci¨®n pat¨¦tica del amor consiste en que la entrega de s¨ª mismo es condici¨®n necesaria para la afirmaci¨®n del yo. Comenzamos a amar, pues, con un tremendo horror al amor, presintiendo que puede llevarnos a la disoluci¨®n de nuestra individualidad. Ahora bien, tambi¨¦n podemos vencer este temor inicial que nace de ese salto al abismo de lo ignoto, arrastrados por una amplia impulsividad (Bloch) que surge de una ebullici¨®n interior que no nos deja vivir en paz y nos lanza sin quererlo a la b¨²squeda del amor. Es esta insatisfacci¨®n que experimentamos la que nos mueve a amar, pese a los riesgos que conlleva toda aventura amorosa.La persecuci¨®n incesante y peregrina de la persona amada, tropezando, a ciegas, con errores y frustraciones, puede convertirse en una ansiedad desesperada que termina con la destrucci¨®n de s¨ª mismo. Guy de Maupassant nos ofrece en sus cuentos y novelas claros ejemplos de este aniquilamiento subjetivo de sus personajes por ese anhelo precipitado de amor. Balzac atribu¨ªa a la pasi¨®n unilateral el origen de las cat¨¢strofes sentimentales de sus criaturas, pues, dominadas por una ¨²nica y obsesiva idea, ignoran el peligro que implica vivir el sentimiento amoroso. Claro est¨¢ que tanto al entregarse como al buscar enloquecido se puede encontrar el amor y recuperarse de esa peligrosa p¨¦rdida de s¨ª mismo. No debemos, pues, vivir bajo la perpetua amenaza de una apocalipsis amorosa.
Tambi¨¦n el amor puede aparecer como un poder trascendente, ajeno, terrible, una providencia oscura que nos domina y sojuzga, como en el caso de los personajes de La Celestina, de Fernando de Rojas. Igualmente podemos sentir el amor como una fuerza avasalladora (La voluntad de vivir, de Schopenhauer) a la que debemos obedecer y contra cuya corriente no podemos luchar, aunque nos arrastre a sabiendas a la muerte. As¨ª, ese bebedizo de Trist¨¢n e Isolda embriaga hasta el delirio apasionado que funde las conciencias individuales de terror a la mutua desaparici¨®n.
Dios cruel
En este sentido, el amor ser¨ªa como un Dios cruel que nos dominase y aplastase desde sus alturas. Dec¨ªan los m¨ªsticos alemanes que Dios no es amor, sino que el amor Dios es. Y en virtud de esa potencia nos puede consumir en su fuego o llevarnos a las delicias de la felicidad. Ya desde los primeros pasos que damos en nuestra adolescencia al entregarnos a aventuras amorosas nos sentimos oscuramente aterrorizados. El amor juvenil es torpe, indeciso, vacilante e inseguro. No s¨¦, la espl¨¦ndida novela intimista de Eusebio Garc¨ªa Luengo, nos describe el terror sagrado que experimenta un joven intelectual al comprobar que la pasi¨®n amorosa le vence hasta penetrar en las entretelas de su coraz¨®n ensimismado y solitario. Igualmente existe el terror al amor maduro, por ejemplo, el de Madame Bovary, que se lanza a la b¨²squeda de un sue?o ideal por cuya realizaci¨®n lucha hasta llegar al suicidio. El psicoan¨¢lisis ha descubierto que el objeto ideal amoroso, esa figura humana que dibujamos y nos completa y llena ¨ªntegramente, es una imagen entrevista en el jard¨ªn de la infancia, un sue?o del pasado que determina el futuro del amor. Al no poder encontrarlo puede llevar a la desaparici¨®n o a la muerte.
Ahora bien, igualmente podemos vivir el amor sin correr esos riesgos tr¨¢gicos, sin ese don de s¨ª, que supone, como dec¨ªa Rilke, un sacrificio que se realiza en las cavernas oscuras de la conciencia sin asomarse jam¨¢s a la realidad objetiva del otro. As¨ª vivi¨® Proust su amor por Albertina, como una creaci¨®n subjetiva, analizando sus diversas y m¨²ltiples im¨¢genes desde su confortable y espaciosa interioridad. Hasta que un d¨ªa descubri¨® la verdadera faz de esa criatura que cre¨ªa amar y sinti¨® por primera vez escalofr¨ªos de terror ante el amor real objetivo, que le hab¨ªa llevado hasta extremos de abyecci¨®n y de ignominia.
El amor actual, el que vivimos en nuestros d¨ªas, ha perdido ese aura tr¨¢gica, pues los j¨®venes ya no buscan un ideal plat¨®nico o el absoluto sentimental. Como observa Marcuse, se ha aumentado y enriquecido enormemente la satisfacci¨®n sexual y la libertad amorosa. Pero ello ha tra¨ªdo consigo una desublimaci¨®n del amor. Comp¨¢rese la tragedia de Madame Bobary con los personajes de Santuario, de William. Faulkner, dominados por el frenes¨ª, cruel y despiadado, de su deseo sexual posesivo.
Se ha perdido, pues, en nuestra sociedad contempor¨¢nea ese terror sagrado y reverencial al amor como potencia sublimadora, y se disfruta del mismo como un episodio ef¨ªmero e intrascendente, una ternura accidental. Una conciencia hedonista predomina en todos los amantes de nuestro tiempo. Ya no hay ning¨²n peligro de sacrificar el yo a un ideal de futuro que, pese a unilateralizar el esp¨ªritu y dogmatizarlo, constitu¨ªa una promesa de felicidad, una utop¨ªa bienhechora del amor.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.