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Reportaje:

El 'blues'del Misisipi

Estas p¨¢ginas son un homenaje a un lugar del mundo que vive su peor momento. Una mirada nost¨¢lgica sobre todo lo que representa. Una muestra de c¨®mo era el Misisipi y sus vecinos antes de la tragedia. La tierra de Faulkner y de Louis Armstrong, que hoy entona su 'blues' m¨¢s triste.

Sin este viejo padre de los r¨ªos no se entienden los Estados Unidos. No se podr¨ªa escribir la historia del pa¨ªs m¨¢s poderoso del planeta. Sin este r¨ªo no se podr¨ªa explicar la Guerra de Secesi¨®n, su guerra civil. Sin este r¨ªo tampoco existir¨ªa el blues. Ni el jazz. Sin el Misisipi, tampoco hubi¨¦ramos querido ser Tom Sawyer, ni Huckleberry Finn. Sin este r¨ªo, hubieran sido diferentes nuestras ropas, nuestros mitos del cine, las historias de Faulkner, las palomitas de ma¨ªz, el rock and roll y los barcos de vapor. Sin este r¨ªo ser¨ªan diferentes las fronteras de EE UU. Diferentes ser¨ªan ellos, y diferentes nosotros. Sin el r¨ªo Misisipi no hubiera existido una ciudad que creci¨® entre m¨²sicas y l¨¢grimas, entre la tormenta y la resaca, entre el ruido y la furia. Sin este viejo r¨ªo nunca hubiera existido Nueva Orleans. Sin el r¨ªo tampoco hubiera existido un hurac¨¢n llamado Katrina.

Muchas formas de vida del tiempo de Mark Twain han desaparecido de las orillas del r¨ªo
Al m¨²sico Fats Domino lo encontraron, derrotado, junto al r¨ªo que le vio crecer y triunfar

El r¨ªo es un mito. Una met¨¢fora. Una frontera. El viejo r¨ªo es un gran padre. Un padre severo, autoritario, arbitrario y fascinante. Nunca parece suave, cari?oso, comprensivo y amparador como una madre. Es poderoso. Algunas veces, protector. Otras nos sobrecoge. El m¨¢s importante r¨ªo de Am¨¦rica del Norte nace en las cercan¨ªas de Canad¨¢, en Minnesota. Durante m¨¢s de 3.700 kil¨®metros, baja caprichosamente, curv¨¢ndose, separando Estados, dibujando ondulaciones, erosionando la tierra, construyendo meandros, creando pantanosos deltas, viendo crecer ciudades y morir peque?os pueblos en sus orillas. All¨ª donde crecen el ma¨ªz, el algod¨®n y el tabaco. En sus aguas hay mucha vida y mucha muerte. Baja desde el coraz¨®n n¨®rdico, recorre sus grandes llanuras, cruza el pa¨ªs de norte a sur y baja hasta su delta criollo.

DEL MITO AL LODO. En la mitad de su transcurrir, separando Kentucky y Misuri, despu¨¦s de haber crecido en Saint Louis, se tropieza con su gran hermano, el Ohio. En aquella confluencia lo encontraron dos viajeros bien diferentes del siglo XIX, Chateaubriand y Dikens. Distintas formas de ver el mundo, distintos pa¨ªses, distintas formas de contarnos sus vidas, otras vidas. Los dos atra¨ªdos por aquella civilizaci¨®n que estaba naciendo. Por aquella parte del mundo en que una nueva historia se estaba forjando. Para el franc¨¦s, aquellos dos r¨ªos, antes de encontrarse, aminoran sus dos fuerzas, se adormecen el uno al otro, se miran sin fundirse, "sin confundirse durante algunas millas en el mismo cauce, como dos grandes pueblos divididos en su origen, pero luego unidos para no formar m¨¢s que una sola raza; como dos ilustres rivales, compartiendo el mismo lecho despu¨¦s de una batalla". Se admira Chateaubriand de las posibilidades de aquellos enormes r¨ªos navegables. De los puertos y barcos que existen en sus riberas, de los diversos tipos de navegaci¨®n y de aquellos barcos de vapor que ser¨ªan parte de la historia del gran r¨ªo.

