Un extra?o camino de baldosas amarillas
La influencia cultural de 'El mago de Oz' no ha cesado desde su estreno en agosto de 1939. La enigm¨¢tica pel¨ªcula es un ensayo del poder pol¨ªtico de la rareza
Si nos limitamos a los datos objetivos, la pel¨ªcula El mago de Oz fue resultado de una cadena de expectativas frustradas. Victor Fleming, el director que finalmente la firmar¨ªa, tuvo que ausentarse sin terminarla para rematar Lo que el viento se llev¨®, la gran apuesta de la Metro-Goldwyn-Mayer. Precisamente la historia de Scarlett O¡¯Hara, estrenada ese mismo a?o, arras¨® en los Oscar; El mago de Oz compiti¨® en seis categor¨ªas y se hizo solo con dos estatuillas, a la que se a?adi¨® un premio honor¨ªfico juvenil para Judy Garland. Tambi¨¦n en esto hay algo de equ¨ªvoco: la actriz ten¨ªa 16 a?os en el momento del rodaje, pero el personaje que interpretaba, Dorothy Gale, contaba apenas 12, as¨ª que Garland, a la saz¨®n una estrella en ciernes de la Metro, tuvo que enfundarse en un cors¨¦ y abrazar al perrito Tot¨® sin pausa para disimular el volumen de su pecho. Las frustraciones continuaron tras el estreno, en el que este largometraje tuvo resultados m¨¢s bien discretos. Su ¨¦xito, a la larga, fue una bomba de relojer¨ªa que solo estall¨® cuando las televisiones comenzaron a reponerla; de manera parad¨®jica, varias generaciones de espectadores descubrieron la pel¨ªcula sin disfrutar de su mayor golpe de efecto, que es el momento en que Dorothy abre la puerta de su casa en Oz y la imagen pasa del blanco y negro al brillo chill¨®n del tecnicolor. En las televisiones de posguerra, Oz solo exist¨ªa en escala de grises.
Sin embargo, lo que deb¨ªa ser una pel¨ªcula gafada por los vaivenes y por su propia era hist¨®rica (en muchos pa¨ªses no pudo ser estrenada hasta 1945, tras la II Guerra Mundial) acab¨® convirti¨¦ndose en uno de esos artefactos est¨¦ticos que, a falta de otra etiqueta, se acaba calificando como ¡°de culto¡±. Contaba Salman Rushdie en una cr¨®nica publicada en The New Yorker en 1972 que, en el Bombay de su infancia, ver El mago de Oz fue una experiencia inici¨¢tica. La historia de una ni?a que, queriendo salvar a su perro, acaba convirti¨¦ndose en la salvadora de un complicad¨ªsimo reino de fantas¨ªa ubicado al otro lado del arco¨ªris era todo un ejercicio de exotismo en el que, aseguraba Rushdie, solo un detalle falla: el empe?o de la protagonista en regresar a la aburrida y gris Kansas. ¡°Para m¨ª, la idea de ¡®Como en casa, en ning¨²n sitio¡¯ es la menos convincente de la pel¨ªcula¡±, escribi¨®.
La novela de L. Frank Baum (1900) en la que se basa la pel¨ªcula era un best seller de largo recorrido, un cuento de hadas enclavado en un paisaje t¨ªpicamente estadounidense. Hay carreteras infinitas, p¨¢ramos vac¨ªos, localidades rurales y capitales de provincia aparentemente (pero solo aparentemente) sofisticadas. En este escenario conviven arquetipos procedentes de cuentos europeos cl¨¢sicos. Hadas buenas y brujas malas, puntos cardinales irremediablemente enfrentados y personajes aleg¨®ricos. Un hombre de paja, otro de hojalata y un le¨®n. Un mago tan charlat¨¢n como un pol¨ªtico, una terrateniente desp¨®tica y los conflictos de clase que, para los historiadores, hablan de las disputas monetarias y la desigualdad social.
La bandera del arco¨ªris es en parte una referencia al tema m¨¢s famoso cantado por Garland en el filme
Alegor¨ªas aparte, esta versi¨®n country de la Alicia de Carroll podr¨ªa haber sido material excelente para una pel¨ªcula de animaci¨®n (de hecho, Walt Disney sopes¨® la idea de adaptarla), pero sus productores decidieron emplearla como salvoconducto para mostrar al p¨²blico el poder del tecnicolor. De aquella decisi¨®n deriva hoy una de sus mayores virtudes, que es la sensaci¨®n de extra?eza y fascinaci¨®n que experimenta el espectador ante esta f¨¢bula h¨ªbrida.
