La escuela competitiva
Recuerdo un maestro, a finales de la EGB, que nos hizo salir uno a uno a cantar la nota que hab¨ªamos sacado en un examen ante el resto de la clase
Estoy convencido de que la escuela de hoy es mejor que la de antes. Pero tambi¨¦n s¨¦ con certeza que, a pesar de dar ciertos avances hacia un universalismo democratizador en el terreno educativo (hacia una escuela ¡°m¨¢s justa¡±, dir¨ªamos), no hemos superado en este ¨¢mbito, como en otros golpeados por los efectos de la globalizaci¨®n, el af¨¢n por clasificar, por colocar a los aprendices en puestos de salida desiguales para la carrera de la vida.
Todos cargamos con una mochila de vivencias del pasado sobre esa escuela en la que, anta?o, estudiamos. En ella muchos fuimos ¡°bendecidos¡± con la suerte, la audacia y el ¨¦xito, a la par que otros tantos se quedaban en el camino. Dentro de mi mochila, recuerdo que una vez un maestro de finales de la EGB dedic¨® toda una clase a ir sac¨¢ndonos uno a uno a la pizarra; no lo hizo para resolver un ejercicio o para hacer una exposici¨®n, sino para cantar junto a nosotros las notas que sacamos en un examen, a viva voz y ante el resto del grupo expectante. Haber tenido un diez, adem¨¢s, era objeto de especial alabanza, tal vez porque le record¨¢bamos a su infancia: el premio era el reconocimiento p¨²blico, un bocata o chuches en el recreo, y mostrarle los signos de la loable haza?a a los dem¨¢s: un examen libre de los tachones y sin las marcas del ya tradicional bic rojo. Era la se?al del m¨¦rito, y todos lo sab¨ªamos, ya que tambi¨¦n quer¨ªamos sentir ese dulzor en los labios, aunque fuera una vez.
Rara vez discut¨ªamos alguna de esas notas (los docentes pertenec¨ªan a una estirpe de intachable autoridad), a diferencia de hoy en d¨ªa en donde, como los cambios de leyes, todo est¨¢ envuelto de duda, desconfianza y pol¨¦mica. Pero, en una competici¨®n en la que no hay VAR para revisar los resultados, el peso de la raz¨®n siempre cae en las manos del arbitraje docente: el juicio de un profesional al que se le otorga la pol¨¦mica tarea de clasificar, de ordenar en esta especie de darwinismo escolar del que no hemos sabido sacar a la escuela.
Curiosamente nuestra palabra ¡°pol¨¦mica¡± deriva del t¨¦rmino griego p¨®lemos, que significa ¡°combate¡±. Al fin y al cabo, el proyecto acad¨¦mico garantista que vende la movilidad social y la igualdad de oportunidades como se?as de identidad inocuas sigue siendo, en medio de una mara?a de papeles donde ya apenas vemos los rostros del alumnado, eso: un combate plagado de controversia para demostrar que sigue prevaleciendo la maquinaria clasificadora de la escuela. Ah¨ª contin¨²a, intacta, esta incorruptible construcci¨®n tecnocr¨¢tica que confirma d¨¦cada tras d¨¦cada, apenas sin cambios, la posici¨®n en la que cada p¨²gil se coloca en funci¨®n de su entrenamiento vital. Porque esa es la desigualdad justa que como sociedad hemos asumido: que cada cual llega hasta donde puede (o hasta donde lo dejan) en el deporte de la escuela competitiva.
Los costes sociales de asumir este desequilibrio est¨¢n ah¨ª: la pobreza infantil contin¨²a en cifras preocupantes, seguimos atados al determinismo vital que vincula desigualdad y c¨®digo postal, se diluye la conciencia de clase porque asumimos el castigo de la meritocracia, el alumnado con necesidades educativas especiales sigue sufriendo m¨²ltiples f¨®rmulas discriminatorias y se expande una forma de entender la educaci¨®n en la que el aumento de oferta (ya nadie entiende las telara?as en forma de nomenclatura de los nuevos planes educativos) camufla diversas estrategias segregadoras. Todo ello para seguir haciendo de la escuela un ejercicio de supervivencia o, a lo sumo, un mecanismo m¨¢s de selecci¨®n de la din¨¢mica neoliberal de los mercados.