Tambi¨¦n en aquellos barcos naveg¨® Dikens. No le gust¨® casi nada de lo que encontr¨®. Ni por el Kentucky ni por el Ohio. Y menos cuando llega al m¨ªtico Misisipi, "el odioso Misisipi? un monstruo limoso al que resulta horrible contemplar; un hervidero de enfermedades, un antiest¨¦tico sepulcro, una tumba a la que no llega ni un rayo de esperanza? Una enorme acequia, a veces de tres o cuatro kil¨®metros de ancho, que arrastra barro l¨ªquido a casi seis nudos? Las riberas son bajas; los ¨¢rboles, enanos; los pantanos, un hervidero de ranas; las miserables caba?as, pocas y dispersas, y sus habitantes, p¨¢lidos y demacrados?". Donde unos encuentran vida, luz, Dikens, en su subida por el r¨ªo, s¨®lo ve sordidez y espesura. Reconoce que son hermosos los rel¨¢mpagos nocturnos o las puestas de sol de intensos y dorados colores rojizos. Pero la hermosura no le hace olvidar lo peor de todo, tener que beber de sus aguas enlodadas. Las mismas que los indios encontraban saludables. Para el ingl¨¦s eran unas espesas y abominables gachas. "No he visto agua como ¨¦sta en ning¨²n otro lugar m¨¢s que en las tiendas de filtros".

OTRAS VOCES OTROS ?MBITOS. El r¨ªo que nos lleva a Nueva Orleans, el que nos acerca al delta, el que nos separa de las grandes llanuras, es el r¨ªo de nuestros particulares mitos. El r¨ªo de la guerra, y de una cierta paz. El r¨ªo de la infancia de Samuel Clemens. El ni?o que creci¨® al lado del r¨ªo. El que pesc¨®, se ba?¨® y se fug¨® en los calores de las noches de verano. El que so?¨® con ser proscrito y se convirti¨® en el escritor m¨¢s universal de ese r¨ªo que nunca le abandon¨®, que le hizo rico y famoso. El r¨ªo de la infancia y adolescencia de Mark Twain. Al r¨ªo le debe casi todo, hasta el nombre que le hizo universal, mark twain! (?dos brazas!), que era el grito que daban los marinos para anunciar que los barcos fluviales pod¨ªan seguir navegando, que la profundidad era la adecuada.

El r¨ªo de Tom Sawyer, el lugar para escapar del mundo de los mayores, el espacio para so?arse libres y rebeldes. O, a¨²n dir¨ªa m¨¢s, el r¨ªo de Huckleberry Finn. El gran fugitivo, el adolescente que no quiere civilizarse. Quiere fumar su pipa de ma¨ªz, no ir a la escuela, no ir a misa, no comer a sus horas, no llevar zapatos, y ser libre, nunca aburrido como los mayores, en compa?¨ªa de su amigo y c¨®mplice, el negro Jim. Eran tiempos esclavistas, Huck y su compa?ero de aventuras, el negro Jim -todav¨ªa no se dec¨ªa el afroamericano-, surcar¨ªan el r¨ªo, se escapar¨ªan al norte, hacia la libertad, hacia los lugares sin esclavos. Se confunden. La noche, la niebla y el r¨ªo les confunden, bajan al sur, vuelven por el camino que quer¨ªan dejar atr¨¢s. No importa, lo volver¨¢n a intentar, se ir¨¢n r¨ªo arriba, se escapar¨¢n, buscar¨¢n el oeste, cruzar¨¢n el Misisipi.

