El compromiso de narrar
Hace unos d¨ªas, en el Forum de Barcelona, intervine en un debate con Pere Gimferrer y Jos¨¦ Saramago sobre si existe, o no, un compromiso moral del escritor con la sociedad. El debate result¨® animado, tuvo m¨¢s repercusi¨®n medi¨¢tica de la que esper¨¢bamos, y en d¨ªas posteriores otros escritores espa?oles y extranjeros enriquecieron el asunto con interesantes puntos de vista. Ahora, tras escucharlos y leerlos a todos con respeto y consideraci¨®n, debo insistir en lo que en su momento sostuve: cada vez que alguien habla del compromiso moral del escritor, siento un estallido de p¨¢nico y el irrefrenable deseo de salir corriendo. Que no me l¨ªen, pienso. S¨®lo soy un tipo que cuenta historias: un escritor de infanter¨ªa que pasa de ocho a diez horas diarias d¨¢ndole a la tecla. El compromiso moral se lo dejo a quienes tienen tiempo -y no saben cu¨¢nto los envidio- para esas cosas.
"No quiero ser referente moral de nadie. Admiro a quienes lo son sin pretenderlo, respeto a quienes lo procuran con merecimientos, y desprecio a quienes lo pretenden sin fundamento. Pero yo estoy fuera"
"En contra de lo que sostienen algunos imb¨¦ciles, tener una determinada ideolog¨ªa, tener la opuesta o incluso no tener ninguna, no te hace mejor o peor escritor"
"Es injusto exigir a los escritores que, por el hecho de serlo, adopten compromisos que a veces, adem¨¢s, son coyunturales y suelen coincidir con las tendencias sociales de moda"
Antes de seguir adelante, una precisi¨®n. Hay escritores y novelistas, y no siempre eso significa lo mismo. No todo escritor es novelista. Yo escribo novela: imagino historias y las narro lo mejor que puedo. En ellas, por supuesto, hay una interpretaci¨®n del mundo: el punto de vista. Pero no siempre se da una relaci¨®n directa entre ese punto de vista literario, novelesco y mi punto de vista personal. Mi materia de trabajo es la ficci¨®n. Mi punto de vista ¨²ltimo, ¨ªntimo, es asunto m¨ªo y no tengo por qu¨¦ explic¨¢rselo a nadie. Puedo hacerlo, o no. Pero nada me obliga. Lo que cuenta es la confrontaci¨®n del lector con el texto que le ofrezco. Que ¨¦l acepte las reglas del viejo contrato nunca escrito: esto es una ficci¨®n m¨¢s o menos compleja, y de ti depende lo que hagas con ella. Yo s¨®lo suministro materiales narrativos de cuyo car¨¢cter y efectos no me hago responsable. Respondo de la honradez profesional con que han sido estructurados, y ¨¦se es mi compromiso: contar una historia de forma eficaz. Pero cuando el lector pasa las p¨¢ginas y proyecta en mi novela su mundo, su vida, sus lecturas anteriores, su ideolog¨ªa, eso ya no es cosa m¨ªa. Tanto si lo divierte durante unas horas como si cambia su vida, mi libro es ahora su libro. Escrib¨ª lo que quer¨ªa porque me gusta escribir, porque as¨ª vivo otras vidas adem¨¢s de la m¨ªa, porque ajusto cuentas con el mundo, porque me pagan. Por lo que sea. Y me leen porque quieren. Que les aproveche. Mi responsabilidad termina en el momento en que entrego el mejor texto posible a mi editor. A partir de ah¨ª, que cada palo aguante su vela.
No quiero ser referente moral de nadie. Admiro a quienes lo son sin pretenderlo, respeto a quienes lo procuran con merecimientos, y desprecio a quienes lo pretenden sin fundamento. Pero yo estoy fuera. Cuento lo que me apetece, lo que estimo conveniente contar, y lo hago sin sentarme cada d¨ªa a trabajar con el pesado fardo de la responsabilidad moral sobre los hombros. Soy un leal mercenario de m¨ª mismo, de mis gustos, de mis aficiones, de mis sue?os, de mi imaginaci¨®n, de mis amores y mis odios. Y eso, parad¨®jicamente, me permite quiz¨¢ ser m¨¢s fiel a m¨ª mismo, en mi obra, de lo que se puede ser cuando los compromisos son ajenos, exteriores.
