Correr y no correr
Una de las cosas m¨¢s dif¨ªciles de aprender en este mundo es a conocer cu¨¢les son tus propios deseos y a respetarlos | Columna de Rosa Montero
El otro d¨ªa vi algo que me alegr¨® la semana, el mes, quiz¨¢ el a?o. Desde luego, cada vez que lo recuerdo se me pone una sonrisa en los labios. Acabo de estar de vacaciones en una ciudad costera portuguesa en la que, una ma?ana, paseando a mi perra, me encontr¨¦ con una carrera popular. Era algo festivo y vecinal, un circuito desde el centro del pueblo hasta una rotonda en el acantilado, en donde se regresaba; en total, no m¨¢s de ocho kil¨®metros, la mayor¨ªa por la carretera de la costa, a la saz¨®n cortada al tr¨¢fico. Cuando me top¨¦ con ellos, los m¨¢s r¨¢pidos ya hab¨ªan dado la vuelta en la rotonda y enfilaban al galope hacia el centro, pero todav¨ªa quedaba mucha gente que a¨²n no hab¨ªa llegado al acantilado, de manera que los corredores llenaban la carretera en las dos direcciones. Como yo tambi¨¦n iba hacia la rotonda por la acera, los participantes me fueron adelantando, cada vez m¨¢s lentamente, a medida que iban pasando los rezagados. Hasta que vislumbr¨¦, a lo lejos, el final de la carrera, y me detuve a esperar. Muy atr¨¢s, la ¨²ltima de todos, descolgada del resto, ven¨ªa una mujer de cincuenta y muchos a?os, bajita y robusta, a un trotecito diminuto pero pertinaz. Detr¨¢s de ella, una furgoneta de bomberos. Despu¨¦s, dos coches de la polic¨ªa municipal. Luego, una moto policial. Por ¨²ltimo, un veh¨ªculo negro que supongo que ser¨ªa de la organizaci¨®n. Como la mujer deb¨ªa de ir a una media de cinco kil¨®metros por hora, la solemne procesi¨®n la segu¨ªa a un ritmo microsc¨®pico.
Me emparej¨¦ con la deportista, mi paso vivo igual de eficaz que su lenta carrera, y admir¨¦ su seguridad, el dominio de s¨ª misma, lo tranquila que iba con toda esa cola a sus espaldas. Los corredores que regresaban por el carril contrario la iban vitoreando al cruzarse con ella, hasta que lleg¨® un momento en el que ya no quedaba ning¨²n participante m¨¢s en la carretera. S¨®lo la mujer, que prosegu¨ªa impert¨¦rrita, concentrada en su trote cochinero, en no dejar de respirar y de avanzar, perfectamente due?a de su parsimonia. Quiero decir que ni siquiera iba sin aliento; se la ve¨ªa en perfecto control de lo que estaba haciendo, no era que hubiera calculado mal sus fuerzas y se hubiera quedado sin resuello, sino que, al contrario, deb¨ªa de haberse preparado muy bien el recorrido. Esa era la carrera que ella pod¨ªa y quer¨ªa hacer.
Y la hizo. Alcanz¨® por fin la rotonda y dio por finalizada la prueba. La furgoneta de bomberos, los coches y la moto recuperaron su velocidad habitual con un rugir de motores quiz¨¢ demasiado sonoro e impaciente. La mujer regres¨® caminando por la acera y pas¨® a mi lado. Ten¨ªa la cara iluminada por una expresi¨®n de logro extraordinaria.
Una de las cosas m¨¢s dif¨ªciles de aprender en este mundo es a conocer cu¨¢les son tus propios deseos y a respetarlos. Vivimos inconscientemente atrapados por los deseos de los otros, por la mirada que los dem¨¢s proyectan sobre nosotros o, lo que es a¨²n peor, por la demanda que creemos adivinar en los dem¨¢s. En primer lugar, est¨¢ el mandato atronador de nuestros padres (o el mandato que creemos haber recibido de ellos), pero somos animales sociales y cualquier mirada ajena nos afecta much¨ªsimo. En la gente m¨¢s fr¨¢gil y menos asentada sobre sus pies, el efecto puede ser demoledor; hay personas tan l¨¢biles que son como l¨ªquidos a quienes la vasija de la mirada ajena confiere su forma. Este es un problema para todos, hombres y mujeres, pero creo que en nosotras tiende a ser peor. Ya he escrito alguna vez sobre esas mujeres conmovedoras que, cuando paras el coche en un paso de peatones para dejarlas pasar, echan a correr para no hacerte esperar. Como si siempre estuvieran en deuda con el mundo. Como si tuvieran que pasar un examen en cada momento. Como si ellas fueran siempre secundarias frente a los dem¨¢s.
S¨ª, he visto correr desbaratadamente en los pasos de cebra a muchas mujeres con la misma edad y apariencia que esa portuguesa que casi no corr¨ªa. Hace falta un temple singular, una sabidur¨ªa colosal y haber vivido mucho (y aprendido de ello) para ser capaz de mantener ese trotecillo min¨²sculo y sereno, toda sola t¨² frente al gent¨ªo, mientras tantos te miran y la cola de coches oficiales se agolpa a tu espalda. Y seguir, y seguir, hasta conseguir cumplir tu deseo. Yo no hubiera sido capaz. Es mi hero¨ªna.
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