Como lo cruz¨® el propio Mark Twain. Se alej¨® del r¨ªo, se fue al oeste, se fue al norte, se alej¨® del r¨ªo. Del mismo que le vio crecer, el que le hizo escritor, por el que naveg¨® tantas veces, en el que trabaj¨® de piloto de barcos fluviales, por el que lleg¨® a Nueva Orleans. El r¨ªo que dej¨® cuando lleg¨® la guerra civil, cuando los americanos del norte llenaron aquellas orillas de sangre y muerte, de ruido y furia. Dos mundos enfrentados, dos maneras de entender c¨®mo hab¨ªa que construir aquella naci¨®n sin esclavos, m¨¢s grande, m¨¢s libre, m¨¢s fuerte. Mark Twain, despu¨¦s de una temporada con los confederados, con aquellos que, como la propia madre del escritor, no pensaban que la esclavitud fuera una aberraci¨®n, cambi¨® de bando. Cambi¨® Twain, porque cambi¨® el pa¨ªs, porque el Sur, su Sur, perdi¨® la guerra. El Estado se construir¨ªa desde la Uni¨®n, desde el modelo del Norte. El posibilista, el negociador y gran estratega, el general Grant, modelo de los vencedores, representaba la llegada del Oeste, los grandes negocios, el expansionismo, el maquinismo, un mundo nuevo. Otro mundo muy diferente se viv¨ªa en esos m¨¢rgenes del r¨ªo. Un mundo tradicional, esclavista, rural, que ten¨ªa sus plantaciones, sus grandes mansiones en ese r¨ªo que se hac¨ªa sur, profundo sur, hasta llegar al delta. El r¨ªo se ti?¨® de sangre. La vida sigui¨® su curso. Asisti¨®, impasible, lento y poderoso, al mundo que cambiaba a su alrededor, a la derrota del general Lee, a ver de cerca todo lo que el viento se llev¨®. El Misisipi fue testigo de las grandes batallas. De la pelea por su dominio, de la lucha por su navegaci¨®n, naci¨® un mundo nuevo, un pa¨ªs que se convirti¨® en la tierra prometida para oleadas que llegaban del viejo mundo. Las cosas cambiaban, los estados del Sur, el profundo y viejo Sur, deber¨ªan cambiar. El r¨ªo segu¨ªa su propio y caprichoso curso. All¨ª, en aquellas orillas, los cambios transcurren lentamente. Tan lentamente que incluso ahora, bajando por ese r¨ªo, todav¨ªa reconocemos el mundo tal y como lo conocieron los contempor¨¢neos de Mark Twain.

Muchas cosas permanecen inamovibles al lado del Misisipi. Ciertamente hay variaciones en lo superficial del paisaje, hay otros paisanajes, muchas formas de vida de los tiempos de Twain han desaparecido de las orillas de ese r¨ªo. Antes ya lo hab¨ªan hecho sus antiguos pobladores, aquellos primeros americanos, los indios. Aquellas tribus que poblaron, vivieron, cazaron y cosecharon por todo el territorio americano. Al lado del r¨ªo, desde los grandes lagos hasta el golfo de M¨¦xico, los pequot, cheyennes, cherokees, creek, seminolas o los natchez, entre otras muchas tribus que fueron tambi¨¦n paisaje del r¨ªo, y paisajes de nuestra infancia de lectores, de espectadores de aquellas pel¨ªculas de indios. Conocimos el r¨ªo mucho antes de haberlo visto. Era un r¨ªo que hab¨ªamos le¨ªdo. Que hab¨ªamos visto desde nuestras butacas imaginando ser uno de aquellos orgullosos sudistas, jugando a yanquis, a vaqueros o indios. Jugando a ser ni?os que se fugan o negros que se escapan de su plantaci¨®n.

Un r¨ªo que tambi¨¦n vio extra?as cruces que ard¨ªan en sus orillas, gentes que con caperuzas blancas persegu¨ªan a aquellos negros que cantaban esas m¨²sicas tristes o alegres cuando terminaban su trabajo en los inmensos campos de algod¨®n. Horribles gentes, pobres hombres blancos, fan¨¢ticos racistas que nunca quisimos ser. Tambi¨¦n el r¨ªo tiene que soportar lo peor de la historia que sigue su curso.