Quiero decir con todo esto que lo del compromiso moral del escritor con la sociedad en la que vive y con la gente que lo lee me parece algo muy relativo. Difuso. Que exista, e incluso que sea necesario, no implica su obligatoriedad. Saramago, por ejemplo, con quien tuve el honor de compartir debate en Barcelona, es una referencia moral, ¨¦tica, comprometida hasta la m¨¦dula, imprescindible en el mundo actual. Pero ser¨ªa espantoso un mundo literario poblado exclusivamente por saramagos. Creo que la literatura es mucho m¨¢s compleja y mucho m¨¢s ambigua; y palabras como ¨¦tica, moral, compromiso, responsabilidad y todo eso, dign¨ªsimamente pronunciadas en muchos casos -que no siempre, como explicar¨¦ m¨¢s adelante-, no son obligatorias. Hay perfectos hijos de puta que son extraordinarios y muy recomendables escritores. Y a un lector puede gustarle, divertirle o aprovecharle tanto leer a Saramago como a Gimferrer, o al hijo de puta. Todo es compatible en una biblioteca. En realidad eso es exactamente una biblioteca: saramagos, gimferrereres, revertes e hijos de puta interactuando en el lector para que ¨¦ste genere su punto de vista. Su propia lucidez. Un escritor, un poeta, y sobre todo un novelista, escriben de lo que quieren y como quieren, y al lector corresponde aceptarlo o no. Es cuesti¨®n de talento, de oportunidad y de muchas otras cosas.
No siempre la literatura comprometida con los valores sociales al uso es mejor, m¨¢s ¨²til o con m¨¢s influencia positiva que la que rechaza un compromiso ¨¦tico concreto. Si miramos hacia atr¨¢s en la historia de la literatura, creo que pocas veces lo es. Aqu¨ª, digan lo que digan los que viven de poner etiquetas a lo que escriben otros, las ¨²nicas reglas son: sujeto, verbo y predicado. Y, por supuesto, tener algo que contar y poseer el talento y el oficio necesarios para contarlo bien. Un simple narrador de ficciones puede permitirse contradicciones novelescas seg¨²n las necesidades de los personajes y las situaciones que describe. Adoptar hoy el punto de vista de un h¨¦roe y ma?ana el de un criminal, y tratar con id¨¦ntico vigor y objetividad ambos caracteres. Sin embargo, un escritor comprometido debe ser consecuente de cabo a rabo; y cuando bordea los l¨ªmites est¨¢ obligado a conceder un mont¨®n de entrevistas y a explicarse: no vayan a creer ustedes que tal, y que cual. Por Dios. Faltar¨ªa m¨¢s. Lo que yo quise plantear fue esto, o lo otro. Explicaciones que, dicho sea de paso, rara vez suenan sinceras. Por eso sospecho siempre de los autores comprometidos que necesitan aclarar su obra personalmente. O que la aclaren sus compadres, o los de su editor, en el suplemento literario correspondiente. En novela, lo que no es capaz de descubrir el lector por s¨ª solo -me refiero al lector contempor¨¢neo y razonablemente culto-, no existe.
Tambi¨¦n me hace desconfiar del escritor comprometido el mundo en que vivimos, la demagogia, la estupidez y el imperio de lo socialmente correcto, que hacen posible lo que antes resultaba dif¨ªcil: que estafadores profesionales, mangantes y cantama?anas se codeen sin rubor con aut¨¦nticos maestros, y que la sociedad los convoque y aplauda a todos revueltos. En este patio de Monipodio, lo del escritor comprometido es un truco que funciona bien. Si la literatura, el acto de escribir, es tambi¨¦n un acto de seducci¨®n del lector, resulta que, a veces, la incapacidad de seducir escribiendo crea escritores no literarios, sino sociales. A menudo, el presunto compromiso sirve para camuflar la ausencia de talento. Obs¨¦rvenlos. Est¨¢n ah¨ª, en la tele, en los peri¨®dicos, en la radio, en las mesas redondas, en los congresos sobre literatura o sobre lo que se tercie. Opinando de todo. El paisaje rebosa de escritores comprometidos de los que nadie ha le¨ªdo una l¨ªnea. Y a veces porque ni siquiera han escrito una l¨ªnea.
