Ay 'Pepa', 'Pepita', 'Pepa'
EJAMOS A Pepa en el suelo de la parte trasera del coche, en una cuna roja acolchada, y bajamos un poco las ventanillas para que le llegara el aire de la calle. Gretel se sent¨® delante, conmigo. Pon m¨²sica, dijo. Mientras yo buscaba en la radio alguna emisora que le gustara, le se?al¨¦ con la cabeza la bolsa de pl¨¢stico blanca que hab¨ªa a sus pies: ¡°Te he tra¨ªdo comida¡±. Ella destap¨® la tartera y empez¨® a comer como si tuviera un hambre vieja. Con la fiambrera casi pegada a la cara, empujaba con el tenedor las alb¨®ndigas y el arroz dentro de la boca. Cuando termin¨®, dej¨® todo tirado en la alfombrilla: la fiambrera abierta, un trozo de pan, la servilleta sin usar./
¡°?C¨®mo est¨¢s?¡±, le pregunt¨¦ con la vista fija en la carretera. ¡°Bien, bueno, ya sabes¡±, y se encogi¨® de hombros. Hab¨ªamos dejado atr¨¢s el aeropuerto y por las ventanillas desfilaban los descampados que rodean Madrid, la tierra dura y ocre erizada de rastrojos, desolada en su vac¨ªo. Gretel callaba. ¡°Cu¨¦ntame algo¡±, le dije. ¡°No s¨¦ qu¨¦ contarte, t¨ªa¡±, respondi¨®. ¡°No tengo nada que contar¡±.
La perra comenz¨® a gemir para que su due?a la cogiera en brazos, pero Gretel no parec¨ªa escucharla. Su hocico alargado apareci¨® de repente entre el asiento de Gretel y la puerta. Aunque ten¨ªa poco m¨¢s de dos meses, hab¨ªa trepado con facilidad por la pared de su cuna buscando pasar delante, pero la cabeza se le qued¨® encajada y empez¨® de nuevo a gemir.
¨C?Pepa! ¨Cgrit¨® Gretel con esa voz nueva que iba adquiriendo, destemplada, un poco violenta, y la empuj¨® con brusquedad hacia atr¨¢s.
La perra reanud¨® sus lamentos hasta que su due?a, harta de los ga?idos, se desabroch¨® el cintur¨®n de seguridad, se gir¨® y, de rodillas sobre el asiento, se inclin¨® vacilante hacia ella. Llevaba unos pantalones vaqueros muy cortos que le resbalaban de las caderas chupadas; los talones se ve¨ªan negros en las sandalias plateadas. Levant¨¦ el pie del acelerador. ¡°Date prisa, Gretel, que estamos en la autopista¡±.
Delante de nosotras, junto al t¨²nel que atravesaba el monte del Pardo, se ve¨ªa la alta red verde del Centro Nacional de Golf igual que la vela agujereada de un naufragio. A la izquierda, bajo el cielo blanquecino por el calor, se extend¨ªa la zona norte de la ciudad a ras de horizonte salvo las cuatro torres, que se alzaban como los picos de un electrocardiograma casi plano.
Sujetando a la perra, Gretel volvi¨® a sentarse y la dej¨® entre sus pies. Con gru?idos voraces, Pepa lami¨® la fiambrera abierta en el suelo, los restos de pan ca¨ªdos. Devoraba con la misma avidez que su due?a, con el ansia de quienes no saben cu¨¢ndo comer¨¢n de nuevo.
Gretel viv¨ªa con otros yonquis en el aeropuerto; all¨ª dorm¨ªan, mendigaban y se alimentaban de las hamburguesas a medio comer del mcdonald¡¯s.
