Al otro lado de la pared
La primera vez que lo escuch¨®, no reconoci¨® el eco del llanto.
El apartamento era peque?o, feo y sofocante. Con vistas a un mar muy, muy lejano, parec¨ªa mentira que todo en ¨¦l, paredes, visillos, s¨¢banas, muebles provenzales de oferta ¨C, rezumara tanta humedad. Lo primero que vio al entrar fue un espantoso payaso de cristal de colores sobre una repisa, y un tri¨¢ngulo de agujeros de cigarrillo estampando un ominoso tejido de color teja, pero no dijo nada. Su amiga Marita, tan animosa y eficiente como siempre, abri¨® las cortinas de par en par, meti¨® el payaso en un caj¨®n, se acerc¨® a ella, le pas¨® un brazo por los hombros, los estrech¨® y le hizo una pregunta. ?Mejor? Ella asinti¨® con la cabeza y sonri¨®.
Marita, su mejor amiga desde la Facultad, no ten¨ªa la culpa de que su vida fuera un desastre. Marita tambi¨¦n se hab¨ªa casado mal, tambi¨¦n se hab¨ªa separado, tambi¨¦n ten¨ªa dos hijos que estaban pasando la segunda quincena de agosto con su padre, pero no se quejaba. A Marita hab¨ªa dejado de gustarle su marido mucho antes de que ¨¦l decidiera que le gustaba otra, y aunque tambi¨¦n era abogada, no le hab¨ªa pillado en su despacho con su entrenadora personal, los dos desnudos sobre la alfombra, una ma?ana en la que se anul¨® un juicio y volvi¨® enseguida de los juzgados. Lo peor de todo era la entrenadora en s¨ª, treinta a?os, cuerpo escultural, melena rubia¡ ?Y qu¨¦? Marita la interrumpi¨® antes de darle la oportunidad de a?adir que ni siquiera se hab¨ªa operado de nada. ?Y qu¨¦?, ¨¦l se lo pierde. Ya, pens¨® ella, es tan f¨¢cil decir eso¡ Mira, lo que vamos a hacer t¨² y yo es irnos juntas a la playa, ?qu¨¦ te parece?, a no hacer nada, s¨®lo comer, emborracharnos, ligar con hombres fascinantes¡ As¨ª hab¨ªan ido a parar a aquel apartamento infernal que por la noche, cuando volvieron del pueblo sin ning¨²n hombre fascinante, pero con varias copas de m¨¢s, no le pareci¨® tan mal. Y sin embargo, le cost¨® dormir. S¨®lo hab¨ªan pasado tres meses desde que su marido dorm¨ªa con su entrenadora, y meterse en la cama sola segu¨ªa siendo un suplicio para ella.
Por eso lo escuch¨®, un ruido sordo al principio, como un ronroneo grave y r¨ªtmico que ascend¨ªa de pronto para hacerse casi estruendoso, m¨¢s agudo, y caer de nuevo en una sofocada sordina. Tard¨® alg¨²n tiempo en identificarlo, un perro, pens¨®, o un ni?o, pero no, porque conoc¨ªa bien el llanto de los ni?os. Por la ma?ana le pregunt¨® a Marita, pero ella hab¨ªa dormido como un tronco, le dijo, y no hab¨ªa o¨ªdo nada. Durante el d¨ªa, playa, chiringuito, sardinas a la plancha, mojitos, y m¨¢s playa, m¨¢s chiringuito, m¨¢s mojitos; se le olvid¨®, pero por la noche volvi¨® a escucharlo y comprendi¨® lo que ocurr¨ªa al otro lado de la pared.
Aquel llanto tenaz y desconsolado proven¨ªa del cuerpo y del esp¨ªritu de un hombre solo
Desde entonces dedic¨® m¨¢s atenci¨®n a eso que a su propio programa de diversiones. Aquel llanto tenaz y desconsolado proven¨ªa del cuerpo y del esp¨ªritu de un hombre solo, al borde de los cincuenta, cabeza rapada para disimular la calvicie, barriga apenas prominente gracias a las largas carreras que, ma?ana y tarde, le devolv¨ªan a su apartamento empapado en sudor, piernas flacas, ni guapo ni feo, pero muy triste. ?ste ha pillado a su mujer con su entrenador personal, pens¨® ella, y acert¨®. El apartamento de su vecino era de tres dormitorios, pero s¨®lo uno ten¨ªa la ventana abierta. ?Y Borja y Pablo?, un d¨ªa le encontr¨® en el portal, hablando con unos ni?os, ?cu¨¢ndo vienen? No, contest¨® ¨¦l en un susurro, este a?o no van a venir¡ Cuando coincidieron en el supermercado, le vio escoger una caja de seis cartones de leche entera. La puso en su carrito, la mir¨® con extra?eza, la sac¨® de all¨ª, la devolvi¨® a su lugar y cogi¨® un solo cart¨®n de leche con omega 3. As¨ª que encima tiene el colesterol alto, pens¨® ella, el pobre, y sinti¨® una misteriosa oleada de ternura hacia aquel desconocido.
No estar¨¢s pensando en liarte con ¨¦l, ?verdad?, le pregunt¨® Marita, aunque a lo mejor, se corrigi¨® sobre la marcha, tampoco ser¨ªa mala idea¡ Que no, replic¨® ella, que no es eso. No era eso, y sin embargo, el desconsuelo del hombre que dorm¨ªa al otro lado de la pared le hizo compa?¨ªa incluso cuando dej¨® de llorar y los sonidos de un insomnio m¨¢s pac¨ªfico, el repiqueteo del interruptor, los quejidos del somier, los paseos entre la cama y el ba?o, la arrullaron cada noche como una canci¨®n de cuna.
Nunca supo c¨®mo se llamaba. Cuando agosto lleg¨® a su fin, los dos se sonrieron en la escalera y cada uno sigui¨® su camino, pero ella volvi¨® a Madrid de mucho mejor humor.
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