Otras veces la palabra compromiso camufla a quienes trincan del Estado o de organizaciones o entidades. Ah¨ª est¨¢ el M¨¦xico de toda la vida y sus escritores institucionales, org¨¢nicos. Espa?a tambi¨¦n los tuvo, claro. Y los sigue teniendo. Escritores vinculados a los diversos partidos pol¨ªticos y grupos medi¨¢ticos, que adem¨¢s escriben o campan en ellos: radio, televisi¨®n y prensa. Tan org¨¢nicos como los otros. Tampoco faltan en la Catalu?a del Forum, claro. Ni faltaron en la anterior a ¨¦ste. Todo lo contrario. Hay situaciones que favorecen la existencia de ese tipo de escritor mimado por el poder de turno, o viceversa. Las diferencias entre ¨¦stos y los otros est¨¢n a la vista de cualquiera que se fije y tenga memoria. Y que lea. Son, por ejemplo -as¨ª no salimos de Barcelona-, las diferencias que hay entre Mars¨¦ y Porcel. Decidan ustedes mismos a qu¨¦ tipo de compromiso corresponde cada cual.
Los autores medi¨¢ticos
En otros casos son los grupos de poder los que pretenden apropiarse de escritores con ¨¦xito, no por beneficiar al lector, sino por reforzar la posici¨®n propia. Se trata menos de publicar libros que de utilizar medi¨¢ticamente al autor y a su p¨²blico. Un d¨ªa lo invitan a comer, lo llevan a lo alto de la monta?a. Todo esto ser¨ªa tuyo -le dicen- si escribiendo en mi editorial, o en mi peri¨®dico, o saliendo e mi tele, o asesorando a mi ministra, me adoraras. El paisaje abunda en ejemplos de c¨®mo el pago del escritor por estar en la cima de esa colina se disfraza luego de compromiso pol¨ªtico, social, moral. La foto ¨¦sta. La asistencia al acto aqu¨¦l. Aunque a veces, por supuesto, se da una honrada coincidencia de intereses, o ideolog¨ªas, y ese compromiso tiene la suerte, adem¨¢s de verse felizmente remunerado en distintas especies, de ser sincero.
No siempre el compromiso es deliberado, claro. A veces la sociedad adopta por su cuenta a determinados escritores y les atribuye lo que ¨¦stos nunca se plantearon. Ah¨ª est¨¢ el caso de dos grandes folletinistas franceses del siglo XIX: Feval y Sue. Mientras que el primero ten¨ªa una postura social combativa, que se adivina en buena parte de su obra, Sue escribi¨® Los misterios de Par¨ªs ambient¨¢ndola en los bajos fondos con la ¨²nica intenci¨®n de crear una obra folletinesca eficaz. Pero los lectores proyectaron en sus textos el propio punto de vista, atribuy¨¦ndoles una intenci¨®n de denuncia social que no estaba all¨ª, o que al menos no estaba de modo consciente en la intenci¨®n del autor. Y la faena es que el pobre Sue tuvo que escribir, en adelante, incorporando a sus obras ese compromiso.
Precisi¨®n
Aqu¨ª quiero hacer una precisi¨®n. Cuando me preguntan c¨®mo puedo escribir una novela cada dos a?os, o casi, siempre respondo que, como no voy nunca a conferencias ni a mesas redondas para hablar de la narrativa del pr¨®ximo milenio ni del compromiso intelectual del escritor con los indios de la Amazonia, por ejemplo, tengo mucho tiempo libre para escribir. Y fui a la cita del Forum, no porque crea necesario marear en p¨²blico la perdiz al respecto, sino porque aprecio mucho, tengo deudas pendientes y era para m¨ª un honor y una satisfacci¨®n estar un rato con Saramago y Gimfererr, a los que admiro y respeto, y con Sealtiel Alatriste, que es mi amigo hace a?os -el respeto y la amistad tienen sus inconvenientes-. Y ya que fui para hablar, pues habl¨¦. Pero lo del compromiso del escritor, insisto, como dije all¨ª y repito ahora, me importa literalmente un carajo.