Gretel viv¨ªa con otros yonquis en el aeropuerto; all¨ª dorm¨ªan, mendigaban y, cuando ten¨ªan hambre, se alimentaban con los bocadillos y hamburguesas a medio comer que cog¨ªan en las mesas del McDonald¡¯s y en las papeleras. Pepa com¨ªa de las sobras que a su vez dejaban los yonquis. De nada serv¨ªa que mi hermana Helga y yo le compr¨¢ramos pienso. Gretel lo perd¨ªa. Perd¨ªa todo lo que le llev¨¢bamos para Pepa: la correa, un recipiente para el agua, el hueso y los mordedores para sus dientes puntiagudos, las chuches para recompensarla cuando obedec¨ªa. Nada le duraba, excepto la peque?a maleta de ruedas que arrastraba de una terminal a otra. Era su herramienta de trabajo para pedir dinero. Dentro no llevaba nada.
Gretel sac¨® su bolsa de pinturas. Con destreza se extendi¨® los polvos de maquillaje, el colorete, el l¨¢piz y la sombra de ojos, el r¨ªmel, el pintalabios. Yo ve¨ªa de reojo las u?as azules desplazarse con rapidez por su cara. Ten¨ªa un aro de plata en la aleta izquierda de la nariz y otro en el labio inferior. Pepa, que hab¨ªa terminado de relamer la fiambrera y la alfombrilla, intent¨® subir a su regazo clav¨¢ndole las u?as en las pantorrillas. ¡°?Joder!¡±, exclam¨® ella, y le dio un puntapi¨¦.
Estaba muy delgada y su carne era blanda, como si no tuviese m¨²sculos. La perrilla le mordi¨® un dedo del pie y Gretel la agarr¨® iracunda por el pescuezo. En vilo, Pepa la mir¨® con sus tristes ojos redondos. Llevaba una flor de tela roja prendida en el collar rojo. Un chorrito de pis sali¨® proyectado hacia Gretel.
¨CSer¨¢s cerda, la increp¨® su due?a mientras la zarandeaba.
De un golpe apagu¨¦ la radio.
¨C?Ya est¨¢ bien! D¨¦jala, solo es un cachorro, le orden¨¦.
Sorprendida, mi sobrina gir¨® el rostro hacia m¨ª y Pepa aprovech¨® para lamerle la oreja. Gretel, un minuto antes tan furiosa, estall¨® en carcajadas.
¨C?Pepi!
La perra le lami¨® los ojos reci¨¦n pintados, le lami¨® la frente, le lami¨® los labios.
¨C?Ser¨¢s guarra, Pepita!
La perra meti¨® su lengua en la boca abierta de Gretel, que se rio a¨²n m¨¢s.
¨C?Ay, Pepa, Pepita, Pepa!
Ech¨® el asiento hacia atr¨¢s, se coloc¨® la perra sobre el pecho y, con sus dedos abiertos como si fuesen las p¨²as de un peine, recorri¨® el cuerpo sucio de la cachorra, rompiendo los nudos del pelaje. Cerca del rabo ten¨ªa pegotes de pelo adheridos a la piel por el pis y las cacas. Gretel los deshac¨ªa entre sus yemas gris¨¢ceas y, como si fuese arena, dejaba caer la porquer¨ªa a la alfombrilla.
A pesar de los bruscos tirones, Pepa no se quejaba. Ten¨ªa unas grandes orejas ca¨ªdas a los lados como Dumbo, las cejas claras en el rostro negro y una barriga redonda y endurecida por los par¨¢sitos. Las versiones sobre c¨®mo hab¨ªa llegado a manos de Gretel iban cambiando seg¨²n el d¨ªa y el humor de mi sobrina. Su madre, una pastora alemana, pertenec¨ªa a una familia gitana que vend¨ªa droga en el poblado a donde acud¨ªa Gretel. Su padre pod¨ªa ser cualquiera de los perros escu¨¢lidos y llenos de mataduras que vagabundeaban esquivos entre las monta?as de basura que rodeaban las chabolas. Pepa era un chucho, un mil leches, un barbas, un trocito de carne palpitante cuya vida no val¨ªa nada. Seg¨²n Gretel, los gitanos ya hab¨ªan matado a toda la camada cuando apareci¨® ella y pidi¨® que se la regalaran. Otras veces contaba que los due?os hab¨ªan decidido conservar a Pepa para las peleas de perros, pero que ella les hab¨ªa persuadido para que se la dieran.