HE O?DO CANTAR AL MISISIPI. He o¨ªdo el cantar del Misisipi. Hay otros r¨ªos importantes por su historia o por su dimensi¨®n, el Ganges, el Volga, el Danubio, el Yang Ts¨¦, el Amazonas o el Sena. Pero no hay ning¨²n r¨ªo que tenga la m¨²sica, el cantar, que navega, crece y se expande desde las orillas del Misisipi. Desde hace m¨¢s de un siglo, por aquellas aguas naci¨® una m¨²sica que cambi¨® la historia de la m¨²sica. En aquel r¨ªo, en la ¨²ltima d¨¦cada del siglo XIX, apareci¨® el blues. Y naci¨® el jazz. Que primero fue ragtime, el ragged time: el tiempo despedazado. Esa m¨²sica que parte de un piano, que se toca improvisando, que nace en Nueva Orleans, se para en Sedalia y llega hasta Chicago. Sube por el r¨ªo, crece en los campamentos de trabajo y es disfrutado por aquellos que estaban haciendo el otro camino, el camino del ferrocarril. Sigue su curso ascendente, se detiene por Memphis, se desv¨ªa hasta Dallas, sigue por Saint Louis y llega hasta la gran ciudad de los grandes lagos. Todo empez¨® en Nueva Orleans, cerca de donde muere el r¨ªo. Una ciudad hervidero, asiento de todas las culturas, mezcla de razas, puerto de importancia, ciudad espa?ola, francesa, criolla, negra y blanca. Ciudad mayor del sur, segundo puerto del pa¨ªs, lugar de negocios y de diversi¨®n. Capital del vicio. Ciudad que se repobl¨® en el siglo XVIII, con criminales y prostitutas llegados de Francia. Ciudad de epidemias y leyendas, del vud¨² y de todas las religiones, del negocio y del juego. En su barrio prostibulario de Storyville, en sus burdeles, creci¨® el jazz. Escondido detr¨¢s de los biombos de las casas de citas, tocaba el piano con su banda Jelly Roll Morton. En los mismos escondites que se sorprendieron cuando un adolescente tocaba su trompeta. Un joven que reinvent¨® esa m¨²sica, un negro que hab¨ªa nacido en un barrio pobre de la ciudad, Louis Armstrong. Cantando, llenando el aire con una trompeta que parec¨ªa esconder los sonidos de la vida, aprendiendo con la banda del genio del tromb¨®n, Kid Ory, sabiendo de lo alegre y triste de una m¨²sica libre, invent¨¢ndose el sonido de todo un pa¨ªs, de todo un siglo, en un lugar hoy arrasado, comenz¨® una de las mayores historias de un m¨²sico, de una m¨²sica. Desde all¨ª, y subiendo por el curso del r¨ªo, hasta llegar a Chicago, este joven de Nueva Orleans transform¨® una m¨²sica que creci¨® con los negros, y que tambi¨¦n con los negros perseguidos huy¨® de la ciudad. Muy cerca, los blancos tambi¨¦n hicieron su m¨²sica, su jazz, crearon sus bandas, se mezclaron con los negros y surgi¨® el dixieland, el jazz que se queda a vivir en Nueva Orleans.