Quiero decir con todo esto lo que ya est¨¢ claro: no creo en la sujeci¨®n del escritor en cuanto a obligaci¨®n o actitudes p¨²blicas. Aplaudo a quien se compromete honradamente con un aspecto concreto de la vida, la sociedad o, la pol¨ªtica; pero no me gusta que me lo exijan como si formara parte del oficio. Una cosa es mi punto de vista personal como espa?ol, hijo de una cultura occidental que tengo muy clara y que naci¨® en la Biblia, en Grecia, en Roma, floreci¨® en la latinidad medieval y en el Renacimiento, interactu¨® con el Islam, viaj¨® a Am¨¦rica en naves espa?olas para retornar felizmente mestiza, y cuaj¨®, al cabo, en la Europa de la Ilustraci¨®n y en los derechos del hombre. ?se es mi compromiso moral: mi cultura mediterr¨¢nea, europea, occidental como verdadera patria. Lo que, a modo de tel¨®n de fondo, utilizo para situar mis historias. Y cuando escribo, a veces tengo un objetivo moral, o ¨¦tico, y otras no. As¨ª de simple. As¨ª de f¨¢cil.
Lo repito: soy un novelista, y mi ideolog¨ªa es la coyuntural de los personajes en cada novela. Est¨¢ en funci¨®n de ella. La ideolog¨ªa personal y la literaria no tienen por qu¨¦ coincidir. Es m¨¢s: creo que, para el novelista que apunta a llegar a p¨²blicos muy diferentes, o que ya los tiene, esa coincidencia establece una limitaci¨®n peligrosa. Los c¨®digos ¨¦ticos de mis lectores japoneses, por ejemplo, no coinciden con los de mis lectores israel¨ªes, o polacos. Y no s¨®lo se trata de eso. Cuando escrib¨ªa La reina del Sur, la historia de una mujer que se dedica al narcotr¨¢fico como otros se dedican al comercio de caf¨¦ -y as¨ª es en realidad- no me planteaba en cada p¨¢gina la moralidad o inmoralidad de mi personaje. Habr¨ªa sido artificial y est¨²pido. Entre otras cosas, yo quer¨ªa contar esa historia desde dentro, no desde fuera; y ning¨²n narco, ning¨²n asesino, cuando miente, cuando roba, cuando mata, se dice: "Qu¨¦ malvado soy". En Estados Unidos, un cr¨ªtico me reproch¨® elegir a una perversa narcotraficante como protagonista de una novela. Y en Espa?a, otro de aqu¨ª me ech¨® en cara que no aprovech¨¦ para denunciar el narcotr¨¢fico, que -aseguraba ilumin¨¢ndonos el cr¨ªtico- es una actividad muy reprobable, muy mala y muy nefasta. Miren qu¨¦ abyecto es mi personaje, deb¨ªa yo incorporar de vez en cuando, como muletilla, a lo largo de la trama. Y oigan. Esa palabra, denunciar, aplicada a la literatura, me produce escalofr¨ªos. ?Qu¨¦ pasar¨ªa si en vez de denunciar, o de utilizar una realidad ¨²til como escenario riguroso para contar mi historia, yo fuese partidario del narcotr¨¢fico, y lo defendiese en mi novela? ?Tendr¨ªa por eso menos valor literario? ?Merma la ambig¨¹edad moral de Sam Spade el valor literario de El Halc¨®n Malt¨¦s, o la infame condici¨®n del protagonista, Flashman, el atractivo de las divertidas novelas de G. M. Fraser?... En contra de lo que sostienen algunos imb¨¦ciles, tener una determinada ideolog¨ªa, tener la opuesta o incluso no tener ninguna, no te hace mejor o peor escritor.
Pese a lo que se dice en estos tiempos de manifiestos, de firmas y de tomas de postura p¨²blicas, negarse a participar en ellas junto a la crema de la intelectualidad profesional -dejando a las personas decent¨ªsimas aparte-, no es se?al de desinter¨¦s o cobard¨ªa. Son ¨¢mbitos diferentes. Un escritor no es un intelectual comprometido por el hecho de darle a la tecla. Es s¨®lo un escritor. En t¨¦rminos estrictamente literarios, Stefan Zweig es tan respetable como Heinrich Mann. Salvando las distancias, las calidades y las obras, insisto en que hay escritores que son, adem¨¢s, individuos a quienes preocupa la influencia moral de su prosa en la sociedad. Eso es bueno y respetable. All¨¢ cada cual con su prosa. Pero es injusto exigir a los escritores que, por serlo, adopten compromisos que a veces, adem¨¢s, son coyunturales y suelen coincidir con las tendencias sociales de moda. El escritor puede aceptar el compromiso, o considerarlo un deber; pero tambi¨¦n puede quedarse al margen, si le place. No debe ser juzgado por su ideolog¨ªa o sus actitudes p¨²blicas o privadas, sino por su literatura. Eso significa que no puede verse juzgado globalmente por nada en absoluto, pues quienes concretan esa palabra tan compleja y ambigua, literatura, son los lectores, uno por uno. Cada lector es un juicio particular. Incluso trat¨¢ndose del mismo libro y del mismo autor, no hay dos libros iguales porque no hay dos lectores iguales. S¨®lo los manipuladores o los bobos trazan claras l¨ªneas divisorias entre esto y aquello.
