El funeral del robot
A medianoche no hay a quien dirigirse en el peaje. Solo m¨¢quinas con voz oxidada que te dan las gracias
Tomo el ramal que me lleva a la autopista. Es un viaje que no quisiera hacer. Voy a las exequias de un amigo. Esta vez no me perdonar¨ªa llegar tarde. En vida, siempre le fui impuntual. Piso el acelerador, pero el coche se desplaza con melancol¨ªa, al paso de los abedules que hoy tambi¨¦n peregrinan hacia el Sur. Mi amigo hab¨ªa pintado la naturaleza como un para¨ªso inquieto de aves exiliadas, ¨¢rboles son¨¢mbulos y humanos escondidos en su propio cuerpo.
En la radio comentan la noticia de la apertura de un hotel en Nagasaki (Jap¨®n) en el que todo estar¨¢ gestionado por robots. Son los llamados robots de servicio. El recepcionista tendr¨¢ la forma de un dinosaurio Velociraptor. Adem¨¢s de hacer su trabajo, ser¨¢ una atracci¨®n. El propietario, que no es un robot, asegura que esa ser¨¢ la manera de ¡°crear el establecimiento m¨¢s eficiente y productivo del mundo¡±.
La p¨¦rdida de un tique puede convertirse en un drama. Pulsas el bot¨®n y responde una voz que est¨¢ a 600 kil¨®metros
En el peaje de la autopista, de ocho pasos, solo hay una cabina atendida por una persona humana. Dos funcionan por el sistema de telepeaje, y el resto son m¨¢quinas de cobro autom¨¢tico. La mayor¨ªa hacemos cola para pagar en mano y pasar por la cabina habitada. La empleada ni siquiera est¨¢ disfrazada de Velociraptor. Pero no es una casualidad. En este y otros controles ocurre lo mismo todos los d¨ªas. Cuando se inaugur¨® la autopista, todo el trabajo era, digamos, presencial. No daba tiempo para hablar del papel simb¨®lico de Faulkner en Amanece que no es poco, pero s¨ª para una queja, una pregunta o un saludo. En una cabina, todo rostro humano parece un retrato de Lucian Freud. Crea un lugar en ese deslugar que los t¨¦cnicos llaman ¡°playa de peaje¡±. Cada a?o fueron reduciendo el personal, desahuciando las cabinas. Durante el d¨ªa, ya solo queda una. El acto de parar y ver un rostro humano al otro lado de la ventanilla tiene algo de ritual fronterizo, de detenci¨®n enigm¨¢tica del tiempo. Sea lo que sea, la mayor¨ªa de quienes conducen eligen esa opci¨®n de la ¨²ltima cabina humana. En esa elecci¨®n hay un atisbo de desobediencia. Y el contar las monedas puede ser un gesto moral. ?Ad¨®nde se va la gente que desaparece de las cabinas?
Ahora, a partir de medianoche, ya no hay nadie a quien dirigirse en la explanada del peaje. Solo m¨¢quinas con voz oxidada que te dan las gracias como quien escupe un sarcasmo. En las estaciones de gasolina, la voz autom¨¢tica de los surtidores suele ser m¨¢s efectista. Parece programada para provocar un di¨¢logo de serie B. Y te sorprendes a ti mismo en la noche mascullando lo irreproducible.
Tampoco hay nadie, ni de d¨ªa ni de noche, en la mayor¨ªa de los aparcamientos. A veces, miles de personas, de la subespecie de los usuarios, sin un interlocutor. En el aeropuerto de la ciudad donde vivo hab¨ªa un empleado muy amable. Ahora, la p¨¦rdida de un tique puede convertirse en un drama. Pulsas el bot¨®n y responde una voz que est¨¢ a 600 kil¨®metros. Todos esos grandes aparcamientos son concesiones en suelo p¨²blico. Son estos detalles los que muestran la servidumbre del poder pol¨ªtico a los amos del dinero: ni siquiera son capaces de exigir un m¨ªnimo de empleos a quienes se le entrega el espacio urbano. Hay ciudades que puedes recorrer por rutas subterr¨¢neas, de estacionamiento en estacionamiento, sin encontrar ning¨²n ser custodio. Quiz¨¢s alg¨²n d¨ªa habiten ese mundo subterr¨¢neo los recepcionistas robots Velociraptor escapados de la esclavitud.
La arquitectura m¨¢s vanguardista se da en las bodegas y en los tanatorios
Por una vez, cumplo con mi amigo. Llego al tanatorio con adelanto. Est¨¢ tambi¨¦n en un espacio fronterizo, en el extrarradio de Vigo, all¨ª donde se suturan ciudad y maleza. Es la muerte lo que da vida al lugar en el deslugar. A igual que ocurri¨® en otras decadencias, la arquitectura m¨¢s vanguardista se da en las bodegas y en los tanatorios. En la explanada delantera, ajardinada, trabaja incansable un robot que corta el c¨¦sped. Cuando llega al l¨ªmite del per¨ªmetro, detecta el escal¨®n, se detiene, gira y reanuda su labor de rasurar la hierba y mantener a raya la maleza insurgente. Por fin, llega la comitiva f¨²nebre. Durante un tramo, llevamos el ata¨²d a hombros. Caminamos, fuertemente callados, con la banda sonora del robot trillador de fondo. No parece que haya nadie con autoridad para pararlo. Lo miramos de reojo, con resentimiento, como reproch¨¢ndole su vulgaridad. Si fuera un buen robot, deber¨ªa poder detenerse e interpretar una canci¨®n portuaria, como Dans le port d¡¯Amsterdam, de Jacques Brel, que era lo que le gustar¨ªa a nuestro amigo de despedida.
De repente, antes de entrar en la sala donde iba a tener lugar la ceremonia previa a la incineraci¨®n, sentimos un chirrido y un golpe aparatoso. El robot cortac¨¦sped se hab¨ªa salido del l¨ªmite verde, yac¨ªa volcado en el asfalto, y pudimos o¨ªr no sin pena su estertor de animal rumiante.
elpaissemanal@elpais.es
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