Al lado del mismo r¨ªo, y en el mismo tiempo, naci¨® el blues. En el Sur esclavista, entre el Misisipi y el delta, entre las plantaciones y la explotaci¨®n. La segregaci¨®n produjo el blues. Por los m¨¢rgenes del r¨ªo surgen los songster, los negros que cantan baladas, historias de derrotas, a?oranzas de mujeres, historias de vidas duras, de trabajos duros. Aparecen los bluesman, negros que hab¨ªan nacido en plantaciones, como Muddy Waters, y que hacen de su queja un modo de vida itinerante. Encuentran las palabras de la tribu y crean una m¨²sica que se mueve por el territorio de la queja. Una m¨²sica que sube, que pasa por el delta, que se detiene en Memphis, que canta la nostalgia del Sur, del lugar donde dejaron a sus mujeres, esas mujeres de carne en los huesos que recuerdan en su camino al Norte, en su huida de las persecuciones. Despu¨¦s se encontrar¨ªa con la guitarra el¨¦ctrica, con la arm¨®nica, con el piano de los garitos. La misma m¨²sica que escuch¨® un chico de Misisipi, de Tupelo, Elvis Presley, cuando se fue a vivir al barrio marginal, al lugar de los clubes y las chicas de los Honky Tonks, a Beale Street. Esa calle que hoy est¨¢ poblada de turistas del blues. De blancos que se acercan a escuchar las m¨²sicas negras, en los mismos garitos donde empez¨® un negro grande, triste y alegre, conocido por B. B. King. El mismo lugar adonde todav¨ªa se acerca para tocar y disfrutar del dinero que hace con su vieja m¨²sica, con su guitarra universal. La calle Beale ya no tiene aquella fama de lugar de todas las broncas, de matones, jugadores, prostitutas y borrachos que ten¨ªan su amparo en clubes que nunca cerraban. Ya no existe el m¨¢s m¨ªtico de todos, la exagerada met¨¢fora de lo que fue Beale Street, el Pee Wee's, que ten¨ªa un cartel en su puerta: "Nunca cerramos antes del primer asesinato".

Hay otras m¨²sicas que viajan con el viejo r¨ªo. Que crecen en el delta, que se esconden por sus pantanosos bayous, que suben por sus campos de algodones y que llegan a otras ciudades que han crecido en sus orillas. La m¨²sica del delta, con sus densos blues que parecen haber nacido en la densidad del propio r¨ªo. La m¨²sica caj¨²n, la del sureste de Luisiana, la del Baton Rouge y sus bayous, la del golfo de M¨¦xico. Una m¨²sica que se escribe en un primitivo franc¨¦s, que se canta en el Mardi Grass y que se sigue acompa?ando de acorde¨®n, viol¨ªn y guitarra. M¨²sica de amores desgraciados, pero tambi¨¦n m¨²sica para cantar los placeres de la vida.

ESCRIBIR CERCA DEL R?O. El r¨ªo s¨ª tiene quien le escriba. Despu¨¦s de Mark Twain -que escribi¨® con la nostalgia del r¨ªo perdido, con la intenci¨®n de recuperar su infancia, y que consigui¨® regalarnos el r¨ªo cuando fuimos ni?os, pero a¨²n m¨¢s cuando somos mayores sin reparos- vinieron muchos m¨¢s. Eudora Welty, que nunca se alej¨® del r¨ªo, que nos dej¨® una obra que habla de los exc¨¦ntricos y orgullosos habitantes del delta, en el coraz¨®n del Misisipi. Que abri¨® el camino para otro de los grandes escritores del Sur, del r¨ªo que nos lleva, Tennessee Williams. Siguieron otros, escribieron mujeres desde Flannery O'Connor hasta Toni Morrison. Sin olvidar que, desde la ¨¦pica, tambi¨¦n nos cont¨® el Sur Margaret Mitchell. Literatura popular aparte, siempre nos quedar¨¢n como imagen del Sur los personajes de la pel¨ªcula que supo conmover a generaciones enteras, que todav¨ªa es una de las principales construcciones de un Sur tan barroco como m¨ªtico, Lo que el viento se llev¨®.

Por encima de todos, por su particular camino, desde lo m¨¢s profundo del Sur, est¨¢ el mayor escritor del Misisipi, William Faulkner. Para contarnos el Estado del Misisipi se invent¨® su propio Estado, Yoknapatawpha. Un mundo que es frontera. Y un mundo que se cierra. Un mundo detenido en su propia existencia. Han cambiado muchas cosas. Y nada parece haber cambiado. Leyendo sus libros, todav¨ªa, ahora, en estos tiempos neoconservadores, en un lugar donde crecen las iglesias con m¨¢s rapidez que los McDonald's, podemos reconocer el mundo que se llama Yoknapatawpha, que llamamos Misisipi.

