Teletrabajopat¨ªa
En el edificio de enfrente hay una chica que nunca aplaude a las ocho desde su balc¨®n ni golpea cacerolas a las nueve ni canta Resistir¨¦ en ning¨²n momento del d¨ªa. Desde mi ventana, le veo la espalda y la pantalla del ordenador, que, por su car¨¢cter de elemento fijo en la escena, cuenta como parte de su cuerpo. Igual est¨¢ afrontando todo este espanto desde la introspecci¨®n. En eso la entiendo. La tarde en la que supe del primer ser querido que espe?raba cama en una silla del hospital 12 de Octubre tam?poco tuve ganas de aplaudir a los sanitarios. Tuve ganas de rezarles. Pero me temo que lo que le pasa a la vecina que mira la pantalla mientras a sus espaldas se desata la ovaci¨®n colectiva, que en el madrile?o barrio de La Elipa es intensa, es que est¨¢ teletrabajando a todo gas. Para?d¨®jicamente el ritmo de trabajo se ha intensificado para mucha gente cuya labor est¨¢ muy alejada de los sectores imprescindibles en estos tiempos de emergencia sin precedentes.
Andamos todo el mundo haciendo yoga carcelario en un metro cuadrado del sal¨®n, pinchando sesiones techno en el balc¨®n, forzando la pr¨¢ctica de manualidades que antes de la pande?mia no nos interesaban en absoluto. El fin de la especie nos va a pillar si?guiendo las instrucciones de una in?fluencer de Tarragona por Instagram para hacer un bizcocho vegano. Mis clases virtuales de body combat, esa disciplina deportiva de gimnasio que combina artes marciales y aer¨®bic, se han vuelto parcas en patadas en la ¨²l?tima semana. La monitora que da las pautas, sola como yo, se contiene porque sabe que los del otro lado corremos el riesgo de golpear alguna es?tanter¨ªa, gato, ni?o. Es asombroso lo r¨¢pido que nos hemos acostumbrado al estado de excepci¨®n o lo eficientemente que lo estamos distrayendo.
Estamos fren¨¦ticos, fantaseando con que en la cua?rentena entr¨® un yo y va a salir otro con los gl¨²teos toni?ficados que habla franc¨¦s con fluidez, como si el mundo tal y como lo conoc¨ªamos fuera a estar esper¨¢ndonos detr¨¢s de la puerta, la maldita puerta cerrada. Sospe?cho que se trata de estrategias para abstraerse de las di?mensiones de la incertidumbre. Y de todas ellas, la m¨¢s perversa, la m¨¢s extra?a, es mantener y obligar a otros a intensificar una productividad corporativa est¨¦ril.
Responsables de marketing, consultoras, mandos medios de todas las labores de oficina imaginables se afanan elaborando informes sobre los reportes de pro?ductividad que otros compa?eros elaboraban a su vez. Todos pegados a las pantallas, como la chica que no aplaude. Actualizando protocolos, lanzando comuni?cados, entreg¨¢ndose a la performance del rendimiento porque ni en medio del apocalipsis puede una descan?sar del sistema, aunque la contribuci¨®n al sistema sea solo un teatrillo.
No hablo de quienes tienen la precariedad o direc?tamente la pobreza respir¨¢ndoles en la nuca, aqu¨ª no nos movemos en el terreno de la necesidad, sino en el del vicio. La teletrabajopat¨ªa se da entre aquellos que no temen perder el trabajo, pero no saben qu¨¦ demonios hacer sin ¨¦l.
Las jerarqu¨ªas del prestigio social se han trastocado de repente, eso es una buena noticia para la mayor¨ªa. Ojal¨¢ nos dure para siempre el respeto y el agradeci?miento con el que ahora miramos a las cajeras de super?mercado o a los tenderos de peque?os establecimientos de alimentaci¨®n de barrio. Paralelamente, aquellos que hab¨ªan construido su identidad y su autoestima sobre cargos que consum¨ªan la mayor parte de su tiempo se han dado de bruces con una realidad complicada de asumir: que sus reuniones y estrategias palidecen ante la actividad imprescindible del reponedor, la basurera, el enfermero, la neum¨®loga. Resulta que pueden parar sin que el mundo se entere. Y eso por lo visto duele.
Aviso a un amigo de la pandilla de que tenemos cita en uno de esos chats de v¨ªdeo que ahora llamamos vida social. ¡°Sigo trabajando, es que mi jefa es muy dif¨ªcil de entretener¡±, me contesta. Son las nueve de la noche.
Vivimos una calidad de p¨¢nico in¨¦dita, miedo simul?t¨¢neo y global, institucional, individual, miedo trans?versal que cala a todos los niveles. Cada cual lo gestiona a su manera. A m¨ª, por ejemplo, me funciona bordar, los pu?etazos al aire y desahogarme con las amigas en estas videollamadas que nos est¨¢n salvando la cordura. A otra gente por lo visto lo que le funciona es reforzar su servidumbre a un sistema cuya pervivencia es muy incierta. Esa proactividad fantasma para llenar el d¨ªa de obligaciones inventadas, para mantener la ilusi¨®n de que esa carrera de ratas que llamamos normalidad sigue en marcha, tiene algo de compulsivo, algo de mie?do a la libertad.
Me coloco frente al ordenador y aviso al resto de participantes frente a sus respectivos dispositivos en sus respectivos confinamientos, gestionando sus res?pectivos grados de preocupaci¨®n de que hoy tenemos una baja por teletrabajopat¨ªa. ¡°No es nada nuevo, cari?o. Esto est¨¢ ya todo en el Discurso de la servidumbre volun?taria, de ?tienne de La Bo¨¦tie. Siglo XVI, imag¨ªnate. Y otra vez un siglo despu¨¦s en Spinoza, que se preguntaba por qu¨¦ los seres humanos luchan por su servidumbre como si se tratase de su salvaci¨®n¡±, me dice mi amigo Juan, profesor de Pol¨ªticas en Ciudad de M¨¦xico, desde su cuadradito en la pantalla iluminado por el soleado mediod¨ªa de Coyoac¨¢n.
A la de enfrente un d¨ªa de estos le voy a gritar: ¡°Vente a la ventana, vecina, si puedes evitarlo, no te encierres tambi¨¦n en las celdas de Excel¡±.
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