La princesa que quer¨ªa vivir
Antes de morir, a Diana la mandaron callar por expresar su simpat¨ªa por los laboristas
Mi t¨ªtulo viene de una pel¨ªcula que protagoniz¨® la siempre bella, siempre encantadora por encantada Audrey Hepburn. Otro t¨ªtulo que tuve en mente fue El amante de la arist¨®crata, recordando la novela de D. H. Lawrence El amante de Lady Chatterley, libro primero infame y luego famoso. La pel¨ªcula pretend¨ªa ser un retrato de la princesa Margarita, que era tonta y pretenciosa. Mi t¨ªtulo quiere ser un retrato de la princesa Diana. Ahora tiene que ser un retrato oval, porque ella, como en el cuento de Edgar Allan Poe, est¨¢ muerta y s¨®lo nos quedan de ella, destrozada en un choque de auto en Par¨ªs, los inn¨²meros instantes conmovidos y los retratos inm¨®viles de las fotograf¨ªas. Pero su muerte, aparte de destruir para siempre su tenue belleza, ha servido para que protagonice, como en vida, una pol¨¦mica m¨¢s.
Hace una o dos semanas (su accidente no s¨®lo colaps¨® el auto en que viajaba, sino tambi¨¦n su historia inmediata) ella hizo unas declaraciones de simpat¨ªa por el Gobierno laborista, al que opon¨ªa al pasado Gobierno conservador. Enseguida salieron los tories a argumentar que un miembro de la realeza no pod¨ªa hacer declaraciones pol¨ªticas. Raz¨®n suficiente: la aristocracia convertida en real hab¨ªa hecho declaraciones contra el pasado r¨¦gimen tory -que despu¨¦s de todo hab¨ªa sido votado en alud de votos contrarios-. Enseguida los peri¨®dicos tabloides orquestaron una sinfon¨ªa entonces inconclusa. En un tabloide, inclusive, despu¨¦s de decirle que ya bastaba, que se callara, pusieron a todo despliegue una foto de la princesa con una cremallera que le cerrar¨ªa la boca para siempre y un cintillo que ahora lamentar¨¢n que dec¨ªa: "?Ci¨¦rrala ya!". No es extra?o que los conservadores brillaran por su ausencia. Solamente vino a dar el p¨¦same por televisi¨®n lord Jeffrey Archer, primero comerciante, luego novelista de best sellers, despu¨¦s consejero de Margaret Thatcher (despu¨¦s de todo, tan tory como John Major) y ahora par del reino. Su paneg¨ªrico se limit¨® a recordar los d¨ªas de Diana como princesa en una de sus tantas caridades. Era de esperar: no digas nada de los muertos parec¨ªa la orden del d¨ªa.
No era de esperar sin embargo que Tony Blair, el duro de los duros del Partido Laborista, hiciera un elogio f¨²nebre en el que no faltaban las l¨¢grimas. Todos, laboristas y conservadores, lloran, pero ninguno, en vida, se pregunt¨® qu¨¦ tendr¨ªa la princesa, por qu¨¦ la princesa estaba tan triste tan a menudo. Era, y ella lo declar¨® a la prensa, la farsa que fueron sus bodas, la farsa que era su matrimonio. Como la respetuosa prostituta pod¨ªa decir tener la impresi¨®n, bien viva, de haber sido enga?ada. Luego, como en El amante de Lady Chatterley, se dio a los juegos er¨®ticos menos rom¨¢nticos. Lady Chatterley se entreg¨® al guardabosque Mellors; lady Diana, a m¨¢s de un ga?¨¢n que luego vender¨ªa (o tratar¨ªa de vender, que es peor) sus relajados relatos de alcoba. Sin olvidar o hacer olvidar su estado matrimonial, esposa de un presunto heredero del trono ingl¨¦s y madre del probable rey de Inglaterra. El pr¨ªncipe de Gales, su marido y luego cornudo, tambi¨¦n ad¨²ltero, qued¨® atr¨¢s como una figura borrosa ante el poder publicitario de su antigua, capaz todav¨ªa, como lo hizo en su matrimonio, de jugar la comedia del pr¨ªncipe consorte. Ahora viaja a Par¨ªs para traer a Londres el cad¨¢ver destrozado de la princesa que quer¨ªa vivir y tener por amante al hijo de un pretendido sheik. Mientras, resonaba la voz de Blair proclam¨¢ndola "princesa del pueblo".
Pero Carlos, que espera casarse con su ajada madame Camilla, no tendr¨¢ nunca la popularidad de Diana, que ahora en su muerte re¨²ne a multitudes frente al palacio de Buckingham, donde no viv¨ªa, y a decenas de miles ante el palacio de Kensington, donde vivi¨®, unos llevando flores para una muerta, otros a pasear curiosos por una de las calles m¨¢s concurridas de Kensington. Lo s¨¦ porque los he visto, los veo todav¨ªa pasando llorosos frente a la ventana de mi casa en la calle que da a la calle en que ella viv¨ªa, alta y altiva y a la vez dulcemente dem¨®crata. La princesa era alta pero no se ve¨ªa tan linda como en fotograf¨ªas, el cine, los noticieros. Es decir, era fotog¨¦nica. Pero no era nunca, nunca fue Audrey Hepburn, la primera princesa. Pero, por otra parte, no habr¨ªa sido vista tanto en fotograf¨ªas y en revistas del coraz¨®n si hubiera tenido, digamos, la cara de Arafat.
Copyright: Guillermo Cabrera Infante.
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