Un d¨ªa nos cont¨® que un yonqui le hab¨ªa robado los cachorros a la familia gitana para venderlos. Ella hab¨ªa comprado a Pepa por 50 euros. El precio no siempre era el mismo: a veces eran 25 euros, otras 60 o 40¡ Incluso en esa versi¨®n, Gretel aparec¨ªa como salvadora; al fin y al cabo, hab¨ªa rescatado a Pepa de la violencia del poblado. La realidad era que Gretel la dejaba a cargo de un mendigo cuando iba a comprar droga por temor a que se la quitaran. Pepa era el juguete de los yonquis del aeropuerto. La mimaban, la insultaban, la besaban, la pisaban.
Helga y yo le hab¨ªamos propuesto hacernos cargo de las vacunas y las visitas al veterinario. Pens¨¢bamos que era bueno que Gretel tuviese a alguien de quien responsabilizarse, a quien abrazar cuando se sintiera sola. Era bueno que tuviese a alguien que la defendiera. Nos conmov¨ªa que hubiese colocado la foto de Pepa en el perfil de su whatsapp. El cachorrito era adem¨¢s una excusa para reunirnos con ella, tan huidiza, tan perdida. Despu¨¦s de darnos varios plantones, aquel d¨ªa hab¨ªa aparecido por fin con Pepa para ir al veterinario.
Hab¨ªamos elegido una cl¨ªnica en las afueras y fijado la cita a la hora de comer para evitar las miradas sobre nuestra sobrina.
A una manzana de la cl¨ªnica, en una calle sombreada entre los muros de los chalets de aquel barrio residencial, nos esperaba Helga. A¨²n era temprano y aprovechamos para echar agua a Pepa en la fiambrera vac¨ªa. La perrilla hundi¨® el hocico en la fina telilla de grasa que qued¨® flotando en la superficie y agit¨® la cabeza hasta que volc¨® el cacharro y el agua se convirti¨® en una mancha oscura en la acera. Una mariposa amarilla pas¨® revoloteando; Pepa alz¨® las grandes orejas, las gir¨® y fue tras ella. A¨²n era muy torpe y cay¨® en la arena de un alcorque, junto a un ¨¢rbol; sin acordarse de la mariposa, comenz¨® a olisquear el tronco ceniciento. El ¨²nico verde que conoc¨ªa era el escaso c¨¦sped que hab¨ªa fuera del aeropuerto. Como si fuese un macho, levant¨® una pata y me¨® con decisi¨®n. Las tres nos echamos a re¨ªr.
?pobre perrita! musit¨¦ mientras lA acariciaba. ?qu¨¦ vida de mierda te ha tocado! me lami¨® la mano y luego se qued¨® dormida.
¨C?Vamos? Es la hora ¨Cdije.
¡°Esperad un momento¡±, nos pidi¨® Helga, que abri¨® su bolso y le tendi¨® a Gretel unas toallitas h¨²medas para que se limpiara los pies, un frasco de gel con alcohol para las manos, colonia¡ Ella intent¨® zafarse: ¡°?Hay por aqu¨ª un ba?o?¡±. Antes de que pudi¨¦ramos decir nada, ya se hab¨ªa alejado.
¨C?D¨®nde vas? ¨Cle pregunt¨¦.
¨CA hacer pis.
¨CPero ?d¨®nde? ¨Cinsist¨ª.
¨CPues aqu¨ª, entre los coches ¨Crespondi¨® sin volverse y desapareci¨®.
¨C?Dios m¨ªo, esta ni?a! ¨Cexclam¨® Helga con rostro consternado.
Pepa se hab¨ªa tumbado y se restregaba contra la acera. El sol se colaba entre las hojas de los ¨¢rboles y dibujaba c¨ªrculos de luz sobre su panza abombada.
¨CPobre perra ¨Cdijo Helga¨C. Seguro que la utiliza para sacar dinero.
