El verdadero conquistador de la Luna
Robert Hutchins Goddard construy¨®, medio siglo antes del primer alunizaje, los cohetes precursores de la carrera espacial
Ahora que mi amigo Edu Gal¨¢n ha puesto de moda a Woody Allen ¡ªy viceversa¡ª resuena su cita m¨¢s famosa: ¡°No me interesa mucho la posteridad; m¨¢s que vivir en el coraz¨®n de la gente, me gustar¨ªa seguir viviendo en mi piso¡±, dijo ¡ªAllen, por supuesto¡ª. Y plante¨® una duda que algunos privilegiados se plantean: ?es buen negocio? ?Cambiar¨ªas una vida dif¨ªcil por un recuerdo espl¨¦ndido? Sol¨ªan llamarlos h¨¦roes, pero ya ni siquiera. El profesor Goddard, en todo caso, no pudo elegir. El profesor Goddard tiene una posteridad magn¨ªfica; su vida fue m¨¢s dura.
Robert Hutchins Goddard naci¨® en 1882 en Worcester, Massachusetts (EE UU), hijo de una familia tradicional un poco pobre. La luz el¨¦ctrica reci¨¦n llegaba a los hogares m¨¢s modernos, su padre inventaba aparatos y el ni?o viv¨ªa fascinado. Era un chico enfermizo que le¨ªa demasiado y termin¨® la escuela tarde pero medio sabio; cuando empez¨® a estudiar F¨ªsica en la universidad ya la sab¨ªa. Y, sobre todo, ten¨ªa una idea que le guiar¨ªa: ¡°La ciencia nos ha ense?ado que somos demasiado ignorantes como para confirmar que algo es imposible¡±, escribi¨® a sus 20.
En esos d¨ªas los hombres empezaban a volar. Titubeantes, amenazadores, esos aviones lo cambiaban todo. Goddard se interes¨® por ellos y, ya en un laboratorio de Princeton, imagin¨® cohetes que solo exist¨ªan en dos o tres novelas y calcul¨® sus trayectorias posibles mientras inventaba un tubo cat¨®dico para radio, entre otros hobbies. A sus 30, casado e instalado, se volvi¨® a enfermar ¡ªtuberculosis¡ª y se volvi¨® a su pueblo. Los m¨¦dicos le dijeron que no vivir¨ªa; ¨¦l les dijo que s¨ª porque ten¨ªa que completar sus inventos. En 1914, antes de la primera Gran Guerra, patent¨® dos cohetes, uno con combustible s¨®lido, el otro l¨ªquido.
En 1917 el Smithsonian Institute le dio una beca de 5.000 d¨®lares. Con esa fortuna construy¨® en silencio cohetitos a escala que le permitieron entender que solo el combustible l¨ªquido podr¨ªa sacarlos de la atm¨®sfera. Su pa¨ªs entr¨® en la guerra y Goddard invent¨® un lanzador de proyectiles que se convertir¨ªa, a?os despu¨¦s, en la bazuca.
Y por fin en 1919 public¨® un art¨ªculo ¡ªUn m¨¦todo para alcanzar altitudes extremas¡ª donde explicaba sus cohetes y dec¨ªa, casi al pasar, que podr¨ªan llegar a la Luna. Ese detalle lo convirti¨® en la burla de millones. The New York Times, definitivo como siempre, public¨® un editorial ¡ª¡®Ponen a prueba nuestra credulidad¡¯¡ª que se re¨ªa de sus ideas, que ¡°mostraban que su autor carec¨ªa de conocimientos difundidos en el bachillerato¡±: un cohete jam¨¢s podr¨¢ propulsarse en el vac¨ªo del espacio, dec¨ªan, tan seguros. Es f¨¢cil estarlo cuando esa seguridad se ampara en la de todos; es tan dif¨ªcil cuando est¨¢ hecha de dudas. Goddard les contest¨® que ¡°toda visi¨®n es una broma hasta que alguien la concreta; entonces se vuelve un lugar com¨²n¡± ¡ªy sigui¨® trabajando. En los 20 a?os siguientes, apartado, burlado, consigui¨® lanzar tres docenas de peque?os cohetes que fueron mejorando el mecanismo. Estaba siempre enfermo, sab¨ªa que no vivir¨ªa demasiado y trabajaba solo. Se muri¨® en 1945, a sus 63, decepcionado y convencido al mismo tiempo.
A?os despu¨¦s, cuando la Guerra Fr¨ªa lanz¨® la carrera por el espacio, el Gobierno estadounidense retom¨® sus ideas: los cohetes que alcanzaron la Luna se basaban en sus inventos. En julio de 1969, tras medio siglo, el Times reconoci¨® su error en un suelto de tres l¨ªneas. La NASA ya le hab¨ªa dedicado uno de sus mayores centros: a¨²n hoy, 10.000 cient¨ªficos y t¨¦cnicos trabajan en un lugar con su nombre. Robert Goddard es, adem¨¢s, calles, plazas, escuelas.
Y ahora que la humanidad, asustada por la deriva de la Tierra, vuelve a pensar en el espacio, su nombre ha vuelto a circular: su posteridad, queda dicho, es un gran ¨¦xito ¡ªpero es probable que ¨¦l nunca se entere.
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