Churchill ped¨ªa ayuda hasta para matar moscas
Una nueva biograf¨ªa ofrece el retrato m¨¢s completo hasta la fecha del legendario l¨ªder brit¨¢nico
Winston Churchill naci¨® en el seno de una casta que dispon¨ªa de un inmenso poder pol¨ªtico y econ¨®mico en el mayor imperio que haya conocido la historia, un imperio que adem¨¢s todav¨ªa no hab¨ªa sido agusanado por la inseguridad y la falta de aplomo. Tanto la absoluta confianza en s¨ª mismo que siempre caracteriz¨® a Churchill como su extraordinaria independencia emanaban directamente de la serena tranquilidad que le hac¨ªa sentir instintivamente la conciencia de qui¨¦n era y de d¨®nde ven¨ªa.
Al redactar la nota necrol¨®gica de su primo Charles, alias Sunny, noveno duque de Marlborough, Churchill se?ala que su nacimiento hab¨ªa tenido lugar en el seno de una de ¡°las trescientas o cuatrocientas familias que durante trescientos o cuatrocientos a?os han guiado los destinos de la naci¨®n¡±. Churchill sab¨ªa que proven¨ªa de la c¨²spide de la pir¨¢mide social, y en esa ¨¦poca, uno de los atributos clave de dicha clase consist¨ªa en poder permitirse el lujo de no preocuparse demasiado de lo que el resto de los mortales, situados en pelda?os inferiores, pudiera pensar de ellos. Como habr¨ªa de escribir a este respecto su mejor amigo, el abogado y parlamentario conservador Frederick Edwin Smith, que andando el tiempo ostentar¨ªa el t¨ªtulo de lord Birkenhead, Churchill ¡°pose¨ªa un escudo mental que le imped¨ªa desconfiar de s¨ª mismo¡±. Esta capacidad habr¨ªa de revelarse inestimable en aquellos periodos ¡ªy fueron muy numerosos¡ª en los que nadie m¨¢s diera la impresi¨®n de fiarse realmente de ¨¦l. (¡)
Era raro que se desplazara sin la compa?¨ªa de un ayuda de c¨¢mara, incluso en los campos de batalla de la guerra de los b¨®eres
La aristocracia inglesa de la era victoriana formaba una tribu muy particular, provista de toda una serie de jerarqu¨ªas, acentos, clubes, escuelas, facultades, carreras profesionales, vocabularios, c¨®digos de honor, rituales amatorios, lealtades, tradiciones y deportes ¡ªtodo ello coronado por un peculiar¨ªsimo sentido del humor¡ª. Algunas de esas claves resultaban francamente enrevesadas, como arcanos pr¨¢cticamente impenetrables para los no iniciados. En la ¨¦poca en la que, siendo un joven subalterno, hubo de entrar en contacto con el sistema de castas de la India, Churchill lo entendi¨® al instante. Sus opiniones pol¨ªticas brotaban en esencia del movimiento de la Joven Inglaterra, auspiciado por Disraeli en la d¨¦cada de 1840, cuya percepci¨®n de la idea de noblesse oblige presupon¨ªa una eterna superioridad de clase, pero abrazaba tambi¨¦n, de manera instintiva, los deberes de los privilegiados para con los menos favorecidos. La interpretaci¨®n que Churchill daba a los compromisos de la aristocracia se resum¨ªa en la noci¨®n de que tanto ¨¦l como los de su clase ten¨ªan una honda responsabilidad hacia el pa¨ªs, que con toda legitimidad pod¨ªa esperar de su persona una entrega vitalicia.
Ten¨ªa exc¨¦ntricos gustos en materia de vestimenta, como el mono de trabajo y los zapatos de cremallera
De cuando en cuando, pod¨ªa tenerse la impresi¨®n de que las clases superiores brit¨¢nicas del ¨²ltimo cuarto del siglo XIX se hallaban bastante distanciadas del resto de la sociedad. Lord Hartington, por ejemplo, heredero del ducado de Devonshire, confesar¨ªa en una ocasi¨®n que jam¨¢s hab¨ªa o¨ªdo hablar de los servilleteros (debido a que daba por supuesto que la manteler¨ªa se lavaba despu¨¦s de cada comida); lord Curzon, el estadista, llevaba fama de no haber tomado un autob¨²s m¨¢s que una sola vez en toda su vida ¡ªy adem¨¢s se hab¨ªa sentido indignado al comprobar que el conductor se negaba a llevarle al lugar al que ¨¦l le ordenaba dirigirse¡ª. Algo parecido podr¨ªa decirse del mismo Churchill, ya que no marc¨® un n¨²mero de tel¨¦fono con sus propias manos hasta la edad de 73 a?os (fue una llamada al servicio horario, y tras escuchar la locuci¨®n dio amablemente las gracias a la cinta). No ten¨ªa la sensaci¨®n de depender casi totalmente de los criados dom¨¦sticos. ¡°Yo mismo me har¨¦ la comida¡±, le dijo orgullosamente en una ocasi¨®n a su esposa, corriendo la d¨¦cada de 1950. ¡°S¨¦ cocer un huevo. He visto c¨®mo se hace¡± (sin embargo, al final no toc¨® los fogones). A los 15 a?os, en la posdata de una de sus cartas, se lee: ¡°Milbanke te escribe por m¨ª estas l¨ªneas, puesto que yo me estoy dando un ba?o¡±. Dos a?os m¨¢s tarde, se quejar¨ªa amargamente por haber tenido que viajar en un compartimento de segunda clase. As¨ª lo explica en uno de sus escritos: ¡°Por J¨²piter que no volver¨¦ a viajar en segunda por nada del mundo¡±. Ya en la madurez, era raro que se desplazara sin la compa?¨ªa de un ayuda de c¨¢mara y as¨ª lo har¨ªa incluso en los campos de batalla de la guerra de los b¨®eres y la Segunda Guerra Mundial. Durante su estancia en prisi¨®n en Sud¨¢frica solicit¨® (y consigui¨®) que se llamara a un barbero para rasurarle. En el hotel Savoy ped¨ªa platos que no estaban en el men¨², y, siendo ya primer ministro, si quer¨ªa matar a una mosca, ped¨ªa a su secretario que mandara venir a su criado para que ¡°le retorciera el pescuezo al maldito bicho¡±. Desde luego no puede decirse que Churchill fuera precisamente un perfecto representante de la inminente ¡°era del hombre com¨²n¡±.