En la cl¨ªnica nos esperaba la veterinaria. No hab¨ªa nadie m¨¢s. A Pepa se le eriz¨® el lomo tan pronto la colocaron en la camilla, ense?¨® los dientes, gru?¨®, comenz¨® a lanzar dentelladas a diestro y siniestro. ¡°?Menudo car¨¢cter!¡±, exclam¨® la veterinaria, sujet¨¢ndola con fuerza. Era una mujer joven con el pelo recogido en una cola de caballo. Llevaba una camisa blanca estampada con peque?as huellas de perros de vivos colores y unos pantalones morados. Parec¨ªa un pijama de verano limpio y reci¨¦n planchado.
Derrumbada en una silla, Gretel solt¨® una carcajada y movi¨® la cabeza intentando espabilarse. ¡°?No veas, mira c¨®mo me tiene las piernas!¡±. Y se?al¨® los verdugones en la piel blanca.
¡°Lo mejor para un animal tan inquieto es que lleve una vida ordenada¡±, coment¨® la veterinaria, pero Gretel ya no la escuchaba. Se hab¨ªa puesto en pie y, medio ida, deambulaba por la sala toqueteando las correas, los collares, los juguetes para mascotas. La mujer la observ¨® desconcertada y luego se volvi¨® perpleja hacia Helga y hacia m¨ª, que permanecimos impasibles.
¨C?D¨®nde est¨¢ el ba?o? ¨Cpregunt¨® Gretel.
La veterinaria dud¨® un instante antes de se?alar el final del pasillo. Con repentina premura, pinch¨® a Pepa la vacuna, me la puso en los brazos y tan pronto apareci¨® Gretel, p¨¢lida y agitada, nos condujo a la puerta para despedirnos:
¨CEs preferible que no vaya al parque durante unos d¨ªas para evitar el contacto con otros perros.
¨CClaro, claro ¨Casinti¨® Gretel.
Cuando nos ¨ªbamos, o¨ª c¨®mo la veterinaria echaba la llave. Me la imagin¨¦ con su bonito pijama revisando los estantes para ver si le hab¨ªamos robado. Pepa temblaba, dolorida y asustada, contra mi pecho.
A la vuelta hab¨ªa m¨¢s tr¨¢fico. Gretel resoplaba, sumida en un profundo sopor. Se le hab¨ªa doblado el cuello como una planta mustia y un hilo de baba le ca¨ªa por la boca entreabierta. A Pepa la hab¨ªamos colocado en su cuna, pero enseguida asom¨® el hocico junto a la palanca de cambios, gimoteando. Separ¨¦ la mano derecha del volante, la cog¨ª y la coloqu¨¦ en mi regazo, sujeta entre mis piernas para que no se escabullera. ¡°?Pobre perrita!¡±, musit¨¦ mientras le acariciaba la parte de atr¨¢s de las orejas y le rascaba el cuello. ¡°?Qu¨¦ vida de mierda te ha tocado!¡±. Me lami¨® la mano, enredando su lengua tibia entre mis dedos, y luego se qued¨® dormida pl¨¢cidamente.
Cuando llegamos al aeropuerto, toqu¨¦ en el hombro a Gretel para despertarla. Dio un respingo y me mir¨® con recelo, como si no supiera qui¨¦n era yo, d¨®nde se encontraba. Sin reparar en Pepa, sali¨® del coche y se alej¨® a pasitos nerviosos, seguida por los ojos de los taxistas.
No le dije nada. Sent¨ªa el aliento caliente de Pepa contra mis muslos.
Met¨ª primera y procur¨¦ hacer el menor ruido posible al separar el coche de la acera. Pero por la ventanilla abierta enseguida me lleg¨® su voz. Gretel se hab¨ªa detenido y miraba alrededor. Volvi¨® el rostro hacia m¨ª:
¨C?Y la perra?
¨C?Qu¨¦?
¨C?La perra! ¨Crepiti¨® mientras se aproximaba. En su cara consumida y llena de marcas solo se ve¨ªan los ojos enormes.
Alc¨¦ a Pepa, un bulto c¨¢lido y palpitante, y se la entregu¨¦.
Gretel la puso en la acera y empez¨® a andar hacia la terminal. El cachorro, despeluchado y torpe, con su flor roja en el collar, correte¨® inocente tras ella.
Pis¨¦ el acelerador. El coche ol¨ªa a pis, a maquillaje, a perro sucio, a culpa.
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