En El mago de Oz todo, desde las flores de vidrio hasta el complicado vestuario dise?ado por Adrian produce la atracci¨®n est¨¦tica de las creaciones extremas. El kitsch refinado de Fleming est¨¢ m¨¢s cerca de las fantasmagor¨ªas surrealistas de Cocteau que de las superproducciones de Hollywood. De hecho, es un caso aislado. En los a?os posteriores, el imperio de Disney estableci¨® que la fantas¨ªa era territorio exclusivo del cine de animaci¨®n, y hay que esperar a delicatessen como Piel de asno (1970), de Jacques Demy, para asistir a una cabalgata tan espl¨¦ndidamente desquiciada.
Los derroteros cr¨ªticos de la pe?l¨ªcula han sido, por lo menos, igual de retorcidos que el camino de baldosas amarillas desplegado en espiral desde el punto exacto en que la casa de Dorothy aplasta a la malvada Bruja del Este. Al fin y al cabo, El mago de Oz es una historia de criaturas marginales que no acaban de encajar en el mundo racional del siglo XX. Y Judy Garland, futura estrella maldita del entretenimiento, supo convertir el tema musical m¨¢s famoso de la pel¨ªcula, Over the Rainbow, en el momento ¨¢lgido de los espect¨¢culos que ofrec¨ªa en los a?os sesenta en el Carnegie Hall, todo un punto de encuentro para la comunidad gay neoyorquina. Garland falleci¨® en el verano de 1969, 30 a?os despu¨¦s del estreno de la pel¨ªcula que la hab¨ªa consagrado. Tras sus multitudinarias honras f¨²nebres, muchos de sus fans se fueron a ahogar sus penas en alcohol a The Stonewall Inn, un antro de Greenwich Village. Y pocas noches despu¨¦s la rabia, el desencanto y el cansancio ante el atosigamiento policial fueron la chispa que prendi¨® las protestas que dieron origen al movimiento del Orgullo Gay, y cuya bandera arco¨ªris es, en parte, una referencia al tema m¨¢s famoso de la m¨¢s inclasificable de las pel¨ªculas.?Over the Rainbow, por cierto, suena este verano insistentemente como hilo musical de Camp: Notes on Fashion, la exposici¨®n en la que el Costume Institute del Metropolitan Museum de Nueva York explora fen¨®menos est¨¦ticos entre lo grotesco, lo cursi, lo disruptivo y lo sublime.
Esta versi¨®n country de la Alicia de Lewis Carroll podr¨ªa haber sido material para Disney, que la rechaz¨®
Si el camp es pol¨ªtico, El mago de Oz, como obra maestra camp, se adentra en profundidades simb¨®licas que convierten cada fotograma en un interrogante. El que ha reivindicado el dise?ador Virgil Abloh en su colecci¨®n de este verano para Louis Vuitton es uno de los m¨¢s inquietantes: en su camino a la Ciudad Esmeralda, Dorothy cae en la trampa de la malvada Bruja del Oeste y se adentra en un campo de amapolas capaces de hacerla caer en un sue?o letal. Basta entender la conexi¨®n entre la amapola y los opi¨¢ceos para que la imagen de Dorothy dormida se transforme en una alegor¨ªa y una premonici¨®n: la de los estragos que las drogas y la enfermedad hicieron en los a?os ochenta y noventa entre las filas de los ¡°amigos de Dorothy¡±, una expresi¨®n habitual en la ¨¦poca para aludir a los hombres gais.
Tampoco resulta casual que, en una exposici¨®n dedicada a la influencia de la pel¨ªcula celebrada en 2008 en el Wattis Institute de California College of the Arts, la obra que diera la bienvenida al p¨²blico fuera?Untitled (Passport II), una de esas instalaciones de F¨¦lix Gonz¨¢lez Torres consistentes en una pila de l¨¢minas que el p¨²blico puede coger libremente, decidiendo si contribuir o no a la desaparici¨®n final de la obra. La obra data de 1993, tres a?os antes de que Gonz¨¢lez Torres falleciera de sida, y la imagen impresa en el papel mostraba la sombra de unos p¨¢jaros. Una visi¨®n del otro lado del arco¨ªris y una lectura insospechada, pero pertinente, de una pel¨ªcula de entretenimiento que es, en realidad, todo un ensayo sobre el poder pol¨ªtico de la rareza.
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