Hay casos di¨¢fanos, por supuesto. He mencionado a Saramago como referente moral, aunque ¨¦l mismo rechaza ese compromiso como obligatorio. Saramago, le guste o no serlo, es un referente indiscutible. Pero es que ¨¦l antes ya era as¨ª. Me refiero a antes del Nobel y antes incluso de su ¨¦xito literario, cuando casi nadie, excepto sus lectores de entonces, le hac¨ªa a¨²n ni pu?etero caso. Es el mismo hombre, y doy fe de ello. Tambi¨¦n referentes morales de muchas otras clases. Antes cit¨¦ a Mars¨¦: solitario, bronco, honrado e insobornable, uno de los dos ¨²ltimos grandes escritores espa?oles vivos -el otro es Delibes-, sobre quien muchas veces me he preguntado, por cierto, si Barcelona y Catalu?a, que tanto lo ignoran, lo merecen. Incluso el delicioso libro Fortuny de Gimferrer -por citar al otro participante en el debate del Forum- y muchos de sus poemas, son, en mi opini¨®n, referentes ¨¦ticos a trav¨¦s de una determinada est¨¦tica. Y hasta una blasfemia, que cierta clase de lector condena, puede encerrar referentes morales. La lectura de Mein Kampf, por ejemplo, fue muy provechosa para m¨ª. Como la de Sabino Arana. Lo son para cualquier lector l¨²cido que pretenda asomarse a las semillas del horror, o de la imbecilidad. Lo mismo puede decirse de muchos otros: Junger, Sade, Bukowski. ?Deja de ser Madrid, de corte a checa una buena novela porque su autor sea Agust¨ªn de Fox¨¢ y escriba desde el bando vencedor en la guerra civil? ?Son L. F. Celine y su Viaje al fin de la noche menos recomendables en t¨¦rminos literarios que El tal¨®n de Hierro de Jack London o el Espartaco de Koestler?
Lo cierto, por otra parte, es que a veces, cuando hay muchas ventas de libros -o sea, ¨¦xito-, se da una influencia mayor; y eso impone algunas obligaciones ¨¦ticas, como en el caso de Sue. En esas circunstancias, y aunque tampoco est¨¦ obligado a ello, el escritor debe cuidar m¨¢s lo que dice, e incluso lo que escribe. Quiera o no quiera, es un referente. En mi caso, eso ocurre con las novelas del capit¨¢n Alatriste. Lo que empez¨® como una especie de gui?o hist¨®rico casi privado -mi editor y yo est¨¢bamos seguros de que no ¨ªbamos a colocar ni diez mil ejemplares-, est¨¢ ahora en los colegios: hay chicos entre doce y diecis¨¦is a?os que se aproximan a la literatura y a la historia de Espa?a en el siglo XVII a trav¨¦s de esos libros. Que los leen, en algunos casos, como tarea escolar obligatoria. Esto me ha echado encima una responsabilidad que nunca busqu¨¦, y a la que procuro hacer frente de modo honorable cuando me enfrento a tan j¨®venes lectores. Pero en el caso de las novelas de Alatriste, mi responsabilidad moral est¨¢ limitada a esa obra en particular. A un soldado y espadach¨ªn que es un mercenario y un asesino a sueldo; pero cuyos peculiares c¨®digos -parad¨®jicamente, y para mi sorpresa-, se han convertido en referencia de inter¨¦s para algunos lectores. Se trata, pues, de un compromiso limitado y espec¨ªfico. Si ma?ana decidiera escribir otra serie de novelas manejando personajes con valores diferentes, u opuestos, nadie tendr¨ªa nada que reprocharme en absoluto.