En la escuela competitiva es habitual pensar que la mejor forma de educar y de aprender es haciendo grupos de nivel, una f¨®rmula extendida sobre todo en los programas mal llamados biling¨¹es, pero tambi¨¦n en otras propuestas organizativas. A pesar de que hay investigaciones educativas que alertan de su impacto en la inequidad, el entramado interno de muchos centros y, sobre todo, la cultura docente, sigue apoy¨¢ndose en una forma de entender la ense?anza en la que la mezcla social de origen y cognitiva es perjudicial, cuando, por ejemplo, de los datos derivados de los informes PISA se deduce justo lo contrario.
?Qu¨¦ hacer, entonces, para que la escuela sea menos competitiva? Desmantelar su maquinaria no es nada f¨¢cil, pero desde luego pasa por, como opina Dubet en La escuela de las oportunidades (2006), reconsiderar nuestras ideas de partida sobre las funciones de la escuela. En ellas, hay que entender que la carrera despiadada por alcanzar las mejores notas (esos dieces expuestos en celebraciones de la mal entendida excelencia) no conduce sino a deteriorar la salud mental de la poblaci¨®n juvenil, tal y como explica Madeline Levine en El precio del privilegio (2015).
En esa l¨ªnea, el avance hacia una evaluaci¨®n formativa que supere la suma de m¨¦ritos supuestamente objetivos expresados en n¨²meros que ordenan y clasifican precisa de una dr¨¢stica reducci¨®n del n¨²mero de estudiantes que atiende cada profesional. Y tambi¨¦n, de paso, necesita la superaci¨®n de creencias sobre estos sistemas de selecci¨®n, que se apoya en la cultura arraigada de los docentes que, en su tiempo, fueron sus beneficiarios, por lo que est¨¢ claro que no dejar¨¢n de creer en ¨¦l: es el modelo que ha tra¨ªdo a los vendedores de la escuela competitiva hasta aqu¨ª.
Esta escuela del af¨¢n competitivo en la que llegan mejor a la meta los seleccionados por su condici¨®n de partida necesita, pues, una redefinici¨®n de sus principios, blindados desde las pol¨ªticas educativas: desde tutorizaciones personalizadas que no precisen del voluntarismo docente hasta el establecimiento de metas compartidas que den continuidad al sistema en torno a una cultura com¨²n prioritaria para todos, desde el primer al ¨²ltimo a?o de la escolarizaci¨®n obligatoria. La LOMLOE avanza en esa l¨ªnea con el llamado perfil de salida (com¨²n en todo territorio) que, cuando se den las condiciones adecuadas, podr¨ªa permitirnos caminar hacia un modelo m¨¢s justo y equitativo.
Esa redefinici¨®n de las metas no debe quedarse fuera de los centros, como responsabilidad de los ¨®rganos exteriores, sino que debe impregnar nuevas din¨¢micas internas: convertir las escuelas, en definitiva, en laboratorio para el an¨¢lisis de las causas contextuales del fracaso, de la revisi¨®n de lo que consideramos ¨¦xito, excelencia o m¨¦rito con nuestro alumnado concreto, el que vemos d¨ªa a d¨ªa y al que escuchamos a trav¨¦s de sus relatos. As¨ª descubriremos que en esta escuela, la competitiva, la de toda la vida, no ha dejado de sobrevolar el llamado efecto Pigmali¨®n: el que tiene su origen mitol¨®gico en la historia de un rey de Chipre ¡ªaquel maestro de mi infancia¡ª que recre¨® a trav¨¦s de una estatua su idea de perfecci¨®n, al igual que muchos docentes recreamos en nuestros chicos y chicas nuestras expectativas de ¨¦xito y fracaso, sin que puedan desprenderse de ellas, aunque lo intenten.
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