Unas burbujas: nada ha pasado
Asoma una sincera e imperiosa necesidad de tener menos, de ir más ligero de equipaje no se sabe bien adónde, quizá paso previo para desprenderse de uno mismo
Le llamábamos el cuarto de los juguetes, pero no porque hubiera muchos, apenas una decena: era la habitación de los trastos, aunque, eso sí, sobresalían dos tambores de detergente Colón a rebosar de indios sioux, confederados y soldados de la Segunda Guerra Mundial, en anacrónica bacanal. “Como los ni?os de ?frica deberíais estar, que no tienen nada, entonces los apreciaríais”, nos afeaban en casa cuando no los recogíamos o se rompían con el descuido hijo de la supuesta opulencia. La frase tenía su equivalente gastronómico si no acabábamos lo del plato: “Una guerra tendríais que haber p...
Le llamábamos el cuarto de los juguetes, pero no porque hubiera muchos, apenas una decena: era la habitación de los trastos, aunque, eso sí, sobresalían dos tambores de detergente Colón a rebosar de indios sioux, confederados y soldados de la Segunda Guerra Mundial, en anacrónica bacanal. “Como los ni?os de ?frica deberíais estar, que no tienen nada, entonces los apreciaríais”, nos afeaban en casa cuando no los recogíamos o se rompían con el descuido hijo de la supuesta opulencia. La frase tenía su equivalente gastronómico si no acabábamos lo del plato: “Una guerra tendríais que haber pasado”.
Aquello dejó un poso estoico, huelga decir, en los a?os de infancia, acorde a la situación financiera familiar; y ya en la edad adulta, mudó en convicción, actitud que se empe?an en contradecir hoy la sesentena de camisas y la treintena de jerséis que curvan las estanterías del ropero, los tres juegos de café, la veintena de zapatos y zapatillas de toda ocasión y color, otras tantas cazadoras y abrigos, el centenar de lápices y bolígrafos, la quincena de gorras por estrenar por timidez, la miríada de copas de vino y cava, la media docena de relojes de pulsera…
No son, proporcionalmente, los 238 juguetes que al menos tienen hoy los ni?os ingleses (aunque sólo juegan con 12) ni alcanzan los 300.000 artículos que almacena una casa media de Estados Unidos, pero, aun así, sin darme cuenta he empezado, no sé cuándo ni cómo, a desprenderme de cosas, incluso de lo más sagrado, de libros, purgas ejecutadas bajo una inclemente letanía: “No voy a vivir tanto para leer esto con lo que aún me falta por leer”.
De pronto, es como si uno se hubiera cansado de poseer. Y eso a pesar de que tanto me creí ese sucedáneo de felicidad, sin límite alguno sobre cualquier bien o ser vivo, que hasta llegué a creer que los diarios eran de los periodistas y que podíamos hacer temblar a los malos: pero nunca los medios fueron nuestros y ya hace demasiado que ni nos dejan dar miedo a nadie.
Me cuesta tirar las cosas, a las que impregno de atribuciones simbólicas (dónde la adquirí, con o para quién, quién era yo entonces…), esforzados médiums para revivir instantes que sabemos que no tendrán segunda oportunidad; pero en los momentos de duda al desprenderme de algo asoma la fábula de Italo Svevo: “Una hormiga se muere y mientras muere, piensa: ‘El mundo muere’”. No, no somos tan importantes y hay ya que empezar a soltar lastre.
Desear menos (Gatopardo Ediciones) era, pues, un título atractivo aquí y ahora. “El minimalismo se vende como simple, sencillo y sostenible, pero es justo lo opuesto; compramos para ser minimalistas”, sentencia Kyle Chayka, autor del libro y experto en tecnología de The New Yorker, invitado del CCCB hace unas semanas. “El minimalismo se ha convertido en una cosa para privilegiados”, le escucho yo ya en pleno desconcierto interior. Miro disimuladamente: en un auditorio de indumentaria casi monocolor (triunfa el negro-gris), no sé si buena parte de los asistentes han caído en la trampa que denuncia Chayka, incluido él con su ropaje aparentemente sencillo (camiseta y camisa arremangada), pero que se antoja de tienda cara.
La tesis es minimalista y se expresa como tal (apenas unas diapositivas tras el joven, sentando frente a la socióloga Liliana Arroyo: mesilla en el centro y dos esferas de luz en el suelo a los lados del escenario). A saber: desear menos estaba ya en los estoicos y el budismo zen, pero la propuesta se va corrompiendo como todo y empieza a dar se?ales de cosa enfermiza cuando la Casa de Cristal de Philip Johnson (1948), toda de vidrio transparente; y el delirio es ya la gigantesca vivienda forrada en blanco y negro de superficies pulidas pespunteadas por esporádicos y fríos objetos de la dise?adora Donna Karan, o la mansión de blanco marmóreo y vacíos hirientes de la socialité Kim Kardashian.
“No hay nada que experimentar ni vivir ahí, ?no les parece?”, interroga el experto, que extiende la plaga minimalista al botón para aislarse del exterior de los exclusivos auriculares BOSE. “Nuestra casa de cristal personal es hoy el iPhone”, remata, aunque no es el bofetón mayor que le endilga a Steve Jobs: lo saca sentado en el suelo de su casa, sin mueble alguno, pero con una lámpara de pie de Art Nouveau de Tiffany de las buenas al lado y un aparato de música de 8.000 dólares. “Ser rico es no tener nada…”, ilustra, cáustico, Chayka. O aparentar no tenerlo, pienso. “El minimalismo es una forma absoluta de elitismo”, dice mientras despide la imagen de Jobs. El fundador de Apple no sale tan vapuleado como Marie Kondo, la gurú de la cosa de deshacerse de todo para ser más feliz: “Es irónico: viene incluso a tu casa a ayudarte a tirar objetos… para que cuando te hayas desecho de todo compres lo que vende en su web y que ya tenías”. Y se ceba: “En Brooklyn vi su libro tirado en el suelo tras ser leído…”. El colmo de su método.
Quizá estoy bajo ese influjo, instalado en la dorada medianía de un mundo cada vez más precario. A saber qué fantasmas pueblan el desván del inconsciente, pero creo sentir una sincera necesidad imperiosa de tener menos, de ir más ligero de equipaje no sé bien adónde, quizá como paso previo para desprenderse de uno mismo. “Si no fuera por las sombras, no habría belleza”, sentenció Junichiro Tanizaki. Sí: en el extremo del no tener, ya ni estar, pasar a ser una sombra y apartarse para ayudar, con la ausencia, a crear belleza. Deshacerse hasta de este narrador implícito que ha sido siempre muy superior al autor real, recitando en esa despedida, despojados de su halo suicida, los versos de Longfellow imborrables desde la lectura juvenil del Martin Eden de Jack London: “Está el mar tranquilo y sereno, / y ya todo duerme en su pecho. / Un paso y se ha terminado… / Unas burbujas: nada ha pasado”.