En este Sur, en las dos orillas del padre de los r¨ªos, donde oficialmente no hay racismo, no existe la segregaci¨®n, el esclavismo pertenece al pasado, en esos pueblos sure?os en los que se desarrollan o se estancan, siguen viviendo como si no hubieran pasado los tiempos de su orgullosa derrota. Al lado del r¨ªo, el que hoy tiene que contar sus muertos por miles, en el pa¨ªs que nos dej¨® fijado Faulkner, todav¨ªa se viven vidas no mezcladas. Todav¨ªa se palpa algo parecido a aquella white supremacy. No la de los grandes propietarios, que tambi¨¦n; no la de aquellos que conservan las fotos de la familia con los esclavos incluidos en sus m¨¢rgenes, que tambi¨¦n; otra m¨¢s sutil, no menos hip¨®crita, aunque naturalmente tambi¨¦n exista el modelo Condoleezza. La supremac¨ªa, la separaci¨®n tambi¨¦n se expresa en los blancos pobres, como en los tiempos del Ku Klux Klan -ahora sin caretas, sin llamas encendidas en las noches de linchamientos, sin exteriorizar un pensamiento antihumano-, en esos que se van al ej¨¦rcito, en los que mantienen sus ferias, sus tiendas, sus bares, en los que raramente entrar¨ªa un negro sin una guitarra, si no canta un blues. No se mezclan ni en las iglesias. Ni en esas que crecen nuevas a pie de carretera, como moteles de las almas, como oferta de salvaci¨®n en un mundo lleno de peligros. La religi¨®n, las muchas religiones, en los m¨¢rgenes del r¨ªo, crecen, engordan como si fueran ni?os americanos sobrealimentados de comida basura.

Uno de los mejores viajeros por el mundo de Faulkner, por el territorio del Misisipi, el escritor antillano Eduard Glissant, en su viaje hasta Rowan Oak, hasta la casa en el Oxford del escritor, cuenta que al pasar la frontera entre Luisiana y Misisipi, al cruzar el r¨ªo, cruzar por esas extensiones de agua mezclada, r¨ªo, pantano, mar, entre Baton Rouge y Nueva Orleans, le pareci¨® entrar en la espesura, en lo tr¨¢gico faulkneriano, en lo irremediable de un mundo injusto. Tambi¨¦n se sorprende, como nosotros lo hicimos unas horas antes de la llegada de la gran desgracia, de la desolaci¨®n llamada Katrina, del crecimiento de los templos, de las iglesias que ofrecen promesas de otras vidas y anuncian cat¨¢strofes en ¨¦sta: "Sent¨ªamos como una amenaza indefinible alrededor. Nos dimos cuenta de que ya no cont¨¢bamos las iglesias -templos destinados a ritos de desesperanza ('la iglesia peque?a y miserable con su ilusi¨®n de campanario', escribi¨® Faulkner)-, casi tan numerosas como las casas".

El escritor de Misisipi creci¨® y fue criado por una negra, Mammy Barr, que vivi¨® cien a?os y a la que dedic¨® su libro Desciende Mois¨¦s con estas palabras: "A mammy Caroline Barr. Misisipi (1840-1940). Que naci¨® en la esclavitud y que dio a mi familia una fidelidad sin l¨ªmite ni esperanza de recompensa, y a mi ni?ez, inconmensurables devoci¨®n y amor".