El filtro ideol¨®gico
Todo lector, hasta el menos formado, tiene una ideolog¨ªa. No puede evitar que le guste m¨¢s quien se acerca a ¨¦sta. Pero es un error juzgar a los escritores a trav¨¦s de ese filtro, o fuera de contexto. Incluso es un error juzgarlos fuera de s¨ª mismos, de su tiempo, de su biograf¨ªa, de sus intenciones. Recordemos los juicios de Cervantes sobre los moriscos, el antijuda¨ªsmo de Quevedo, la seca profesionalidad militar de D¨ªaz del Castillo, la objetiva crueldad medieval de los almog¨¢vares descrita en la prosa de Muntaner: Tuvimos que cambiar de lugar -cito de memoria- porque all¨ª los hab¨ªamos matado a todos y quemado todo y ya no hab¨ªa de qu¨¦ vivir... Vayan ustedes a pedirle un compromiso ¨¦tico e intelectual a Muntaner, que cuenta lo que vio. Precisamente su grandeza es su fr¨ªa objetividad; que no le tiemble el pulso ante lo que, en su tiempo, era corriente. Eso permite que el texto llegue intacto y fresco al lector de cualquier tiempo, y que, ¨¦ste s¨ª, aplicando los criterios, principios y ¨¦ticas al uso, haga su particular lectura. Su propia digesti¨®n. Lo malo es que, ahora, hasta a los cl¨¢sicos se les aplican contrastes y valores socialmente correctos que no tienen nada que ver con el momento en que fueron escritas las obras, perturbando as¨ª su car¨¢cter y sentido.
He rozado ahora un tema complejo, que no pretendo resolver porque mi oficio no es resolver ese tipo de cosas. Me refiero a si es bueno o malo conocer a fondo al autor de la obra. Porque otro fen¨®meno reciente, no siempre positivo, es la presencia continua del escritor en medios de comunicaci¨®n: entrevistas, art¨ªculos. Eso tiene riesgos y ventajas. M¨¢s riesgos que otra cosa, pues -al menos a m¨ª me pasa- suele producirse una decepci¨®n cuando conoces demasiado al escritor. A menudo, por la boca muere el pez. Si yo hubiese sabido lo que ahora s¨¦ de Mann, Proust, Zweig, Stendhal y otros, tal vez la impresi¨®n extraordinaria que me causaron en otro tiempo no hubiese sido la misma; mi limpia avidez juvenil se habr¨ªa visto perturbada por sensaciones, asociaciones y juicios paralelos. Conocer al autor y sus motivos es bueno para descifrar el texto -como es el caso de Cervantes y de la mayor parte de los grandes cl¨¢sicos-, pero s¨®lo hasta cierto punto. A partir de ah¨ª, la obra puede verse alterada o perjudicada en el acto lector. Conocer la biograf¨ªa de Camus propicia, sin duda, una lectura m¨¢s intensa y placentera de su obra. Pero tambi¨¦n se dan casos opuestos. Recuerdo que me fascin¨® lo bien que un novelista espa?ol actual describ¨ªa a un fascista, hasta que pude leer determinados juicios del escritor. Lo define tan bien, conclu¨ª, porque el propio escritor es un fascista. En otro orden de cosas, ciertos juicios y prejuicios de Nabokov, por ejemplo, me han empa?ado el retorno a obras suyas que ador¨¦ en su primera y casi inocente lectura. Por eso, con las reservas y salvedades razonables, creo que para el lector normal, y al menos en los primeros lances librescos, cuanto menos se conozca al autor, mucho mejor. M¨¢s amplio puede ser el significado. M¨¢s amplia su obra, pues estar¨¢ m¨¢s abierta a interpretaci¨®n. Y eso, a mi juicio, es la verdadera literatura: la biblioteca universal, la red inmensa, borgiana, que en cualquier lector de buena ley conecta a ?gata Cristhie con Dostoyevski, a Cervantes con Dumas, a Cor¨ªn Tellado con Saramago, a Gimferrer con Stephen King, a P¨¦rez-Reverte con Marcial Lafuente Estefan¨ªa. El lector es quien teje, paciente, esa tela de ara?a maravillosa. Quien, bajo su propia responsabilidad, atribuye, asimila decide, interpreta, rechaza, hace suyos los libros que caen en sus manos. S¨®lo los est¨²pidos, los arrogantes, los que se atreven a explicar c¨®mo habr¨ªan escrito ellos -si escribieran, por supuesto- lo que escriben otros, pretenden fijar reglas a ese universo rico, ambiguo, maravilloso, que es la literatura.
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