Churchill no marc¨® un n¨²mero de tel¨¦fono con sus propias manos hasta la edad de 73 a?os
Como buen arist¨®crata, no era en modo alguno esnob. Una de las cosas que deseaba preguntarle a Adolf Hitler respecto de los jud¨ªos era esta: ¡°?Qu¨¦ sentido tiene oponerse a un hombre por la simple raz¨®n de su nacimiento?¡±. Sus amigos m¨¢s ¨ªntimos proced¨ªan de un amplio c¨ªrculo social. De hecho, si de alg¨²n pie cojeaba era del que le induc¨ªa a mostrar una especie de debilidad por los advenedizos, como sus compa?eros Brendan Bracken y Maxine Elliott. Una de sus amistades m¨¢s pr¨®ximas dir¨ªa de ¨¦l: ¡°Est¨¢ imbuido de un sentido de la tradici¨®n hist¨®rica, pero no le atan pr¨¢cticamente nada los convencionalismos¡±. Esto puede apreciarse en sus exc¨¦ntricos gustos en materia de vestimenta, como el mono de trabajo y los zapatos de cremallera, as¨ª como en la estrafalaria irregularidad de sus horarios. Le gustaba hacer caso omiso de las reglas jer¨¢rquicas, lo que muchas veces encolerizaba a quienes le rodeaban. ¡°Soy arrogante¡±, dir¨ªa en una ocasi¨®n de s¨ª mismo, en un perspicaz ejemplo de autocr¨ªtica, ¡°pero no engre¨ªdo¡±. En el mundo actual, todo aquel que d¨¦ muestras de creerse dotado de privilegios de naturaleza aristocr¨¢tica resulta reprensible, pero Churchill rezumaba ese tipo de actitud, lo que afectaba al comportamiento que manten¨ªa en todo. Ese car¨¢cter explica, por ejemplo, que estuviera dispuesto a gastar alegremente un dinero que no ten¨ªa.
Vivi¨® su existencia al estilo aristocr¨¢tico a pesar de no poder permit¨ªrselo, pero eso mismo llevaba ya el sello de la aristocracia. Ped¨ªa que le ampliaran el cr¨¦dito, apostaba grandes sumas en los casinos, y tan pronto como se vio en una posici¨®n realmente boyante ¡ªlo que no le suceder¨ªa hasta cumplidos los 70¡ª se dedic¨® a comprar caballos de carreras. Son muchos los testimonios que condenan a Churchill por la insensibilidad que manifestaba hacia otras personas y puntos de vista, pero todos esos recuerdos olvidan valorar una cosa: que esa piel de rinoceronte era, en realidad, un atributo esencial para alguien tan adicto a la pol¨¦mica como ¨¦l. ¡°Usted es uno de los pocos individuos en los que reconozco la facultad de emitir juicios dignos de mi respeto¡±, le escribi¨® a lord Craigavon en diciembre de 1938, que hab¨ªa combatido en la guerra de los b¨®eres y era primer ministro de Irlanda del Norte, sabiendo que el aludido pasaba por uno de los peores momentos de su vida. Como tambi¨¦n les ocurriera al marqu¨¦s de Lansdowne, que hab¨ªa promovido la paz con Alemania durante la Primera Guerra Mundial, o al de Tavistock, que de forma mucho m¨¢s censurable habr¨ªa de hacer otro tanto en la segunda gran contienda, el arist¨®crata que llevaba dentro animaba a Churchill a decir lo que pensaba con exactitud y sin ambages, con independencia de cu¨¢les pudieran ser las consecuencias.
Andrew Roberts es historiador y periodista, profesor invitado en el King¡¯s College de Londres. Este texto forma parte de su libro ¡®Churchill, la biograf¨ªa¡¯ que publica la editorial Cr¨ªtica el 26 de septiembre. Traducci¨®n de Tom¨¢s Fern¨¢ndez A¨²z
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.