Visit¨¦ el cementerio de Oxford dos d¨ªas antes de la llegada de Katrina. Busqu¨¦ la tumba de los Faulkner, me tropec¨¦ con muchos Falkner -as¨ª fue el apellido hasta que un joven Williams que quer¨ªa ser escritor, porque no fue un caballero ingl¨¦s, lo cambi¨®-, encontr¨¦ el de la familia, el de los abuelos, los t¨ªos, los padres. El suyo, en compa?¨ªa de su mujer, el ex marido y los hijos de ella, tambi¨¦n con la peque?a hija de ambos, Alabama, muerta con pocos d¨ªas. No estaba el de su recordada mammy negra. Tard¨¦ en encontrar la tumba de aquella antigua esclava. La encontr¨¦ en un promontorio apartado, el lugar donde se entierran los negros de aquel hermoso cementerio del Sur. Una piedra peque?a recordaba su larga vida, su eterna muerte. Faulkner quiso a sus negros, s¨ª, pero no tanto como para mezclarse para la eternidad. Cari?oso, pero distante. Paternalista, educado se?or del Sur. Si bien en unas declaraciones despu¨¦s de ser premio Nobel dej¨® clara su lejan¨ªa contra el racismo: "Ponerse en contra de la igualdad de raza y de color es como vivir en Alaska y tomar partido contra la nieve". Paternalismos aparte, ah¨ª queda su obra, que nos ense?a c¨®mo su mundo y sus injusticias no han cambiado tanto. Vivi¨® en ese mundo aunque no le gustara. En realidad, como el Quijote que siempre le acompa?¨® en su habitaci¨®n, vivi¨® en su propio mundo. ?l tambi¨¦n, en sus aventuras, en su particular regi¨®n, en su Mancha del profundo Sur, nos dej¨® una obra que desnuda toda la humana miseria. En el gran libro de Glissant, Faulkner, Mississippi, se reproduce una carta a una amiga del a?o 1955, en la que dice que su pa¨ªs, esa Am¨¦rica cada vez m¨¢s poderosa, m¨¢s imperialista, ese pa¨ªs montado en la riqueza, la expansi¨®n y la victoria, tambi¨¦n necesita conocer las derrotas: "Pero a veces me digo que har¨ªa falta un desastre, quiz¨¢ una derrota militar, para despertar a Am¨¦rica y tener la oportunidad de salvarnos a nosotros mismos, o lo que queda de nosotros". Todav¨ªa no hab¨ªa llegado Vietnam. Todav¨ªa en el Misisipi no se hab¨ªa conocido esa derrota del Estado, del no Estado, llamada Katrina.

Los negros, los pobres, los cajunes, los indios, los hispanos, los afroamericanos o los hispanic americans, como quer¨¢is llamarlos, saben que tienen razones para seguir cantando sus viejos blues. Aunque ahora se hagan al ritmo del rap. El mismo lamento, o las mismas nostalgias, que en los burdeles, en los clubes de Nueva Orleans, comenz¨® cantando un caj¨²n llamado Antoine Domino. Era gordo y negro, triunf¨® en el mundo del rock and roll, lo llamamos Fats Domino. A ese negro que fue seguido, querido y admirado por tantos blancos, a ese mismo que un d¨ªa fue rico, que dej¨® de serlo, el otro d¨ªa lo encontraron, solo, deprimido, en el lugar donde tantos de los suyos vieron la espalda m¨¢s negra de un imperio derrotado por la naturaleza. Al lado del r¨ªo que le vio nacer, al lado del lugar de sus triunfos, en el momento de su derrota, de ser uno m¨¢s de los olvidados. De all¨ª, de ese campo de refugiados, salvaron a un hombre que creci¨® al lado del Misisipi, seguramente volvi¨® a cantar en aquel lunes de blues, su amor por una ciudad amada y caminada, por su perdida ciudad llamada Nueva Orleans.

Las aguas del Misisipi siempre han sido un reto para los pescadores. En la zona de Cordova, en el Estado de Illinois, las barcas siempre est¨¢n a punto para disfrutar de una jornada de pesca.
Las aguas del Misisipi siempre han sido un reto para los pescadores. En la zona de Cordova, en el Estado de Illinois, las barcas siempre est¨¢n a punto para disfrutar de una jornada de pesca.?LVARO LEIVA

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